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Barbara W. Tuchman: Cómo se escribe la historia. Las claves para entender la historia y otros ensayos (Gredos, 2009)

Barbara W. Tuchman: Cómo se escribe la historia. Las claves para entender la historia y otros ensayos (Gredos, 2009)

    AUTORA
Barbara Wertheim Tuchman

    DATOS BIOGRÁFICOS
Nueva York (Estados Unidos de América), 1912-1989

    BREVE CURRICULUM
Periodista e historiadora. Empezó a destacar con El telegrama Zimmermann (1959) y alcanzó la fama internacional con Los cañones de agosto (1962), que ganó el Premio Pulitzer. Sus dos obras siguientes fueron La torre del orgullo (1966) y Stilwell and the American Experience in China (1971), siendo la segunda galardonada también con el Pulitzer. Sus últimas publicaciones: Un espejo lejano (1978), Practising History (1983) y The March of Folly (1984)



Barbara W. Tuchman (foto procedente de www.dartmouth.edu)

Barbara W. Tuchman (foto procedente de www.dartmouth.edu)


Tribuna/Tribuna libre
Cómo se escribe la historia. Las claves para entender la historia y otros ensayos
Por Barbara W. Tuchman, miércoles, 1 de abril de 2009
Veinte años después de su muerte, y con una larga lista de libros de historia convertidos en superventas, la obra renovadora y la personalidad con la narración de la Peste Negra rompedora de Barbara W. Tuchman (1912-1989) siguen fascinando a nuevos y viejos lectores. La historiadora que dio un nuevo rumbo a la manera de contar la historia, y supo llegar al gran público del siglo XIV (en Un espejo lejano) o de la Primera Guerra Mundial (en El telegrama Zimmermann o Los cañones de agosto), escribió también un libro programático, Cómo se escribe la historia, inédito hasta ahora en castellano e insólito en su especialidad, una auténtica declaración de principios sobre el oficio de escribir historia y una aguja de marear imprescindible para todo historiador de nuestro tiempo. No en balde el libro es una suerte de manual que contiene las claves para entender la escritura de la historia: la diferencia entre historia (verdad) y poesía (invención), el recurso a las fuentes primarias, el contraste de la información, la selección de los materiales, la investigación como motor de la historia, el material inédito y, sobre todo, “la narración como alma de la historia”. Así, Cómo se escribe la historia. Las claves para entender la historia y otros ensayos (Gredos, 2009), es también una autobiografía intelectual de una mujer que nos enseña el compromiso del historiador consigo mismo, con su materia y con sus lectores; y todo ello a través de un panorama general de los acontecimientos decisivos que jalonan el siglo XX, desde la Primera Guerra Mundial hasta el final de la Guerra Fría.

LA SOLUCIÓN FINAL (*)

¡Otra vez, no! ¿Es que nunca se va a acabar? ¿Cuándo tendremos derecho a olvidar? ¿De nuevo esos seis millones de muertos? Hemos sufrido las fotos de los escuálidos cadáveres desnudos, las versiones de supervivientes de los campos de concentración, el Proceso de Nuremberg, el gueto de Varsovia, debates sobre el genocidio, documentales, el juicio de Eichmann y su sonada polémica. ¿Acaso tenemos que volver a pasar por ello? Ante este libro extenso y aterrador pero noble de Gideon Hausner, la respuesta es un inevitable «sí».

Hausner ha recopilado documentos sobre el juicio y su protagonista, y también sobre todo el programa alemán para el exterminio de los judíos, más un tercer documento en el capítulo 12 sobre lo que las potencias no hicieron. Al igual que el renuente invitado de boda, debemos escuchar lo queramos o no, porque el libro del señor Hausner tiene que ver no sólo con alemanes y judíos, con crímenes de guerra e inimaginables atrocidades, sino también con el alma humana, como la canción del viejo marinero. Debemos escuchar porque aquí nos vemos enfrentados al alma humana del siglo XX.

El «terrible siglo xx», lo llamó Winston Churchill. Hasta que dio comienzo, la idea de progreso había sido la más firme convicción del XIX. El hombre se consideraba perfectible y perfeccionador. Luego, dos veces en veinticinco años, o en el espacio de una generación, llegó la precipitada caída en la guerra mundial, acompañada en la segunda ocasión por el asesinato físico de seis millones de personas en el territorio que ocupaban —perseguidos con fanatismo durante más de cinco años entre las simultáneas exigencias de la guerra exterior— a manos de los alemanes. Simplemente por el alcance y lo deliberado de su propósito, este episodio de la crueldad del hombre para con el hombre no tuvo precedentes. Es hora de preguntarse cuál fue su relevancia histórica.

