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viernes, 17 de septiembre de 2010
Memorias del futbolista Zarzamora: fútbol y literatura (2)
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[5925] Comentarios[0]
En el mes de julio de 1923, el periódico santanderino “La Atalaya”, puso en marcha el proyecto de publicar una novela compuesta por treinta capítulos, cada uno de los cuales sería redactado por un escritor vinculado de alguna manera al diario. La dirección del proyecto no puso ninguna traba a la imaginación de los colaboradores, pudiendo cada cual sumar los lances y las peripecias que juzgase oportuno, siempre, claro está, que lo añadido no hiciese perder el hilo del asunto


 

Juan Antonio González Fuentes

[SE RECOMIENDA VER ANTES: Memorias del futbolista Zarzamora: fútbol y literatura (2)]

A continuación voy a comenzar la lectura del capítulo III de Las Memorias del futbolista Zarzamora, capítulo titulado “Una carta perturbadora”, y en el quedan desgranados algunos de los lugares comunes que hoy, curiosamente, siguen formando parte importante de lo que podríamos llamar la prosa futbolística (cuentos, reportajes periodísticos, etc…), es decir, el entrenador más o menos despótico, el “clima” del vestuario, los miembros de la junta directiva, los entrenamientos, las denominadas “actividades culturales” en torno al mundo del fútbol (conferencias, etc…), la dieta, las mujeres hermosas pululando en torno de las estrellas, el uso recurrente de anglicismos, los periodistas deportivos, la conformación de los héroes futbolísticos, etc, etc… Todo un mundo no muy distinto en lo esencial a lo que hoy nos podemos encontrar, que es tratado por el poeta Ciria, hace casi 90 años, con una entretenida ironía que quiero compartir ahora con todos.

José de Ciria y Escalante (1903-1924)

José de Ciria y Escalante (1903-1924)

Memorias del futbolista Zarzamora. Una carta perturbadora (1923)

“Desde el momento mismo que pisé la estación de la nobilísima, heroica y deportiva ciudad castellana, caí bajo la jurisdicción de mister Harris, entrenador del Robustick-Club, un inglés de pelo rubio azafranado y vivísimos ojos azules, en cuyo semblante dulce y sonriente no se podía adivinar el inflexible rigor y la energía extraordinaria que en el cometido de su trascendental misión empleaba.

-Bien venido, muchacho -dijo, estrechándome la mano con efusión, apenas descendí del tren, y en un acento imposible de reproducir, que más le denunciaba por vecino de Baracaldo o de sus alre­dedores que por hijo de la Gran Bretaña-. Me han dado los mejores informes de ti y me produce una satisfacción vivísima que vengas a reforzar el equi­po confiando en mi dirección. Supongo que estarás dispuesto a consolidar tu fama de gran jugador, ¿no es verdad, Zarzita? Ahora, en estos días que faltan para el partido, es imprescindible un entrenamiento metódico y constante, tienes que cono­cer el juego de los que van a ser tus compañeros, en una palabra, es absolutamente necesario que llegues a entenderte con ellos; de no hacerlo, fra­casaríamos irremisiblemente. Además el tren des­gasta mucho y es forzoso que recuperes lo perdi­do en el viaje.

-No me lo harás bueno -pensé para mí, recor­dando los cincuenta duros que, jugando a las sie­te y media en el vagón, me había llevado la noche anterior un joven albista que subió a mi departa­mento en Valladolid y venía a Valdehígados a hacer propaganda electoral.

-Pues ya lo sabes, Zarza -continuó mister Ha­rris- desde ahora mismo quedas bajo mis órdenes, y supongo que para bien de todos las cumplirás fielmente. ¿Entendido?

-Entendido -contesté de mala gana, molestado por el tuteo repentino y sobre todo por el diminu­tivo con que me denominaba aquel señor la pri­mera vez que nos veíamos y cuando no habíamos cruzado siquiera cuatro palabras.

