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Joseph Alois Schumpeter: Capitalismo, socialismo y democracia (1942)

Joseph Alois Schumpeter: Capitalismo, socialismo y democracia (1942)

    NOMBRE
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya), 1951

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Además de sus libros, entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco", un análisis de las implicaciones económicas de una hipotética independencia del País Vasco



Karl Marx: El capital (1864-1877)

Karl Marx: El capital (1864-1877)

Karl Marx: Grundirsse (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) (1857-1858)

Karl Marx: Grundirsse (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) (1857-1858)


Tribuna/Tribuna libre
La crisis, Zapatero y el fetichismo del dinero. Una nota sobre los Presupuestos del Estado
Por Mikel Buesa, martes, 4 de noviembre de 2008
No hace muchos días, en el marco de una ronda de conversaciones con los portavoces de los partidos políticos parlamentarios acerca de las recientes medidas adoptadas por el Gobierno para afrontar la crisis financiera, el presidente Rodríguez Zapatero fue interrogado por Rosa Díez acerca de las ideas que tenía para abordar también la crisis del sector real de la economía. Circunspecto y con convicción, Zapatero respondió: «¡Desengáñate, Rosa —porque el presidente, fuera del hemiciclo del Congreso, aunque pueda parecer sorprendente por cómo la trata dentro de él, llama por su nombre a la líder de UPyD—: el único sector real es el dinero!». La anécdota viene a cuento porque por fin encontramos expresada en ella, con nitidez, la razón última, el pensamiento profundo que inspira la visión que el presidente tiene de la economía y de la política económica.
El de Zapatero es el que, parafraseando a Marx —don Karl, no se confunda el lector con ese otro gran intelectual que fue don Groucho, aunque tal vez por reducción al absurdo pudiéramos creer que han sido los galimatías y extravagancias de este último, los que inspiran al primero; o sea, a Zapatero— podríamos considerar como el fetichismo del dinero. «Desengañaos —parece querer decirnos— todo en la economía y en la política, lo único real, es el dinero». Por cierto, que fue el mismo Marx el que observó en sus Grundrisse que «el dinero es como el carnicero de todas las cosas, como Moloch al cual todo es sacrificado», para añadir más tarde que «el dinero se vuelve de improviso en soberano y dios del mundo de las mercancías (y) representa su existencia celestial». Y todo ello para desarrollar su idea, que quedaría finalmente expresada en El Capital bajo el epígrafe del fetichismo de la mercancía, según la cual el dinero y las mercancías aparentan tener una voluntad independiente de los hombres que los producen.

Hete aquí, pues, al presidente Rodríguez Zapatero imbuido por el Moloch, por el Baal, por el Saturno que devora a sus hijos, que exige el sacrifico de los más débiles. Inspirado por el fetichismo del dinero considerará que la única política económica necesaria en el momento actual —cuando la crisis extiende sus efectos devastadores sobre el empleo, cuando la contracción de la demanda causa estragos sobre la producción, cuando la deflación arrasa el valor de los activos reales y, con ellos, las posibilidades de obtención de crédito por las empresas y los particulares— es la que facilita el numerario a los bancos y los libera de sus operaciones fallidas para transferirlas al Estado. Es esa política que consiste en emitir 50.000 millones de deuda pública que suscribirán las entidades crediticias —adquiriendo así activos solventes con los que sanear sus balances— para que, con el dinero que hayan pagado, sea el Estado quien les compre sus activos de valor más dudoso —con lo que, además de reforzar el saneamiento aludido, recuperarán el numerario inicial—, de manera que, finalmente, los bancos y cajas de ahorro le habrán endosado al Estado sus problemas a cambio de que éste les coloque su deuda —que no es otra que la que todos los ciudadanos acabaremos teniendo con ellos por mor de la ingeniería financiera—. Esa política que se complementa con el aval del Estado a las operaciones de emisión de deuda bancaria a medio plazo por un valor que inicialmente iba a ser de 100.000 millones de euros, pero que, convenientemente enmendados los presupuestos del Estado, pronto se convertirán en el doble. Esa política que, en fin, se había prometido transparente y sujeta al control del Parlamento, pero que, como ahora nos enteramos, gracias a un acuerdo en lo básico entre los partidos socialista y popular —para que luego se diga que no son capaces de arbitrar consensos, añado—, no lo va a ser, pues el Gobierno considera inconveniente que se sepa a dónde va a parar el dinero —con el artificioso argumento que ello podría dañar la imagen y la solvencia de los bancos receptores— y menos aún que unos diputados —que al fin y al cabo no son expertos en los manejos financieros— sean detalladamente informados al respecto. Y digo artificioso argumento porque, si de verdad la situación financiera de esos bancos fuera tal que su solvencia estuviera en juego, lo razonable no sería comprarles sus activos de dudoso valor, sino que más bien deberían ser intervenidos por el Banco de España con la ayuda del Fondo de Garantía de Depósitos.

