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Colin Turnbull: <i>La gente de la selva</i> (milrazones, 2011)

Colin Turnbull: La gente de la selva (milrazones, 2011)

    TÍTULO
La gente de la selva

    AUTOR
Colin Turnbull

    EDITORIAL
milrazones

    TRADUCCCION
Bianca Southwood

    CORRECCIÓN
Carmen Palomo García

    FICHA TÉCNICA
ISBN 9788493755287. Barcelona, 2011. 288 páginas. 22 €




Tribuna/Tribuna libre
Colin Turnbull: La gente de la selva. La iniciación y la magia en la aldea
Por Colin Turnbull, martes, 4 de octubre de 2011
La gente de la selva relata la vida de los pigmeos bambuti, los habitantes de la selva de Ituri, en el entonces Congo Belga (hoy República Democrática del Congo), uno de los últimos pueblos cazadores-recolectores del mundo. Se trata de todo un clásico de la literatura antropológica, que ahora publica la editorial milrazones. Narra la vida en la selva de un pueblo formado por hombres y mujeres, cada uno con su carácter particular, y no una cultura abstracta integrada por individuos difusos. Todos los detalles que interesan al antropólogo están presentes, pero la humanidad y compasión con que se presentan convierten a La gente de la selva en una narración conmovedora. El conocimiento que Colin Turnbull tenía de esta vida se debía a que la había compartido durante muchos meses. Turnbull era un personaje muy especial, que verdaderamente amaba a las gentes con las que trataba, por lo que tenía fácil acceso a su intimidad. Los pigmeos no fueron ni mucho menos una excepción, y participó con ellos en ceremonias como el molimo, en rituales de duelo y de matrimonio... compartiendo también la vida de los aldeanos negros con los que los pigmeos mantienen una relación más intensa que la de vecindad.

La iniciación y la magia en la aldea

Desde el momento en que ingresan en el campamento de iniciación, los niños tienen que defenderse por sí solos sin la ayuda de sus parientes, pero los hermanos mayores y los padres de los pigmeos se pasaban el día consolándolos y dándoles ánimos, exponiéndose a que también se burlasen de ellos. A Masalito, en particular, le importaba un comino convertirse en el hazmerreír de los aldeanos. Uno de los niños, Kaoya, a quien circuncidaron en el campamento, recibió varios golpes mientras caminaba con gran dolor hacia sus compañeros, que estaban sentados en una fila de troncos. Inmediatamente después de hacerles el corte, les obligan a sentarse y a cantar con los demás una de las muchas canciones de trabajo que tienen que aprender durante los próximos meses. La música les distrae del dolor, que resulta aún más considerable porque, después de la operación, envuelven la herida en una hoja que contiene una medicina nativa muy salada. Viendo este tratamiento tan agresivo hacia Kaoya, Masalito se acercó corriendo al pequeño y le rodeó con los brazos para darle fuerza. Los aldeanos se rieron a carcajadas, pero a Masalito le importaba más el niño que lo que pensaran los demás.

Al cabo de un rato, pidieron a los niños que bailaran y luego que se tendieran sobre un lecho especial hecho de troncos partidos, uno al lado de otro, sobre una estructura sencilla que los mantenía a medio metro del suelo. Los niños se tumbaron boca abajo sobre los troncos con la cabeza apoyada en unas almohadas hechas de hojas de plátano. Encima de la cama había un tejado rudimentario, inclinado hacia el suelo en la parte posterior, pero abierto por los lados y por la parte de delante. Del techo colgaba un plátano sagrado, que los iniciados y los instructores balanceaban para ordenar de forma implícita a los niños que se pusieran a cantar. A los niños les habían prohibido tocar el plátano bajo amenaza de muerte.

Había muchas otras restricciones y tabúes. Si se mojaban, sobretodo si se mojaban por encontrarse en la calle cuando llovía, lo más seguro era que murieran. Estaba prohibido comer ciertos alimentos. Los niños no podían comer con las manos y tenían que pinchar la comida con palos. Estaba prohibido que comieran con sus parientes iniciados. El sonido de la bramadera (un instrumento hecho de un trozo de madera que cuelga de una cuerda y que produce un zumbido extraño cuando se hace girar) representaba la voz de un demonio de la selva y los niños tenían que mostrar el debido respeto y miedo cada vez que sonaba.

Durante el día, cuando los aldeanos estaban presentes, fuera para instruirles o para visitarlos, los niños observaban rigurosamente estas y otras innumerables normas. Según sus propias reglas, los aldea nos no podían pasar la noche en el campamento. Solo los «padres», donde se incluía a los padres biológicos y a los hermanos mayores de los niños, tenían derecho a dormir en «el lugar del nkumbi». En este caso, los pigmeos eran los únicos que podían dormir allí. Los bambuti tenían otras ideas muy diferentes. Sabiendo que tenía muchas ganas de estar con ellos durante todo el período de aislamiento, me invitaron a alojarme en el campamento. Al fin y al cabo, dijeron, yo era el padre de los ocho niños. De este modo, me convertí en uno de los baganza, los encargados de la iniciación.