A partir de aquel momento, mister Harris, o mejor dicho Zuricalday, que este era su verdade­ro apellido, como pude averiguar luego, confir­mando mis sospechas, ya que se le había cambia­do de nombre y de nacionalidad por creerlo de mejor tono don Gaspar del Olmo y los demás miembros de la Junta directiva del Robustick-Club, Zuricalday, digo, desde el instante en que por vez primera puse el pie en tierra valdehigadense, se convirtió en mi sombra, no dejándome respirar tranquilo un sólo minuto. Y yo, que me ufanaba de haber conservado siempre mi independencia, sin que nadie hasta entonces hubiese logrado imponerme por la fuerza su voluntad; yo, que tenía la cabeza como una piedra, según escribió un cronista deportivo en un momento de entu­siasmo; yo, que en punto a testarudez nada tenía que envidiar a Chicuelo, quien allá en sus comien­zos de novillero se propuso tener pánico a los toros y ni una sola vez ha dejado de salirse con la suya; yo, indisciplinado por excelencia, me veía ahora transformado en un perrillo faldero, que iba y venía según el deseo de mi amo y señor, el entre­nador inglés nacido en Deusto.

¿A qué obedecía este cambio tan brusco en mi manera de ser? No lo puedo decir a punto fijo: tal vez el miedo que me producía pensar que había de vérmelas frente a un equipo famoso en Euro­pa, en un campo de primera categoría y ante uno de los públicos más entendidos y exigentes de España fuera la causa de que -¡cosa inusitada en mi vida futbolística!- me pasase doce horas al día haciendo flexiones, corriendo, saltando a la cuer­da y bailando el paso del camello con las hijas del señor del Olmo, Castita y Perfecta, danza que según decía Zuricalday era muy apropósito para hacer piernas.

Pero lo que más me irritaba, lo que me ponía fuera de mí, era el régimen de las comidas. Zuri­calday en este punto se mostraba inflexible.

Hazme caso, Zarzita -me decía a menudo- más daño hace una comida sin orden ni concier­to que una patada en la espinilla.

Recuerdo a este propósito que una noche los socios del Casino (donde solía ir a pasar el tiem­po los ratos que me dejaba libre el entrenamien­to) dieron una cena en mi honor, motivada por una conferencia que con el sugestivo tema Las posibilidades de football en Castilla la Vieja, había pronunciado aquella tarde en dicho centro. La comida, a la que asistía todo el elemento intelec­tual y deportivo de Valdehígados (y a donde con gran disgusto suyo y gran regocijo por mi parte no le fue posible asistir a mi odioso entrenador), transcurría a las mil maravillas.

El menú parecía hecho por alguien que cono­ciese muy bien mis gustos; en él se daban cita mis platos predilectos. Luego me enteré de que la viu­da de Macho, enterada, por las largas conversa­ciones que a diario sosteníamos de todas mis pre­ferencias, fue la que le había confeccionado. No quiero decirte, lector amable, lo que gozaría yo aquella noche en que, libre del inaguantable vas­co, pude dar rienda suelta a mi apetito, constreñi­do durante los días anteriores por las imposicio­nes higiénicas del manager que me había tocado en suerte.

Terminada la cena y cuando me dirigía al domicilio de don Gaspar del Olmo, rendido por el ejercicio del día y un poco mareado por las pro­longadas libaciones de la noche, me encontré a Zuricalday, quien con ojos que parecían dos hogue­ras y echando casi espuma por la boca me increpó:

-No me digas nada; estoy enterado de todo. Acaban de describirme el festín baltasariano a que os habéis entregado esta noche. La culpa, por supuesto, la tengo yo, que he consentido que aceptaras esa comida. Os habéis atracado de gra­sa, y lo que es peor, has comido callos... Parece imposible que no se te haya ocurrido que los callos son fatales para los futbolistas... ¿Y tú eras el que pretendías brillar en los campos de deporte... tú, desgraciado, que has echado a perder en una hora mi trabajo de diez días? ¡Quítate de mi vista si no quieres que...!

Y mordiéndose la lengua, dio media vuelta y se alejó en dirección contraria a la que yo iba deján­dome en el más completo de los ensimismamientos.

***

La víspera del encuentro entre el temible team hamburgués y el Robustick-Club, campeón de Valdehígados, equipo que había hecho célebre su nombre en toda la península por su formidable juego de pases cortos -pases de pitón a pitón, co­mo decía el revistero Penita a poco de cambiar el seudónimo que le hizo famoso en el mundo tau­rino por el de Penalty, con el que iba conquistan­do ya un puesto entre los cronistas deportivos de primera línea- de línea delantera, pudiéramos decir con más propiedad, tratándose de un teori­zante del foot-ball; la víspera, repito, del día en que el once valdehigadense, en cuyas filas forma­ría yo, ocupando el comprometidísimo puesto de medio centro, iba a luchar con el Imperial Muskulossen Bestialhessen, mis nervios, que habían sufrido una fuerte sacudida el día de mi entrada triunfal en la ciudad, me mantenían ahora en un continuo sobresalto, produciéndome un tic verda­deramente grotesco, que imprimía a mis caderas el movimiento de las de una rumbista, y era cau­sa de la hilaridad de todos cuantos me rodeaban.

