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Gabriel García Márquez: <i>Yo no vengo a decir un discurso</i> (Mondadori, 2010)

Gabriel García Márquez: Yo no vengo a decir un discurso (Mondadori, 2010)

    TÍTULO
Yo no vengo a decir un discurso

    AUTOR
Gabriel García Márquez

    EDITORIAL
Mondadori

    EDITOR DEL VOLUMEN
Cristóbal Pera

    OTROS DATOS
Barcelona, 2010. 160 páginas. 15,90 €



Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez


Reseñas de libros/No ficción
Gabriel García Márquez: Yo no vengo a decir un discurso (Mondadori, 2010)
Por Justo Serna, martes, 2 de noviembre de 2010
¿Tiene interés un libro que recoge discursos, la oratoria siempre circunstancial del escritor prestigioso? ¿Vale la pena leer un volumen firmado por Gabriel García Márquez cuando la obra es una composición de trozos, de piezas que cumplieron una función única y oral? El Premio Nobel es convocado unánimemente por academias y congresistas. El escritor ha alcanzado una notoriedad universal, en parte gracias a la prosa deslumbrante de la que es capaz. No es extraño, pues, que políticos y organizadores culturales se lo disputen esperando iniciar o rubricar sus jornadas con las palabras del autor galardonado. El literato derrocha sintaxis a manos llenas y se sabe dueño de una voz autorizada. Nada mejor que su presencia para enaltecer los actos a los que acepta asistir o los acontecimientos en los que se le encumbra. Pero no siempre fue así. Es decir, hubo un tiempo en que era feliz e indocumentado, joven y aspirante, prometedor.
El libro que glosamos lleva por título Yo no vengo a decir un discurso. Ese rótulo parece contradictorio. Si resulta que el volumen recoge una parte de su oratoria, ¿entonces por qué titula así la obra? Como dirá una y otra vez a lo largo de su vida, la oratoria es para él una suerte de suplicio que padece o una especie de castigo que se le inflige. En 1985, cuando ya ha recibido el Premio Nobel, el escritor aún no está curado de ese mal. Lo expresará con exageración y patología: “siempre he considerado los discursos como el más terrorífico de los compromisos humanos”.

No sabemos si es un compromiso terrorífico: sin duda, es un arte difícil. Si el orador se compromete a pronunciar unas palabras sin leerlas, es decir, improvisando a partir de unas notas, corre el riesgo de quedarse en blanco o corre el peligro de ser mejor que su posterior transcripción. Cuando esas palabras grabadas se reproduzcan por escrito, entonces distinguiremos el grano de la voz, que decía Roland Barthes: advertiremos la ganga verbal, las dudas, las repeticiones, los lapsus, las ambigüedades expresivas. Quien pronuncia un discurso valiéndose de un simple esquema ha de confiar en su estado de ánimo, el estado de ánimo de dicho momento; ha de cuidarse, esperando la lucidez de su expresión; ha de fortalecer su habilidad argumental; ha de recordar con precisión las anécdotas que enlazará.

Hablar en público con sustancia, valiéndose sólo de la capacidad y de la imaginación es un esfuerzo abrumador, fatigoso. Algunos saben hacerlo con aparato y con automatismo, con charlatanería, capaces de conferenciar sobre cualquier cosa: a dichos oradores podemos llamarles charlistas, con esa acepción levemente peyorativa que ha ido cobrando la palabra. ¿Y qué nos encontramos en otro extremo? A numerosos escritores, gentes de letras, a quienes les vence el miedo escénico de la oratoria: sus públicos expectantes pueden provocarles angustia, una desazón invencible. Es por eso por lo que hay tantos literatos, poetas y artistas que prefieren leer el discurso, un discurso bien armado o amarrado. O es también a causa de la solemnidad del acto: nada puede dejarse a la improvisación.

Ese asunto, el de la amistad, es uno de los motivos recurrentes de esta antología de discursos, que abarcan desde 1944 hasta 2007

En el Gabriel García Márquez orador parece que se dan ambos elementos: por un lado, el malestar que provoca la palabra improvisada y escenográfica; por otro, la reverencia a que obligan las ceremonias protocolarias, de gran pompa, a las que ha sido invitado, eventos a los que se le convida por la eficacia de su prosa, por la elegancia de su expresión, por la universalidad de su nombre. Si esto es así, entonces se comprenderá por qué fija sus palabras de antemano, por qué se ciñe a un texto del que ha podado la oralidad. Ya no hay resto o ganga, pues todo está proporcionado, todo está medido, incluso cuando simula el discurso propiamente oral: unos pocos párrafos dicen exactamente lo que tienen que decir. ¿Y qué dicen?