La invitación no fue un acto de menosprecio hacia los aldeanos. Los pigmeos consideraron que sería divertido, sobre todo porque confiaban en que les abasteciera de tabaco, vino de palma y otros lujos. Desde su punto de vista, no perjudicaban a nadie. Desde el punto de vista de los aldeanos, sin embargo, esta infracción iba a resultar en desastre, no solo para mí sino para el resto de los baganza. Pero aparte de ponerme sobre aviso de la forma más severa posible, no hicieron ningún intento por desanimarme y pronto aceptaron mi presencia.

De este modo, presencié el nkumbi desde el primer día hasta el último, noche y día. Y por la noche, cuando los aldeanos ya se habían marchado, descubrí el verdadero significado del nkumbi para la gente de la selva. En cuanto desaparecieron los instructores y solo quedaron los pigmeos, los niños saltaron rápidamente de la cama en la que tenían que dormir y se reunieron con sus padres alrededor del fuego, donde comieron alimentos prohibidos en compañía prohibida y de forma prohibida, es decir, con los dedos. Uno de los niños se subió a un tronco e imitó la acción de hacer girar la bramadera que, por supuesto, nunca debería haber visto. Los otros se entretenían con su juego favorito: dar puñetazos al plátano sagrado. Un chaparrón era una invitación perfecta para salir corriendo de la casa y quitarse toda la porquería que habían acumulado durante el día. Los aldeanos no solo les prohibían mojarse, aunque fuera para lavarse, sino que se pasaban el día embadurnándolos de los pies a la cabeza con arcilla blanca para marcar su muerte como niños. A los pigmeos, que tendían a la limpieza, les parecía inadmisible, y los padres siempre animaban a sus hijos a aprovechar cualquier oportunidad para lavarse. Si por la mañana los aldeanos les interrogaban al respecto, los niños solían contestar que habían pasado tanto frío por la noche que se habían acurrucado todos y que la arcilla seguramente se había caído mientras dormían. En realidad, los hombres llevaban mantas a los niños y los mayores se mantenían calientes al lado del fuego. Kenge y yo dormíamos al final del refugio, medio tapados por la cama de troncos. Casi todos los otros adultos dormían al aire libre.

Tanto los niños como sus padres se divertían burlándose, sin malicia, de los aldeanos, pero no por ello quebrantaban sistemáticamente los tabúes. Se comportaban como tal porque las restricciones, aparte de carecer de sentido, pertenecían a un mundo hostil. Los aldeanos esperaban que el nkumbi sometiera directamente a los pigmeos a la autoridad de los antepasados tribales de la aldea; los pigmeos, naturalmente, se encargaron de que eso no ocurriera y ellos mismos se lo demostraban corrompiendo todas las costumbres.

Los aldeanos creían que el niño que se iniciaba, fuera pigmeo o no, quedaba eternamente vinculado a todas las leyes sagradas y laicas de la tribu. Además, los niños entraban en contacto directo con lo sobrenatural, cuyos representantes en la tierra eran los mismos aldeanos. Por lo tanto, si alguno de los niños pigmeos del nkumbi ofendía a uno de los aldeanos, también ofendía a lo sobrenatural, a los antepasados, de los cuales recibiría un merecido castigo. Los aldeanos viven tan atemorizados por lo sobrenatural y por su capacidad de derribar al transgresor con maldiciones tan potentes como la lepra, el pian, la disentería y otras enfermedades, o provocando que le caiga encima y lo hiera un árbol, que no les cabe en la cabeza que alguno de los niños de la iniciación se atreva a ofender a los antepasados. Por ese motivo estaban convencidos de que el nkumbi les proporcionaba total control sobre sus criados siempre problemáticos que se negaban a comportarse como era debido.

Lo que resultaba menos evidente era la razón por la cual los pigmeos se sometían a lo que ellos mismos consideraban un ritual innecesario y brutal. El padecimiento de los candidatos del nkumbi empieza en el momento de la circuncisión. Durante los meses posteriores —que suelen ser dos o tres, en lugar de los seis e incluso doce meses de antaño—, los niños son sometidos una y otra vez a formas leves de tortura. La tortura puede ser psicológica y no siempre física. Por ejemplo, un niño cuyo padre se negó rotundamente a participar en lo que calificó de «una costumbre vacía y salvaje», pero luego permitió que su hijo ingresara en el campamento, se vio obligado a burlarse de su padre a todas horas del día. Y el pequeño y dulce Sansiwake, que insistió en levantarse de aquella cama dura para estar junto a sus compañeros mucho antes de que se hubiera recuperado del todo, se vio obligado a fingir que era grande y fuerte, y tuvo que cargar con unos bultos pesadísimos mientras realizaba actos que resultarían degradantes para cualquier pigmeo, pero más para un niño tan sensible. Cada niño tenía que aguantar una tortura similar.

