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Juan Domingo Perón (foto wikipedia)

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Carlos Malamud es Catedrático de Historia de América Latina de la UNED e investigador principal del Real Instituto Elcano

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Omar Torrijos (foto wikipedia)

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Fidel Castro

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Hugo Chávez (foto wikipedia)

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Análisis/Política y sociedad latinoamericana
Lugares comunes latinoamericanos: revolución y liberación
Por Carlos Malamud, viernes, 2 de octubre de 2009
Los conceptos de revolución y liberación se han constituido en elementos básicos del discurso político latinoamericano, con independencia de quien sea el emisor del discurso. Tanto para las izquierdas como para las derechas locales siempre hay algo o alguien de quien liberarse y siempre, también, hay una o varias revoluciones en marcha en alguno o algunos de los diversos países de la región. El problema radica en que ninguna revolución ha logrado imponer sus reivindicaciones, al tiempo que ya tenemos otra que la reemplace.
Las revoluciones en América Latina, tanto da si tienen como principal objetivo cambiar radicalmente las estructuras sociales, económicas o políticas dominantes, o para restaurar valores, ideas o instituciones dilapidados por gobiernos o elites corruptos, y por supuesto contrarios al verdadero interés nacional, no son patrimonio de ninguna idea política en concreto. Cualquier opción política o ideológica puede impulsar alguna revolución. De algún modo, el nacionalismo, muchas veces teñido de antiimperialismo, se ha convertido en el vector impulsor de buena parte de estos procesos, a partir de ideas claves como las de revolución nacional o liberación nacional. Estos conceptos están muy ligados a las luchas revolucionarias de las décadas de 1960 y 1970, posteriores a la Revolución Cubana, y por lo general se expresaron en esta época bajo la forma de lucha armada, bien en su vertiente de guerrilla rural o bien de guerrilla urbana.

En Argentina tuvo lugar en 1955 la llamada “revolución libertadora”, una síntesis dialéctica, en términos hegelianos, y superadora de ambas categorías (revolución y liberación), que ejemplifica buena parte de lo que aquí se quiere decir. La “libertadora”, como coloquialmente se la conocía, fue un golpe de estado militar contra el segundo gobierno de Perón, que contó con un cierto respaldo popular, en este caso concreto de los “gorilas”, que en la Argentina de entonces eran una cantidad nada desdeñable. Se trataba de liberar al pueblo argentino, según sus impulsores, del flagelo de la dictadura peronista, el modelo populista por antonomasia. Sin embargo, el resultado logrado fue el contrario del propuesto, toda vez que Argentina estuvo inmersa durante décadas en el enfrentamiento cainita que oponía a peronistas y antiperonistas.

En América Latina si algo no falta son revoluciones. Las hay de todo tipo, tamaño y color

Años más tarde, en 1966, los militares argentinos dieron otro golpe de estado, en esta oportunidad contra un gobierno radical, de Arturo Illía. Nuevamente, cómo no, tuvo lugar lo que sus impulsores creyeron que era una verdadera revolución y que se terminó convirtiendo en un esperpento antidemocrático. El proceso, no confundir con el que impulsó la dictadura militar entre 1976 y 1982, fue bautizado pomposamente como Revolución Argentina, una revolución que una vez más se proponía regenerar a la sociedad de la grave enfermedad que corroía sus entrañas, el peronismo. Era esta lacra, en palabras de los militares y los tecnócratas golpistas, la que evitaba marchar eficazmente hacia el venturoso futuro de progreso que, en algún lado debía estar escrito, correspondía al país. Sin embargo, como todavía se puede ver en Argentina, el fenómeno del peronismo sigue coleando, aunque con importantes contradicciones internas.

En esos años encontramos muchas más revoluciones en América Latina, todas de perfiles diversos, como fue el caso de la Revolución Nacionalista de Bolivia, de 1952, agrarista e indigenista, o el gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas peruanas, entre 1968 y 1975, con un discurso fuertemente nacionalista y desarrollista. No podemos olvidar la Revolución Panameña, cuyo líder máximo fue Omar Torrijos, artífice de la recuperación del Canal. Ahora bien, todas ellas, sean nacionalistas o liberales, de izquierda o de derecha, antiimperialistas o partidarias de los Estados Unidos, tenían un común denominador, y lo siguen teniendo: su absoluto desprecio por las formas y los valores democráticos. Cuando alguien apela a la revolución en América Latina, y en su nombre llama a la liberación, es porque esta impulsando un proyecto que intenta destruir las instituciones democráticas existentes, sea cual sea su grado de fortaleza o debilidad.

En América Latina si algo no falta son revoluciones. Las hay de todo tipo, tamaño y color. En sus orígenes fueron las revoluciones de independencia, a las que hoy se les quiere dar un tinte anticolonial, más propio de los procesos descolonizadores que a mediados del siglo XX cruzaron Asia y África, que de la realidad del imperio español en el siglo XVIII. En el siglo XIX las revoluciones políticas eran el pan de cada día, revoluciones que también se conocían como asonadas, pronunciamientos, levantamientos, o golpes de estado y que por lo general eran portadoras de un claro mensaje de restauración de los verdaderos, aunque generalmente inexistentes, valores republicanos. Por sus resonancias sonoras destaca la ecuatoriana Revolución Marcista (de marzo y no de Marx), de 1845.