Una respuesta posible es que, al menoscabar nuestra idea de progreso humano, la experiencia infligió un daño moral a la humanidad. Marcó terriblemente la imagen que el hombre tenía de sí mismo, con efectos que la sociedad muestra ahora. Puede que la ofensa contra la humanidad cometida por los alemanes y permitida por el resto del mundo fuera tal que una barrera moral, como la del sonido, fue traspasada, con el consiguiente resultado de que, en este momento de la historia, el hombre puede haber dejado de creer en su capacidad de ser bueno o en el patrón social que una vez lo contuvo a él. Desilusionado y sin rumbo o sentido de la dirección, se muestra afligido y fascinado por el autodesprecio, como si, una vez perdidas de vista las Encantadoras Montañas, tuviera que deambular tristemente por las Ciudades de la Llanura.

Ésta no es una proposición susceptible de sustentarse sociológicamente dentro de los límites de una reseña literaria. En el libro, Hausner construye a partir de las pruebas disponibles un relato que muestra cómo se alcanzó la cifra de seis millones. Leer las actas de la Conferencia de Wannsee de 1942 en las que el plan para la Solución final —exterminación de los judíos europeos— fue adoptado no es precisamente creer en la página impresa. Ninguno de los trece departamentos del gobierno alemán representados en aquella reunión puso en duda el objetivo, sólo los medios.

La gestación del proceso sólo se cree cuando se ve en estas páginas, y su inmensidad sugiere la cantidad de alemanes implicados: abogados para redactar los decretos, funcionarios para gestionarlos, prácticamente toda la SS para ejecutar el programa, policía y ciertas secciones de la Armada para ayudarles, empleados del ferrocarril y camioneros para transportar a las víctimas, administrativos para llevar la estadística, banqueros para tabular los dientes de oro y las alianzas rescatados de los millones de cadáveres, sin mencionar a los afortunados ciudadanos que recibieron propiedades, negocios y pertenencias judíos.

La amnesia nos ha hecho olvidar nuestro rol, no menos desagradable. El papel del mundo libre en este asunto, con la excepción del épico rescate danés y el refugio ofrecido por Suecia y Suiza, fue el de omisión. Al recopilar pruebas de repetidas oportunidades y repetidos rechazos en el capítulo 12, Hausner desenmascara los gobiernos de las democracias occidentales en una conspiración de silencio oficial de la misma manera que El vicario desenmascara al Papa. Eso nos obliga a reconocer que la omisión puede ser un acto que a final de cuentas hay que tener en consideración.

Buena parte del material de este libro ya se había publicado antes —más recientemente en La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg, y en la polémica obra de Jacob Robinson, colega del señor Hausner, And the Crooked Shall Be Made Straight—, pero en ningún lugar de manera tan exhaustiva. El señor Hausner ha combinado cientos de relatos de predadores y presas en un monumental libro. Su cualidad especial es la realidad infundida a los increíbles hechos descritos por el testimonio de supervivientes. El lector, atrapado en la historia, siente con personal inmediatez lo que significaba ser un judío sin recursos ni escapatoria en una Europa controlada por la Gestapo.

La tarea de reconstruir el caso contra Eichmann y ponerlo en el punto de mira mundial, a menudo crítico, dejaba al señor Hausner como un hombre desolado y vehemente, movido por la necesidad de comunicar. Es una lástima que, al escribir en una lengua que no es la suya y no tener muy buena relación con su editor, eche mano, especialmente al comienzo, de una prosa ampulosa para expresar la fuerza del sentimiento. Es una lástima, porque tiende a despertar cierta resistencia en el lector. Sin embargo, si se saltan los dos primeros capítulos, que son completamente accesorios, el lector verá que cuanto más ahonda el autor en su material más deja que hable por sí solo. Todo lo que uno necesita saber está allí; el conjunto es sobrecogedor.

La figura central y dominante es, sin lugar a dudas, el teniente coronel Eichmann, jefe, bajo Heydrich y Himmler, del Departamento de Asuntos Judíos de la SS, brazo ejecutivo de la Solución final. Todo apunta a que hizo su trabajo con un fervor y entusiasmo que muchas veces dejaba sus órdenes al margen. Tal era su empeño que se propuso mejorar sus conocimientos de hebreo y yiddish para tratar con las víctimas. Cuando alguien lo amenazaba con zafarse de él, como en el caso de Jenni Cozzi, viuda judía de un oficial italiano, Eichmann se resistía a liberarla del campo de concentración de Riga con fanatismo y éxito pese a las peticiones de la Embajada italiana, el partido fascista italiano e incluso su Departamento de Asuntos Exteriores.

Cuando los holandeses trajeron problemas, como él mismo decía, tuvo que «luchar por más [deportaciones]». Su trayectoria en Hungría, país donde, incluso bajo amenaza de la avanzadilla soviética, las deportaciones se realizaban de manera tan precipitada que a veces llegaban a Auschwitz cinco trenes diarios cargados con mil cuatrocientas personas, tocó techo con un esfuerzo maníaco, concebido y organizado al detalle por él mismo, para redondear los cuatro mil judíos de Budapest en un solo día. «Hacía falta algo más que genialidad —escribió un observador en el juicio, el historiador inglés Hugh Trevor-Roper— para que un simple teniente coronel de la SS organizara en plena guerra [...] y en feroz competencia por los recursos básicos, el transporte, la concentración y el asesinato de millones de personas».

