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Evo Morales

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Carlos Malamud es Catedrático de Historia de América Latina de la UNED e investigador principal del Real Instituto Elcano

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Fernando Lugo

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Hugo Chávez

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Néstor Kirchner

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Carlos Menem

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Tabaré Vázques

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Rafael Correa

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Análisis/Política y sociedad latinoamericana
Lugares comunes latinoamericanos: esa infinita sed de poder... y por mantenerse en él
Por Carlos Malamud, lunes, 2 de febrero de 2009
Cuando Evo Morales señala que ha llegado al palacio presidencial para quedarse toda la vida, cuando Fernando Lugo afirma que si la mayoría lo quiere y las leyes lo permiten aspirará a la reelección, o cuando Hugo Chávez impone la votación de una enmienda constitucional para ser reelegido hasta que se canse no sólo están expresando puntos de vista individuales, y por tanto discutibles, sino también se están dando pasos irreversibles hacia el autoritarismo. La democracia es la expresión de la voluntad popular, como sostienen acertadamente éstos y otros mandatarios, pero también es la plena vigencia de reglas de juego claras y contundentes, que impidan la entronización de los electos y un uso espúrio del poder.
No hay nada peor para las democracias latinoamericanas que la llegada al gobierno de hombres (o mujeres) que se creen predestinados y piensan que sin ellos el futuro de su país es el desastre. Sólo ellos están en condiciones de impulsar los cambios fundamentales que se requieren. Este defecto no es patrimonio exclusivo de aquellos presidentes que hoy pueden ser definidos como populistas, muy por el contrario, cruza de forma permanente y profunda las fronteras políticas e ideológicas y afecta tanto a la izquierda como a la derecha, a los más liberales o los más conservadores, convirtiéndose en una mala señal de lo que ha sido la política regional.

A esto hay que agregar la diferencia que se establece entre gobierno y poder. Con el gobierno sólo se puede gobernar, y poco, dados los numerosos condicionantes que establecen los distintos grupos de presión, las elites o, peor aún, las oligarquías. Para hacer cosas, para cambiar la sociedad, es necesario conquistar el poder, o construir poder, en la novísima acepción de Néstor Kirchner. Sin poder cualquier gobierno está a merced de sus enemigos. En 1973, los peronistas de entonces tenían muy clara la distinción existente entre ambos conceptos y así acuñaron la consigna de “Cámpora al gobierno, Perón al poder”.

Es tal el desprecio por las leyes y las normas que lo normal en los últimos 20 años ha sido cambiar las reglas de juego, a mitad del partido, en beneficio de quien impulsa los cambios

Es tal el desprecio por las leyes y las normas que lo normal en los últimos 20 años ha sido cambiar las reglas de juego, a mitad del partido, en beneficio de quien impulsa los cambios. Si a ello sumamos la presencia de otra tendencia omnipresente en la región, que lleva a la necesidad perentoria de descalificar a todos los predecesores y pensar que la originalidad que vale es la que uno aporta, y además es intransferible, la evidencia del despropósito es manifiesta. Esto se entronca con lo que podríamos definir como el síndrome de la reinvención permanente de la rueda.

A principios de la década de 1990 el entonces presidente argentino Carlos Menem tuvo la genial idea de modificar la Constitución para permitir la reelección presidencial constitutiva durante dos mandatos. No era algo original, ya que en 1949 Juan Domingo Perón impulsó una iniciativa similar. Aupado en sus éxitos económicos y en el respaldo popular, Menem jugó fuerte y ganó. Su ejemplo no fue patrimonio sólo de los peronistas o populistas. Un político libre de tales sospechas, como Fernando Henrique Cardoso cayó en la misma trampa y modificó la Constitución brasileña de forma de poder ser reelegido. Algo similar ocurrió con Álvaro Uribe en Colombia. República Dominicana, Perú, Venezuela, Bolivia o Ecuador siguieron el mismo camino.