Llamar la atención que el nombre de dos de los tres principales partidos políticos nacionales de México aluda a las raíces revolucionarias: el Partido de la Revolución Institucional y el Partido de la Revolución Democrática

En el siglo XX el abanico se hace más extenso y complejo. Por un lado tenemos un conjunto de las revoluciones triunfantes y exitosas (¿?), como la Mexicana, la Cubana o la Sandinista. Por el otro un conjunto de revoluciones actualmente en marcha, como la Bolivariana, en Venezuela, la Indigenista o plurinacional, en Bolivia, o la ciudadana, Ecuador, todas ellas de común denominador populista y estatista. En el medio encontramos una gran variedad de revoluciones de todo tipo, muchas de ellas con un subido matiz folclórico, que a veces se transforma en esperpento. México fue la patria de la gran revolución latinoamericana del siglo XX, aunque muchos insisten en la superioridad moral o ética de la Cubana, un tema que de momento ni siquiera los escritos cotidianos y virtuales de Fidel Castro logran dilucidar. Ahora bien, no deja de llamar la atención que el nombre de dos de los tres principales partidos políticos mexicanos de ámbito nacional (PRI y PRD) aluda a sus teóricas raíces revolucionarias: el Partido de la Revolución Institucional y el Partido de la Revolución Democrática.

En muchas de las revoluciones populistas de nuestros días, cuyos países y dirigentes están afiliados al ALBA (Alianza Bolivariana de las Américas), se ha dado un giro significativo en la retórica. La revolución ya no es sólo nacional sino que es continental, siguiendo la estela de un proyecto erróneamente atribuido a Simón Bolívar. En la época de la Tricontinental, Fidel Castro y Ernesto Guevara pretendían exportar su revolución al resto del continente. Hoy hay un solo programa, el bolivarianismo, como ha quedado de manifiesto en los numerosos Congresos Anfictiónicos que se han celebrado en el pasado inmediato o en muchas de las cumbres del ALBA. Pero el modelo cubano sigue pesando. Esto se puede ver con los diversos intentos de replicar, más o menos textualmente, los comités de defensa de la revolución (CDR). Se trata de órganos teóricamente de base destinado a guardar las esencias revolucionarias, a defender la ortodoxia y, sobre todo y por encima de cualquier otra consideración, evitar la traición mediante la delación y el control de los elementos más díscolos.

Pese a la radicalidad de los mensajes, y de las promesas de los líderes más diversos de profundizar en la revolución, por supuesto que en la verdadera revolución, estamos frente a fenómenos de muy difícil definición

En febrero de 2009, en la conmemoración de la batalla de Ayacucho, un Rafael Correa exultante, rodeado de Hugo Chávez y Daniel Ortega, proclamó a los cuatro vientos: “Los pueblos latinoamericanos seguiremos invencibles... ¡la revolución latinoamericana jamás dará un paso atrás y venceremos!”. La idea de revolución suele estar asociada a la de liberación, de ahí que se hable de los 500 años de dominación colonial, o de los 200 años de dominio oligárquico. Desde esta perspectiva, la proximidad con los bicentenarios de las independencias es una oportunidad excepcional para insistir en el discurso de la liberación, intentando sacar un buen rédito político del mismo.

Sin embargo, y pese a la radicalidad de los mensajes, y de las promesas de los líderes más diversos de profundizar en la revolución, por supuesto que en la verdadera revolución, estamos frente a fenómenos de muy difícil definición. De momento, y más allá de la retórica, es difícil saber qué es la revolución bolivariana, o la revolución ciudadana ecuatoriana o la revolución plurinacional, básicamente indigenista, que estaría teniendo lugar en Bolivia. ¿Se trata, como se dice actualmente, de empoderar a las clases populares, a los sectores subordinados? ¿O, de otro modo, la idea pasa por la construcción del socialismo del siglo XXI, que sería el objetivo último de la revolución? Hasta ahora lo que más reluce es el tradicional caudillismo latinoamericano y el sempiterno proyecto estatista que permite el mejor control de los recursos públicos por parte de los gobernantes.

Cada caudillo que llega al poder debe hacerlo con un proyecto fundacional, que parta de cero. Si el proyecto incluye una reforma constitucional que otorgue un claro marchamo personal a la nueva etapa tanto mejor

La pregunta que uno tiende a hacerse en estas circunstancias es el porqué del éxito persistente del discurso revolucionario. De las distintas acepciones de revolución que proporciona el Diccionario de la Real Academia Española (20ª edición, 1984) las siguientes son las que podrían aplicarse a la realidad latinoamericana: 2ª: “Cambio violento en las instituciones políticas de una nación”; 5ª (fig.): “Mudanza o nueva forma en el estado o gobierno de las cosas”; 6ª, “Movimiento de un astro en todo el curso de su órbita” y 8ª, “Giro o vuelta que da una pieza sobre su eje”.

Teniendo en cuenta la fuerte tendencia existente en buena parte de la región de hacer tabla rasa con el pasado ante cualquier cambio de gobierno, o de reinventar permanentemente la rueda, me parece que las definiciones más aplicables para analizar lo que ocurre actualmente son las 6ª y 8ª. Cada caudillo que llega al poder debe hacerlo con un proyecto fundacional, que parta de cero. Si el proyecto incluye una reforma constitucional que otorgue un claro marchamo personal a la nueva etapa tanto mejor. De este modo lo nuevo siempre es mejor que lo pasado, donde es prácticamente imposible encontrar enseñanzas de utilidad para el futuro. Lo que ocurre, y es lo lamentable del caso, es que por esta vía es imposible acumular absolutamente nada. No se puede acumular capital físico ni humano, ni se puede acumular construcción institucional. Tampoco se pueden consolidar una cultura política democrática, favorecedora de las libertades individuales.
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