El sufrimiento físico a veces empezaba siendo un juego para luego convertirse en una cruel prueba de resistencia física. Un baile en cuclillas que puede ser divertido durante unos minutos, pero dolerá mucho después de media hora. Un golpe ligero dado con unas ramitas en la parte interior del brazo no preocupa a nadie hasta que, tras unos días de repetidos golpes, la piel se pone en carne viva, momento en el cual los aldeanos cortan muescas en las ramas para que pellizquen con fuerza la piel de los pequeños, a menudo haciendo que sangre. Y cuando los niños ya se han acostumbrado a que los azoten con ramas frondosas, las sustituyen por las ramas de unos arbustos espinosos.

A los pigmeos todo esto se les antoja severo e innecesario, y procuran vigilar de cerca a sus propios hijos para asegurarse de que los aldeanos no llegan a los extremos que a veces alcanzan con los niños aldeanos, aunque luego sean víctimas de cierto desprecio. Para el aldeano, sin embargo, todo forma parte de un proceso de fortalecimiento fundamental que los niños no aprenden naturalmente durante sus vidas en la aldea. Los niños tienen que adaptarse a la vida adulta, y este es el propósito del nkumbi. En cuestión de meses los niños se convierten en hombres fuertes y duros, física y mentalmente. El proceso, lejos de ser agradable, es la única forma, bajo las condiciones tribales, de conseguir el objetivo.

Los pigmeos comprenden y respetan estas costumbres, pero la misma naturaleza de su existencia nómada, basada en la caza y en la recolección, les proporciona todo el fortalecimiento y educación que requieren. Los niños empiezan a encaramarse a los árboles a veces incluso antes de aprender a caminar. Desarrollan una buena musculatura y superan el miedo mediante unos atrevidos juegos que se realizan en lo alto de los árboles. A través de la observación y la imitación, aprenden las actividades adultas desde una temprana edad, porque los pigmeos llevan una vida siempre abierta. Su vida es igualmente abierta dentro de las chozas minúsculas de una sola estancia como en medio de un claro en la selva, de forma que los niños no necesitan instruirse en las relaciones sexuales que ocupan una parte tan importante de las lecciones que reciben los niños aldeanos durante el nkumbi.

Los pigmeos coinciden en que el efecto fortalecedor del nkumbi es conveniente, aunque la severidad del proceso es algo que condenan abiertamente y rechazan a menudo. Al término de este nkumbi en particular, el cambio experimentado por los niños fue patente. Pero ese no es el motivo principal por el cual permiten que sometan a los niños a la iniciación en la aldea, cuando nadie les obliga a hacerlo por la fuerza. Si aceptan que ingresen en el nkumbi de forma voluntaria es porque son un pueblo orgulloso. Su contacto con los aldeanos es inevitable y suelen pasar unas semanas del año en la aldea o entre aldeanos. Estos consideran que cualquier adulto no iniciado sigue siendo un niño: lo tratan con la misma falta de respeto, le privan de todos los privilegios y no le permiten participar en las actividades reservadas para los adultos. Los pigmeos que entran en el nkumbi demuestran su madurez a los aldeanos de la única forma que pueden. Cuando finalizó el nkumbi, incluso Sansiwake tenía derecho a entrar en cualquier baraza de adultos y a participar en todas las reuniones. Esto es lo que pretenden conseguir los pigmeos del nkumbi, y esto es lo que consiguen: una posición de adulto a ojos de los aldeanos.

Su comportamiento muchas veces indica que el nkumbi únicamente representa este reconocimiento, sin tener en cuenta la deliberada falta de respeto que muestran hacia las normas del nkumbi y su irreverencia hacia todo lo que los aldeanos consideran sagrado. Al final del nkumbi, cuando todos hubieron regresado a la selva, los mismos niños que habían podido caminar con libertad entre los hombres de la aldea, como hombres, corrieron directamente a los brazos de sus madres. Volvieron a convertirse en niños, sin ninguno de los privilegios concedidos a los pigmeos adultos de la selva. Por encima de todo, no tenían derecho a participar en las canciones del molimo reservadas exclusivamente para los hombres. Aunque se hubieran convertido en hombres en la aldea, en la selva seguían siendo niños.

Lejos de demostrar que los pigmeos dependen de los aldeanos, el nkumbi pone de manifiesto mejor que cualquier otra instancia la completa contraposición que existe entre la selva y la aldea. Los pigmeos de la selva rechazan todos los valores de la aldea de forma consciente y enérgica. Cuando se hallan en la aldea, se adaptan temporalmente a sus valores y a sus costumbres y evitan profanar los valores tan sagrados de la selva manteniéndolos lejos de la aldea. Ese es el motivo por el cual nunca cantan sus canciones sagradas en la aldea como las cantan en la selva y la razón por la que se niegan a consagrar el nkumbi con una música especial, aunque todos los otros acontecimientos importantes de sus vidas estén marcados por sus melodías. Existe un abismo insalvable entre los dos mundos de los dos pueblos.

Los pigmeos tienen una forma natural de adaptarse a la vida adulta. Un niño demuestra que es capaz de alimentar a su familia el día en que mata su primer animal de verdad, y demuestra que es un hombre cuando participa en el elima.



Nota de la Redacción: este texto corresponde a un extracto del capítulo XII del libro de Colin Turnbull, La gente de la selva (milrazones, 2011). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a la Editorial milrazones en la persona de su editor, Jesús Ortiz, por la gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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