El título de este libro, entre afortunado y paradójico, es –repito-- Yo no vengo a decir un discurso. Contradice el sentido del volumen y por tanto parece extravagante. En realidad es un epígrafe que interpela al lector (como antes debió de sorprender a la audiencia). El rótulo procede de una intervención temprana, una de las primeras en las que García Márquez tuvo que templarse o medirse o juzgarse: es un discurso datado en los años cuarenta. El contexto lo precisa Cristóbal Pera, editor de este volumen: el joven Gabriel García Márquez dice unas palabras “en la despedida a la clase 1944, un año superior a la suya, que se graduaba de bachillerato del Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá”, en Colombia. Empieza así: “Generalmente, en todos los actos sociales como éste, se designa una persona para que diga un discurso. Esa persona busca siempre el tema más apropiado y lo desarrolla ante los presentes. Yo no vengo a decir un discurso”.

¿Por qué pretexta eso? ¿Acaso porque no se siente autorizado? ¿Le dan reparo tanto empaque, tanta solemnidad? ¿O es timidez? En 1944, el joven García Márquez habla del futuro prometedor que se les abre a los bachilleres que se gradúan, pero sobre todo hace una pequeña y emocionada glosa de la amistad. Ese asunto, el de la amistad, es uno de los motivos recurrentes de esta antología de discursos, que abarcan desde esa fecha primera hasta 2007. A lo largo de sus intervenciones, García Márquez agasaja a sus amigos tempranos o maduros, los exalta, con derroche. Los menciona y aclama con la alegría de quien no envidia el triunfo ajeno. Celebra la condición humana y las habilidades humanísticas de sus jóvenes cofrades del 44 o, muchos años después, elogia la entrega, la inteligencia y la generosidad de Belisario Betancur, de Álvaro Mutis, de Julio Cortázar. Es una suerte contar con esas amistades y el escritor colombiano vive como un don lo que es, ciertamente, un regalo de la vida.

Con esa palabra –la soledad como pérdida del hogar, de la infancia--, García Márquez siempre hace alusión al abandono, al aislamiento de gentes errabundas o sedentarias, ajenas al discurrir del mundo

Ese bien tan apreciable, el de la amistad, está presente una y otra vez en los discursos que componen este volumen, probablemente porque en Gabriel García Márquez atisbamos un dolor o un temor antiguos: la soledad. Podemos conjeturar: hay un cierto desamparo personal o familiar que él une a la suerte o a la mala suerte de su país o de Latinoamérica. Como hay también una imagen infantil documentada, el regreso a Arataca (la población originaria): el viaje a la semilla, que es motivo o fuente de su creación, según él mismo admite y según documentaron sus primeros biógrafos: Mario Vargas Llosa o, años después, Dasso Saldívar.

“Mi recuerdo más vivo y constante no es el de las personas, sino el de la casa misma de Arataca donde vivía con mis abuelos”, confesaba García Márquez a Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba. “Es un sueño recurrente que todavía persiste. Más aún: todos los días de mi vida despierto con la impresión, falsa o real, de que he soñado que estoy en esa casa. No que he vuelto a ella, sino que estoy allí, sin edad y sin ningún motivo especial, como si nunca hubiera salido de esa casa vieja y enorme”. En la interpretación que Sigmund Freud diera a los sueños, la casa es un símbolo materno: es el amparo, el cuidado, la tutela, la seguridad, la nutrición.

Cuando estamos en casa, estamos bajo techo y protegidos, alimentados. Pero crecer es salir del domicilio familiar, renunciando al favor de los parientes --en este caso, el de los abuelos--, para empezar una vida siempre incierta y finalmente derrotada: como es la de cualquier ser humano que espera la muerte. Podrás triunfar, podrás erguirte, pero la consumación ya la sabes: el fin inevitable y vulgar. Y en esa experiencia o en ese viaje estás solo.

Hay un orgullo latinoamericano, de inspiración tercermundista: el de quien, con errores o porfías, no quiere recibir lecciones de Europa

En 1952, Gabriel García Márquez regresa con su madre a Arataca para vender la casa de los abuelos, un lugar que lo fue todo y que ahora está abandonado, ruinoso, solitario. “El día en que fui con mi madre a vender la casa recordaba todo lo que había impresionado mi infancia, pero no estaba seguro de qué era antes y qué era después, ni qué significaba nada de eso en mi vida”, leo en Vivir para contarla (2002), la primera entrega de sus memorias.

El acto de la venta es, por un lado, una amputación y es, por otro, una pérdida del paraíso infantil. De ahí, añade el memorialista, los “pesares, añoranzas, incertidumbres, en la soledad de una casa inmensa” que desaparece. No es extraño, pues, que su novela más célebre, Cien años de soledad (1967), tenga ese motivo, la soledad vivida como un desamparo irreparable: la de los Buendía. Como tampoco es extraño que el primer título que tuvo la historia de dicha familia, el que arrastró hasta su definitivo y universal fuera ése: La casa. Y no sorprende que el discurso que pronunciara en 1982 al recibir el Nobel tuviera un epígrafe parejo, muy próximo: La soledad de América Latina.