Ningún presidente en ejercicio fue capaz de decir que la reelección es necesaria y vamos a cambiar la Constitución para hacerla posible, pero la medida comenzará a regir a partir de la siguiente elección, de la que yo no me beneficiaré

No se discute aquí la validez ni los méritos de la reelección. Lo que se pone en cuestión es el escaso respeto por las normas observado a lo largo y ancho del continente. Ninguno de los presidentes en ejercicio fue capaz de decir algo así como que la reelección es necesaria y vamos a cambiar la Constitución para hacerla posible, pero la medida comenzará a regir a partir de la siguiente elección, de la que yo no me beneficiaré. Al revés, algunos presidentes, como Menem o Fujimori, intentaron forzar la interpretación en aras de ser re-reelectos. La única excepción remarcable, y es un mérito que le honra absolutamente, es la de Lula, que pudiendo, por el gran respaldo popular que tiene, modificar la Constitución brasileña para aspirar a un tercer mandato, se resistió a hacerlo. También en Chile a nadie se le cruzó por la cabeza, quizá por las dificultades que implica, impulsar un cambio semejante. Por el contrario, en Uruguay, Tabaré Vázquez coqueteó más de una vez con la idea, aunque finalmente las aguas volvieron a su cauce.

A su regreso del Foro Social Mundial, celebrado en Brasil a fines de enero de 2009, donde compartió mesa con sus colegas Lula da Silva, Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, el presidente paraguayo y ex obispo Fernando Lugo dijo que si “Si la mayoría [del pueblo paraguayo] que vive en democracia así lo dice y las leyes de Paraguay [lo] permiten, podría ser” que se presentara a la reelección. De este modo se contradijo a si mismo, ya que siempre sostuvo que no le interesaba en absoluto su reelección. En esta oportunidad también afirmó que “en democracia hay que respetar lo que dice la mayoría y no solamente un grupito de políticos que quiere manipular al poderoso pueblo paraguayo”. De esta forma, Lugo hizo lo mismo que su predecesor, el tan denostado por él y los suyos Nicanor Duarte Frutos.

Se juntan dos tendencias contradictorias que hablan del papel central y marginal al mismo tiempo que tiene la ley en los sistemas políticos latinoamericanos

Cuando llegó a la presidencia en 2003, Duarte Frutos juraba que lo que más quería era “que cuando deje el poder pueda por lo menos regresar a mi casa sin haber defraudado a mi patria y defraudado a mi familia” y que la “reelección no era una obsesión para el Presidente”. Posteriormente cambió de opinión y dijo: “La reelección es una institución que figura en todas las democracias, desde México hasta la Patagonia. ¿Cuál es el problema?, si finalmente el pueblo tiene que decidir si vale o no vale la reelección”. Más allá de que la Constitución mexicana no contempla la reelección, lo que salta a la vista es el escaso valor de las manifestaciones de algunos políticos latinoamericanos. Por supuesto que en otras regiones del mundo ocurre algo similar, pero aquí se acompaña con el desprecio a las normas y las leyes.

Jornadas antes del referéndum constitucional en Bolivia, que debía aprobar el nuevo texto legal, que entre otras tantas innovaciones incluía la posibilidad de una sola reelección, Evo Morales dijo de forma rotunda: "Por más de 500 años hemos esperado y al fin hemos recuperado el Palacio (de Gobierno), no somos inquilinos. Eso es para toda la vida". Esta idea de ocupar el poder “para toda la vida”, como si la alternancia no existiera, fue acompañada de otras dos ideas. La primera, “no estamos de paso”, hemos llegado para quedarnos, y la segunda, no hemos ocupado nada que nos fuera ajeno sino que "Hemos recuperado lo que nos correspondía".

Se juntan aquí dos tendencias contradictorias que hablan del papel central y marginal al mismo tiempo que tiene la ley en los sistemas políticos latinoamericanos. Por un lado, respondiendo a la vieja matriz ibérica, que vale tanto para Brasil como para las ex colonias hispanas, la Constitución es el eje central en torno al cual gira la vida pública. Sin embargo, para que la centralidad sea absoluta lo mejor es que cada nuevo gobernante le otorgue su sello personal y para ello hay que elaborar un nuevo texto. Por el otro, la pervivencia del viejo aforismo de “se acata pero no se cumple” nos indica que las leyes son sólo una formalidad que no debe interferir en la relación entre el dominante y los dominados. De ahí el lugar secundario que en la mayor parte de los países tienen las instituciones y de ahí, también, el escaso énfasis que se pone en la construcción institucional.
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