Realmente había motivos más que sobrados pa­ra justificar el estado de mi organismo. Dentro de pocas horas se decidiría mi porvenir deportivo. Diez mil espectadores iban a estar pendientes de mis piernas, espiarían todas mi idas y venidas, no dejarían pasar movimiento mal hecho. Si triunfaba, si en la lucha con el formidable equipo teutón conseguía desarrollar el juego que en otros partidos de menor importancia electrizó a los aficionados en mi rápida ascensión a as... España entera, que esperaba anhelante el resultado del partido, repe­tiría mi nombre con orgullo, y yo, Zarzamora, el desde ese momento glorioso Zarzamora, entraría a formar parte del grupo de los ídolos populares. Pero si fracasaba, si los aplausos soñados se con­vertían en estrepitosa pita, si los espectadores se arrojaban al campo para desengañarme de que mis piernas eran una cosa insignificante y que ni siquiera servía para poner las medias a Mulafalsa, el jugador favorito a quien sustituía..., entonces, no quería ni pensarlo, sería espantoso, abrumador, imposible de soportar. Antes de que esto ocurrie­se, prefería mil veces la muerte.

***


En la parte alta de la ciudad, lugar por donde el barrio aristocrático extendía sus señoriales man­siones, y frente a la suntuosa morada de don Gas­par del Olmo, el Casino de Valdehígados ocupaba un enorme caserón de piedra amarillenta, en una de cuyas fachadas podían verse los restos enne­grecidos de un escudo.

El Casino era orgullo de los valdehigadenses. Se enseñaba a los forasteros con el mismo silen­cioso respeto y muda admiración que si podía librarse de recorrer sus estrechos y oscuros pasi­llos de paredes verdosas, adornadas por innume­rables lienzos, dignos de ser purificados por las llamas, para castigo y escarmiento de sus autores. El Museo era el nombre con que se conocían en el pueblo estos lúgubres corredores, y en ellos esta­ban representados largamente todos los artistas locales.

Terminado el entrenamiento de aquella tarde, Dimitas, Zuricalday y yo fuimos, siguiendo la cos­tumbre de otros días, a jugarnos una partida de carambolas.

En el vestíbulo, junto a una mesa y con la cara de pocos amigos en él característica, estaba el con­serje; apenas nos vio aparecer por la puerta vino hacia nosotros, y dirigiéndose a mí, dijo, al mismo tiempo que ponía en mis manos un sobre azul, con ribetes dorados, que se me antojó de un gus­to detestable:

-La doncella de doña Agripina acaba de traer esta carta para usted.

Zuricalday y Dimitas cruzaron una mirada sig­nificativa y en sus labios vi dibujarse una sonrisa maliciosa.

Yo -lo confieso ingenuamente- que no estaba acostumbrado a que me escribiese ninguna seño­ra, a no ser la autora de mis días, no pude evitar que la sangre se agolpase en mis mejillas... Estaba seguro de que en aquellos momentos una ama­pola hubiera parecido anémica a mi lado.

Con la mano trémula rompí el sobre, en cuyo lema se enroscaban como culebras dos iniciales: A. O. (Agripina Orozco, no cabía duda). La carta decía así:

Zarzamoríta, usted que es tan bueno ¿querrá hacerme el favor de pasar esta tarde por esta su casa? Tengo necesidad y urgencia de hablar a solas con usted. Le espera impaciente su admira­dora, Agripina”.

¿Qué significaba aquello? ¿Qué tendría que decirme la opulenta viuda de Macho, para justifi­car tanto misterio? ¿Estaría acaso enamorada de mí?... ¿Sería aquella carta la primera página de mi historia galante, aún inmaculada?... Yo -a pesar de mi poca práctica en esta clase de encuentros- había notado ciertas insinuaciones, ciertas mira­das... que me lo hacían sospechar. Pero, en fin, pronto saldría de dudas... ¡Y Agripina, como gua­pa, era guapa de veras; y estaba mejor formada que un piquete de alabarderos!

***


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NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, creación, historia, artes, música y libros) como cronológicamente.


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    Lola López Mondéjar: Lazos de sangre (reseña de José Cruz Cabrerizo)
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