Con esa palabra –la soledad como pérdida del hogar, de la infancia--, García Márquez siempre hace alusión al abandono, al aislamiento de gentes errabundas o sedentarias, ajenas al discurrir del mundo: con su punto de pecado o desmesura, de demencia o imaginación, gentes que tienen derecho a experimentar, a ensayar, aunque padezcan penurias y ensoñaciones, aunque sobrevivan malamente, postradas o aplastadas. Hay algo de fatalidad y providencialismo en esta descripción; como siempre hay un ventarrón bíblico en García Márquez. El Antiguo Testamento es, en efecto, una fuente constante en las metáforas que el autor emplea en sus novelas y también en sus discursos más universales y ceremoniosos. Y hay un orgullo latinoamericano, de inspiración tercermundista: el de quien, con errores o porfías, no quiere recibir lecciones de Europa.

Y justamente lo que está en el fondo de Simón Bolívar o de Fidel Castro es lo que más atrae a García Márquez: el poder, la capacidad de torcer el curso de las cosas, de imponer voluntades, de ser como dioses. Esa cualidad o ese hábito del jefe le fascinan

Por eso, en sus discursos, García Márquez cita por dos veces una frase atribuida a Simón Bolívar: “Déjennos hacer tranquilos nuestra Edad Media”. Es decir, déjennos equivocarnos, pues para los europeos –según precisa el escritor en una de sus alocuciones— “todo lo que no se parece a ellos les parece un error”. Es una exigencia comprensible, ya que, bien mirado, el progreso no tiene el mismo curso ni la misma cronología. Pero a la vez esa actitud es menos razonable de lo que a simple vista parece. La peculiaridad latinoamericana ha dado grandes frutos: por ejemplo, los de la imaginación novelística, que es producto del choque entre lo moderno y lo arcaico, entre lo indígena y lo colonial, entre lo precolombino y lo indiano. Es decir, esa idiosincrasia también es fruto del Viejo Continente. La Revolución cubana, sin ir más lejos, no es tan insólita como se ha querido pensar: es una suma de tercermundismo y marxismo de origen europeo.

Y justamente lo que está en el fondo de Simón Bolívar o de Fidel Castro es lo que más atrae a García Márquez: el poder, la capacidad de torcer el curso de las cosas, de imponer voluntades, de ser como dioses. Esa cualidad o ese hábito del jefe le fascinan. De ese hechizo, García Márquez hará novelas críticas y maravillosas, pero también ambivalentes. ¿Cuál es el camino que lleva del libertador o guía al mandamás o déspota? Jamás responderá esa pregunta.

Estos discursos, que empiezan en 1944, cuando cuenta diecisiete años, no se reanudan hasta 1970. En ellos nos interesa lo que escribe el gran prosista: cómo lo dice, con ese encanto, con esa poesía que le es esquiva, según admite; con esas imágenes de inspiración bíblica, nativa y criolla que seducen y tapan a la vez lo que describen. Porque sus discursos son un torrente de verbo siempre deslumbrante, a veces exacto y a veces inflamado o declamatorio. Interesan, en fin, lo que expresa y lo que calla o silencia. ¿Entre 1944 y 1970 no pronunció discurso alguno? ¿Y entre 1970 y 2007 cuántas alocuciones ha dejado de incluir en esta antología? No sabemos qué criterio han seguido García Márquez y su editor, Cristóbal Pera.

Precisamente refiriéndose a los discursos, Pera dice en una nota final lo siguiente: “en ellos no sólo se encuentran los temas centrales de su literatura, sino también rastros que ayudan a comprender más profundamente su vida”. Es cierto, sin duda, pero el retrato que traza de sí mismo con esta selección es en ocasiones demasiado ceremonioso o monumental, sin los pasajes conflictivos de su existencia. En este libro aspira a un mundo mejor, un mundo sin armas y sin apocalipsis nuclear, un espacio de relación amistosa; aspira a contener la destrucción amazónica, por ejemplo, y desea hacer de la palabra un instrumento de la imaginación exuberante.

Nos parece un excelente propósito o una buena intención. Pero más allá de ese rasgo que ennoblece queda excluido el análisis frío, racional o estratégico y quedan eliminados momentos de crisis o de choque entre viejos amigos que tanto se deben y de los que no hay rastro alguno: por ejemplo, Mario Vargas Llosa, una persona que fue decisiva tras la aparición de Cien años de soledad (1967). No obstante, la prosa de García Márquez no decae y su discurso de 2007 no es inferior al de 1944, al de aquel joven que se atrevía a defender a los compinches, a ensalzar la amistad.
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