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Helena Junyent (foto de Jesús Martínez)

Helena Junyent (foto de Jesús Martínez)

    AUTORA
Helena Junyent

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Vilafranca del Penedès (Barcelona, España), 1947

    BREVE CURRICULUM
Combina alternativamente la pintura y la poesía. Es autora de doce libros




Opinión/Entrevista
Entrevista a Helena Junyent, autora de El cuerpo adivinado
Por Jesús Martínez, viernes, 3 de septiembre de 2010
El Ángel

El repartidor de Celio Preimpresión, la imprenta con la que trabajamos, es un tipo peculiar, con una cara mustia de algarrobo y un corpachón serrado por sus costuras. No dice nada, no muestra el menor signo de interés, no atiende. Si uno procura darle charla para romper el hielo, se queda con la palabra en la boca. Gael llega con una camioneta blanca pobre en octanos con la que hace el reparto de los pedidos. Trae una caja sin nombre y unas cajas con el nombre de Te compraré unas babuchas morunas, la saga de una familia de campesinos de Sierra Morena. Una novela inquietante, absorbente, que a mí me recuerda la prosa desbordada y agradecida de Ana María Matute, a quien imagino con una máquina de escribir, deletreando sus perezas para mantenerse despierta y distraída.
—No suba a la acera, que la acaban de cementar y se rompen las baldosas.
Un cartel lo deja bien claro.
Ni puto caso. Gael sube, echa marcha atrás, se lleva una de las vallas, y mi pie, a punto de caer bajo el peso de su locomoción.
Descargar 27 cajas con 18 libros cada una da para, cuanto menos, intercambiar tonterías y banalidades del estilo “qué frío que hace” y “¿se quedará por aquí estas Fiestas?”. Ni eso. Gael, con su infantil y honorable rudeza, que me recuerda los pasos torpes de los Geganters de Sants, se mete en la furgo, sin despedirse, y arranca y hace dos maniobras que los operarios marroquíes observan callados, resignados, indiferentes ante la salud de su obra, que será de todo menos imperecedera.
Cuando llegó Gael, yo contestaba un mail de Pili García, una muchacha de Lleida tan salada como el mar. Y a partir de ahí, el camarote de los hermanos Marx. Llegaron más fardos, y con los paquetes de cartón piedra, Pepa Cantarero, la autora de las babuchas, con su prole: su hijo Cristian y su hija Jade, un nombre de esmeralda, verde como la cubierta de su madre (la contracubierta la redactó ella). Y llegó Eudald Escala, que me traía una nueva lectura de Leonard Cohen: Conversaciones con un superviviente, de Alberto Manzano. Y cuando ya todos estábamos de pie porque el espacio de ratonera se estrechaba cada vez más, entró José Enrique Martínez, el arcabuz de los carenianos, a quien yo asocio con los barbudos de La Habana, armado con la alabarda de su pluma y siempre con sus digresiones de términos marxistas y con la salvedad de su autocrítica “constructiva-discursiva”.
José Enrique, autor de Un extraño viaje, portaba un ejemplar de su obra con la numeración descontrolada: después de la página 106 se volvía a la página 101. Días atrás, en la revisión de las galeradas, descubrimos un fallo garrafal, que a mí me parecía tan divertido como conveniente: “Creo que si no lo tocamos se venderán más libros”. La portada titulaba: Un exraño viaje. Y la palabra caló en Carena: “Sí que es exraño, sí”.