Eichmann era un hombre extraordinario en cuyo historial difícilmente figuraba la «banalidad» del mal. Para la autora de esa frase inefable —aplicada al asesinato de seis millones—, dejarse engañar por la versión que Eichmann daba de sí mismo como un funcionario que obedecía órdenes es uno de los misterios del periodismo moderno. Para un supuesto historiador, es inexplicable.

Cualquier historiador, incluso con la formación más rudimentaria, sabe lo bastante para abordar su fuente siempre alerta ante posibles casos de ocultación, distorsión o mentira. Trasladar esta cautela a la historia actual —es decir, al periodismo— debería ser algo instintivo. Eichmann alegaba que él era un hombre corriente, una figura «banal», y mantuvo desesperadamente aquella pose durante el interrogatorio y el juicio. Fue la pieza clave del abogado defensor. La aceptación plena de este hecho por parte de Hannah Arendt sugiere o bien una sorprendente ingenuidad o bien un deseo patente de apoyar la defensa de Eichmann, lo cual es si cabe aún más sorprendente. Como la cautela aconseja que no califiquemos a la formidable señorita Arendt de ingenua, únicamente nos queda la alternativa del descontento.

La cuestión que más polémica ha despertado —la importancia de la colaboración judía en su propio exterminio— se aclara aquí para quien quiera comprender y no juzgar. De hecho, la disputa me parece cuestión de actitud más que de hechos. Una curiosa estridencia se cierne sobre quienes, habiendo permanecido a salvo en el exterior, ahora se aferran ávidamente a la tesis de que los judíos se rindieron con demasiada facilidad y, de alguna manera, fueron culpables de su propio sacrificio. El atractivo de la tesis es que, al hacer recaer la culpa sobre la víctima, los demás quedan libres de toda responsabilidad.

Si por colaboración entendemos que los judíos, a punta de pistola y exentos de las protecciones normalmente brindadas por la sociedad, fueron adonde les dijeron e hicieron lo que se les ordenó sin oponer resistencia, entonces es indudable que colaboraron; porque así se lo dictaba su tradición de supervivencia. Tradición innata durante dos mil años de minoría oprimida sin territorio y sin autonomía, o la categoría de Estado bajo sus pies.

Siempre indefensos contra las periódicas oleadas de odio que los azotaban, preferían la sumisión antes que la desesperada lucha guiados por el más poderoso instinto de su raza: la supervivencia. Su única respuesta a la persecución era sobrevivir a ella. ¿Quién iba a saber o a pensar que esta vez la muerte había sido deliberadamente planeada para todos ellos? ¿En qué momento se acepta su carácter definitivo? Cuando, como en el Gueto de Varsovia, se aceptó, los judíos lucharon con la fiereza y valentía con que sus propios antepasados lo habían hecho contra los romanos, y con la misma desesperación.

¿Qué motivo había en los campos de concentración para resistirse o rebelarse, cuando no tenían lugar al que ir, nadie a quien acudir ni refugio alguno? Al borde de la tumba, a la puerta de la cámara de gas, obedecían las órdenes de desnudarse para no morir antes de tiempo por negarse a cooperar. La idea de esta sumisión nos repugna. Sin embargo, fueron los hermanos y primos y tíos de estas mismas personas quienes, en Palestina, cuando su situación cambió, lidiaron durante tanto tiempo con todas las desventajas habidas y por haber en la guerra para conseguir, al fin, la independencia.

El señor Hausner observa, además, que la falta de resistencia no era exclusiva de los campos de concentración. Que nosotros sepamos, los alemanes también masacraron literalmente a millones de personas en los campos de los prisioneros de guerra soviéticos sin resistencia. Y recuerda a la compañía norteamericana de paracaidistas en la batalla de las Ardenas, ejecutados tras recibir órdenes de cavar sus propias tumbas. Ellos también obedecieron.

Transmitir a la generación más joven de Israel una interpretación sobre esta cuestión y sobre la naturaleza de la tragedia que se apoderó de su pueblo perdido era uno de los principales objetivos del juicio de Eichmann. Entre las muchas cartas que Hausner recibió cuando el juicio terminó estaba la de una chica de diecisiete años: «Yo no podía honrar a todos los familiares de los que oí hablar a mi padre. Los odiaba por dejarse masacrar. Usted me ha abierto los ojos a lo que realmente pasó». En un contexto más amplio, el juicio fue celebrado por el Estado nacido después de la tragedia, con sentido de la responsabilidad hacia su pueblo, hacia los muertos y hacia la historia.

(*) Reseña de Justice in Jerusalem de Gideon Hausner (New York Times Book Review, 29 de mayo de 1966).



Nota de la Redacción: Este texto corresponde al libro de Barbara W. Tuchman: Cómo se escribe la historia. Las claves para entender la historia y otros ensayos (Gredos, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a RBA Libros por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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