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José Miguel López García: "El motín contra Esquilache" (Alianza, 2006)

José Miguel López García: "El motín contra Esquilache" (Alianza, 2006)

    AUTOR
José Miguel López García

    GÉNERO
Historia

    TÍTULO
El motín contra Esquilache. Crisis y protesta popular en el Madrid del siglo XVII

    OTROS DATOS
Madrid, 2006. 276 páginas. 15,60 €

    EDITORIAL
Alianza



Carlos III

Carlos III


Reseñas de libros/No ficción
José Miguel López García: "El motín contra Esquilache" (Alianza, 2006)
Por Inés Astray Suárez, jueves, 4 de enero de 2007
El 23 de marzo de 1766 era Domingo de Ramos y, siguiendo la tradición que daba inicio a la Semana Santa, desde todos los rincones de la ciudad afluyeron hacia el centro, miles de madrileños, hombres y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, asalariados, artesanos, criados…todos ellos provistos de palmas, para recorrer las calles principales recalando en la Iglesia de Santa Cruz y la Plaza Mayor. Hacia el mediodía se produjeron las primeras alteraciones del orden público protagonizadas por grupos de embozados de que forma ostentosa desafiaban el reciente decreto (11 de marzo) que prohibía el atuendo tradicional de capa larga y sombrero redondo.
José Miguel López García es profesor de Historia Moderna en la Universidad Autónoma de Madrid. Su labor investigadora se ha centrado en torno a Madrid y al impacto que tanto para la propia villa como para Castilla supuso la implantación de la Corte a partir del reinado de Felipe II. Madrid, el Madrid del Antiguo Régimen, es también, sin duda ninguna, el tema de este libro por más que su título nos remita a un episodio muy concreto: el motín contra Esquilache.

Al atardecer de ese Domingo de Ramos la situación había degenerado en un motín abierto en el que participaban varias decenas de miles de madrileños al grito de “¡muera Esquilache, la puta de su mujer y todos los napolitanos!”. Aunque los amotinados alternaban estos improperios al secretario de Hacienda y Guerra con vítores a Carlos III, es evidente de que, una vez descontrolada la situación, tampoco el monarca estaba fuera del alcance de las iras del populacho. Plenamente consciente de ello corrió a refugiarse en el Palacio de Aranjuez, no sin antes tener que pasar por la humillación de salir al balcón del Palacio Real para confirmar públicamente las concesiones hechas a los rebeldes, esto es la expulsión del ministro Esquilache y de las odiadas Guardias Valonas, la supresión de la Junta de Abastos y la rebaja del precio de ciertos productos de primera necesidad, la liberación inmediata de todos los detenidos durante el tumulto y la concesión de un perdón general para cuantos habían participado en los mismos, y ¿cómo no? “que todos vistamos a nuestro gusto”, como rezaban las peticiones que le había hecho llegar la multitud a través de un fraile franciscano del convento de San Gil.

La historiografía tradicional aceptó, en términos generales, la tesis de la conspiración antigubernamental cuidadosamente planeada por miembros de las clases privilegiadas que tratarían de sacar provecho de la muchedumbre, hambrienta y xenófoba, ofendida por la obligación de cortar capas y sombreros (...) José Miguel López García se opone a estas interpretaciones y analiza el conflicto utilizando un enfoque sociocultural, similar al que emplean Georges Rudé y E. P. Thompson para estudiar los disturbios urbanos del siglo XVII


Restablecida la situación y encaminadas hacia Madrid buena parte de las tropas de la periferia, el nuevo gobierno cuyo hombre fuerte era el Conde de Aranda, procedió en los meses de verano y otoño a desvirtuar, cuando no a suprimir directamente, buena parte de esas concesiones. Pero el marqués de Esquilache nunca regresó a la Corte. Para el pueblo llano aquellos días de la Semana Santa de 1766 quedarían en el recuerdo como el momento en el que gobernaron la Ínsula Barataria.