Las guirnaldas de un deseo

Gael volvería por la tarde para traer El cuerpo adivinado, la poesía desnuda hasta la cintura: “El cuerpo adivinado no explica, no aclara, expone que la poesía es otra cosa: un aliento que vibra, un ‘algo’ que se presenta como existencia de un cuerpo y aplicación de este a su lugar de conciencia”, pone en el prólogo.
El cuerpo adivinado, las guirnaldas de un deseo irremplazable, provoca un revuelo de versos con palabras y de palabras sin verso. La pintora-poetisa Helena Junyent (Vilafranca del Penedès, 1947), su autora y benefactora, ha publicado el libro aún convulsa por los cataplasmas del amor sometido a reglas. Se trata de unos ochenta poemas de breve recorrido y honda crítica, con formas rompedoras y ensoñaciones que van desde los “yo-entusiasmo” y “ Si valorar corresponde a medir, medir por medir ¡midamos!” hasta los encabalgamientos ásperos y astrosos del “justo ahí / donde el sí y el no / luz no se necesitan”.
Dos ángeles embrollan a Helena: un Ángel Rojo, demonio seductor, y un Hombrecito de Blanco. El señor con cuernos y rabo concede primacía a la pintura, a las paletadas de colores que se clavan en el corazón como las chinchetas y que le extraen a uno la sangre como esos dibujos pirograbados por la sanguina de las sanguijuelas. No en vano, clama al cielo. Por el contrario, el ángel bueno le llena de pájaros la cabeza con el lied de sus cantos y sus rimas desprovistas de sentido. El Ángel de Blanco de Algodón revolotea en círculos concéntricos por las viejas glosas de imberbes griegos.

Helena nació con el Ángel Rojo, con el diablillo de la pintura. Rojo, cáustico, disoluto.
“Lo mío era el Color traducido a la Forma: pintura, dibujo, mosaico, grabado...”, desmenuza su pasado, distraída cuando quiere, envuelta en un aura de solvencia que sólo he visto en Pepa Cantarero (con quien comparte el mismo pelo de la Transición) y en Jane Austen. “Desde que era niña tuve claro que lo mío era pintar. Ya en la escuela siempre estaba en la luna, en Babia, absorta con la invención de posibles imágenes.”
En algún momento a los colores se les deshizo la compostura, y su arte, expresionista, no figurativo, pero sí equilibrado y con connotaciones figurativas, se le vino encima como una mole, del mismo modo que a Goya le pudo sus Pinturas Negras. Entró en una crisis creativa con los pies descalzos, desvalida, confusa, y, en medio de la gruta de la muerte-en-vida, se dejó caer, confusa, desvalida, descalza. Fue en 1997, y su coco no paraba de dar vueltas y vueltas y vueltas y más vueltas...
El Angelillo Bueno de la Poesía, blanco, chulapo, enguantado, se le apareció sobre el hombro derecho, tocado con una chistera de himnarios y sosteniendo una cítara para cantar sobre las olas de su desgracia. Y le convenció. Helena, sin ser diletante en gramáticas, se apuntó a un taller de literatura, escribió como un chef innovador en su cocina, echando un poquito de azafrán de más para ver a qué sabe, y las expresiones jugosas y mordientes que salieron de su nueva experiencia la iluminaron de nuevo.
En la finca del centro cívico de Can Deu se apuntó al concurso anual de los Jocs Florals, y ganó La Flor Natural con una poesía amorosa, exponente de un amor más que cribado, triturado. Luego le siguieron otros laureles; el último, el Premio de Poesía Tomás Morales. “Desde entonces no he parado de escribir y llevo 12 libros, prácticamente uno por año”, cuenta, convertida ya en el monolito de las ánimas del limbo que tropiezan cuando se buscan a sí mismas. “No sigo las normas de la poesía clásica, ni el soneto ni la rima. Lo que busco es otra cosa.”
Espoleada por el Ángel Blanco (blanco, chulapo, enguantado), emisario de la Poesía, que le chivaba en los descansillos de la escalera las estrofas ditirámbicas de la mística y las profecías, se zambulló en una literatura molida por su propio revulsivo, pero vigorosa y fresca como una rosa.
Se matriculó en l’Escola d’Escriptura de l’Ateneu Barcelonés, y cumplió los tres cursos de rigor. “El profesor Francesc Parcerisas me enseñó muchísimo, me hacía muchas preguntas. Quería saber si mi poesía respondía a algo más que a una escritura automática, así como las razones que me impulsaban a transgredir la sintaxis, y otras cosas más...”
Durante cuatro años, ni tocó los pinceles. Pero el Diablo sabe más por viejo, y esperó paciente y atento. Un día, el Diablo, rojo, cáustico, disoluto, se le apareció sobre el hombro izquierdo, y le sopló al oído algo que le hizo cosquillas, todavía sin entender los puntos que escondía su manifiesto. De repente, Helena soltó el bolígrafo con el que escribía y saltó a la arena de los lienzos almacenados en su estudio, y chorreó témperas, y derramó óleos, y destiló ideas hasta la desembocadura de los marcos. Durante dos años, enajenada por las trazas de seductor del Ángel Caído, pintó como una posesa, esmaltada, furiosa, arisca. “Combinar pintura y poesía, las dos cosas a la vez, no puedo. O una o la otra”, le sale sin querer, como el suplicatorio desatendido del juez que dentro de sí le hurga. “Así, estuve dos años en los que no pude escribir nada. Sólo pintaba.”
Los cuadros los expuso en el Espai Cultural Pere Pruna, en Sarrià-Sant Gervasi.
Apenas sí rendido, el Ángel del traje de lino blanco, blanco, chulapo, enguantado, se le volvió a prender en el hombro derecho, y le recriminó que hubiera dejado de lado los serventesios, las liras y los hexámetros. Aun a pesar de haberlos repudiado de antemano por su ajustada y encorsetada métrica, Helena, arrepentida a medias, abandonó los tintes y el aguarrás y los pastiches, y se puso a escribir de nuevo con su bolígrafo preferido.
Encerrada en su cáscara de Calimero, los poemas le salían solos:
ante el legado
no dispongo
replico.