Pese a que los primeros informes indicaban que “el alboroto fue movido por la gente más despreciable de la ínfima plebe, sin que la nobleza tomase parte ni tuviese anterior noticia”, los ministros ilustrados de Carlos III se esforzaron en encontrar a los instigadores ocultos. En parte porque desconfiaban de la capacidad organizativa de ese pueblo a cuyo progreso dedicaban todos sus desvelos (pero sin contar con él), en parte porque la ocasión era propicia para deshacerse de algunos enemigos. En primer lugar de los jesuitas. Ningún miembro de la orden fue juzgado por hechos relacionados con el motín contra Esquilache, pero el gobierno aprovechó la ocasión para expulsar a una congregación que, debido a su voto especial de obediencia al Papa, constituía un Estado dentro del Estado y se oponía la política regalista de la Corona. También de algunos nobles que, probablemente, más que instigar, creyeron poder sacar provecho de las algaradas, como el marqués de la Ensenada, desterrado a Medina del Campo.

La historiografía tradicional aceptó, en términos generales, la tesis de la conspiración antigubernamental cuidadosamente planeada por miembros de las clases privilegiadas que tratarían de sacar provecho de la muchedumbre, hambrienta y xenófoba, ofendida por la obligación de cortar capas y sombreros e incapaz de ver los beneficiosos efectos de tan bienintencionada e ilustrada normativa. El profesor José Miguel López García se opone a estas interpretaciones y analiza el conflicto utilizando un enfoque sociocultural, similar al que emplean Georges Rudé y Edward Palmer Thompson para estudiar los disturbios urbanos del siglo XVII. Para él, el motín madrileño de 1766 constituyó un movimiento esencialmente popular obra de criados, artesanos, albañiles y jornaleros, que, a su juicio, son los únicos que aparecen reflejados en las fuentes documentales directas (por ejemplo, en la fe de hospitales de 24 de marzo de 1766).

Para el autor, el motín contra Esquilache sería uno más de los cientos de motines urbanos de la Europa de finales del Antiguo Régimen, protagonizados por una multitud que emprende una serie de acciones, muchas veces cargadas de simbolismo, a fin de negociar con las autoridades unas peticiones que fundamentan en el buen gobierno y el bien común


Para comprender las causas profundas de ese movimiento parte de un análisis de las condiciones de vida de los aproximadamente 150.000 moradores que tenía la ciudad en vísperas del motín, de los cuales cerca de la quinta parte correspondería a población flotante, que carecía de residencia fija en la ciudad. Una ciudad de inmigrantes expulsados del poco productivo agro castellano y que tratan de integrarse, cada vez con mayores dificultades, en una estructura económica fuertemente ligada a demanda de las clases privilegiadas que acompañan a la Corte: el servicio doméstico, la construcción, la producción manufacturera y la alimentación. A comienzos de la década de los sesenta el nuevo soberano, Carlos III, y su favorito, don Leopoldo Di Gregorio, marqués de Squilache, deciden acometer un ambicioso plan de policía urbana para transformar Madrid en una corte limpia, ordenada y segura, con alcantarillado, calles empedradas y bien iluminadas por las cerca de 4000 farolas, los esquilaches, que fueron instaladas en 1765.

El autor analiza con detalle el malestar que provocan estas medidas en el pueblo llano. Si los madrileños lloran cuando se les lava la cara, es sobre todo porque la limpieza les resulta muy cara. Al incremento de la presión fiscal hay que sumar la subida del precio de los combustibles, de las velas de sebo con que funcionaban las farolas y del aceite de oliva, ya de por sí caro por la malas cosecha de ese año, que dejaron muchos hogares humilde a oscuras. La mismas capas que Esquilache (y por cierto, muchos otros ministros del siglo XVIII antes que él) pretendía cortar, constituían buena parte de su escasas fortunas, como bien sabían, los capeadores, los ladrones especializados en robarlas.

En definitiva, para el profesor José Miguel López García, el motín contra Esquilache sería uno más de los cientos de motines urbanos de la Europa de finales del Antiguo Régimen, protagonizados por una multitud que emprende una serie de acciones, muchas veces cargadas de simbolismo, a fin de negociar con las autoridades unas peticiones que fundamentan en el buen gobierno y el bien común. A su juicio sólo quienes desconocen el funcionamiento de las corporaciones de oficios y las numerosas hermandades de las ciudades precapitalistas (para organizar, por ejemplo, las procesiones de Semana Santa) pueden sorprenderse de la capacidad de las clases populares urbanas para actuar de forma coordinada frente a lo que consideran una injusticia.
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