Leía, leía, leía como anteriormente le daba al coco vueltas y vueltas y vueltas. “Con Paul Celan me quedé absolutamente deslumbrada, me encantó el poder sugerente de su verso corto, roto, su sutileza, su manera de hacer, pero, sobre todo, y ante todo, ¡la forma!"
Helena Junyent ha sabido elegir muy bien sus lecturas: Góngora, Quevedo, Valente. Luego Vallejo, Lima, Jabès... Y, últimamente, Olvido García Valdés y Chantal Maillard: “Anduve por el dorso de tu mano, confiada, / como quien anda en las colinas / seguro de que el viento existe...”.
“Con ellos camino y con ellos voy al encuentro de mi voz”, dice Helena.

En este periodo, concibió El cuerpo adivinado:
si de una oleada mojas el aire
y su trazo no traspasa el vacío
no lee el agua

Y deseado el cuerpo, Helena se enzarzó con una historia que arrastraba durante cinco años, “un mamotreto que me ha dejado vacía”. Se trata de un libro de temática histórico-religiosa, con sus dudas, sus miedos, sus preguntas y, también, sus barbaries. “Es demasiado denso, caótico, descompuesto, indescriptible. Si algún día lo retomo y lo publico, tendrá muchísimos detractores, desbordados, saturados”, asegura.
El Diablo, rojo, cáustico, disoluto, muerto de celos, enfurruñado porque su disfraz no surtía el efecto que esperaba, vio la ocasión y se le volvió a manifestar sobre el hombro izquierdo, con el color intenso de la siega al rojo vivo. “Deshazte de él”, bisbiseaba el pequeño demonio con su marrullera sonrisa y sus centelleantes ojos.
En junio del 2009, Helena, hipnotizada como Woody Allen en El escorpión de jade, dio carpetazo al mamotreto: lo pisoteó, hizo de sus zigzagueantes líneas imposibles trizas, y se tiró a un mar de turbias acuarelas como una suicida se lanza al abismo desde un puente. “Tenía la necesidad de romper, de triturar más y más a través de la pintura, y me embarqué en un oleaje de pinceladas tortuosas y oscuras en las que el negro era la luz que me empapaba de Goya, de Saura..., a la vez que reciclaba la serenidad que siempre me ha transmitido El caballero de la mano en el pecho, de El Greco.”
Hace un mes que Helena, dual y controvertida, ha recuperado sus ganas de escribir. Sí. "Pero me he vuelto una pejiguera, reviso cada línea, cada palabra, cada espacio, letra por letra, una y otra vez... Como dijo Paul Valéry: ‘No hay obras terminadas, sólo obras abandonadas’."

Los pinceles la excitan. Le ponen. Le dan morbo al color de la escritura.
La poetisa-pintora Helena Junyent ha vuelto a acostarse con el cuerpo que, deseado, adivina su momento preferido.
El Maligno, rojo, cáustico, disoluto.
Venció el Maligno.
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