Para empezar, esos Presupuestos se han elaborado bajo un modelo general de la economía española que opera como si la crisis no existiera. Tal es la razón por la que se sitúan en un horizonte de crecimiento en el que se prevé un aumento del producto, de la inversión y del consumo, pero sorprendentemente también se incrementa el desempleo. De nada vale que todos los indicadores disponibles apunten en el sentido inverso, pues, en realidad, para una política dirigida desde el fetichismo del dinero, ello no es relevante

Así pues, lo único interesante para la política es, al parecer, el dinero. No sorprende, entonces, que los Presupuestos Generales del Estado que ha presentado el Gobierno de Rodríguez Zapatero para el año próximo sólo se preocupen de dar materialidad al fetichismo del dinero y que no guarden relación alguna con la crisis del sector real de la economía. Para empezar, esos Presupuestos se han elaborado bajo un modelo general de la economía española que opera como si la crisis no existiera. Tal es la razón por la que se sitúan en un horizonte de crecimiento en el que se prevé un aumento del producto, de la inversión y del consumo, pero sorprendentemente también se incrementa el desempleo. De nada vale que todos los indicadores disponibles apunten en el sentido inverso, pues, en realidad, para una política dirigida desde el fetichismo del dinero, ello no es relevante. Para esa política lo auténticamente importante es obtener ingresos —o sea, dinero— para repartirlo; y si los cálculos están mal hechos, de manera que la recaudación de los impuestos se aleja de las previsiones, para eso está la emisión de deuda pública que también proporciona dinero. Es así como, seguramente, el déficit público, en vez de ser moderado, se va a elevar a una cifra que roce e incluso supere el tres por ciento del PIB, dando al traste con los compromisos de España en la Unión Europea dentro del Pacto de Estabilidad.

Sin embargo, lo peor no es incumplir los compromisos; lo peor es que, para financiar ese déficit, habrá que emitir más deuda pública —unos 8.200 millones de euros adicionales a los 28.500 millones ya programados que, sumados a los 50.000 de la política de salvamento de bancos, darán una cifra total de 86.700 millones— y que esa deuda tendrá que colocarse entre los ahorradores. ¿Qué ocurrirá si esos ahorradores, en este tiempo turbulento que nos toca vivir, prefieren los títulos seguros y razonablemente rentables del Estado, en vez de aventurarse por el proceloso cauce de las inversiones empresariales que cuentan con un mayor riesgo? Pues sencillamente que ese enorme volumen de deuda acabará desplazando el ahorro que, en condiciones normales, iría a parar a financiar las inversiones privadas. Dicho de otra manera, las emisiones de deuda pública van a competir por la liquidez en condiciones ventajosas y ello va a suponer un escollo para la cobertura de las necesidades de financiación de las empresas, incluso cuando éstas pudieran estar saneadas y ser altamente competitivas. Pero, ya se sabe, según la doctrina Zapatero lo único real es el dinero.

Las cosas, con el Presupuesto, no quedan ahí, sino que llegan mucho más lejos porque el fetichismo del dinero se extiende, como una mancha de aceite, por los entresijos de los programas de gasto hasta las más arcanas partidas que se integran en las cuentas públicas. Si de verdad existiera la crisis del sector real —quiero decir que, si el Gobierno considerara que esa crisis es un asunto relevante para la política económica— entonces cabría esperar que una buena parte del gasto público se orientara hacia la reasignación de recursos desde los sectores menos competitivos hacia los que cuentan con más posibilidades de crecimiento. Dicho de otra manera, el Gobierno habría utilizado el Presupuesto para contribuir con él a la salida de la crisis reforzando el sistema productivo y ayudando a su adaptación competitiva. El Gobierno, en definitiva, habría hecho cuya la idea de que es necesario cambiar el modelo productivo.

Pero lo peor no es que el Estado va a frenar el crecimiento de la acumulación de capital; lo peor está en que, de nuevo, el fetichismo del dinero planea sobre la distribución de sus inversiones. Y, así, ésta se inspira primordialmente en un criterio clientelar que obliga a pagar las adhesiones políticas y a castigar la disidencia

Esta idea no es peregrina ni absurda. Conviene recordarlo, porque la reclamación de tal cambio no constituye una manía de los economistas desafectos con al Gobierno o de los sindicalistas que repiten eso del modelo como si fuera un mantra sin sentido. Recordemos, para ello, al gran economista austriaco Joseph Alois Schumpeter, a quien debemos la mejor formulación de la teoría del desarrollo económico. Fue él quien, recogiendo la tradición de la economía clásica, puso a la innovación en el centro de los procesos de transformación productiva —«del vendaval perenne de la destrucción creadora», como señaló en su Capitalismo, socialismo y democracia—; unos procesos que impulsan la expansión a largo plazo. Y también señaló que el declive de «las empresas antiguas y las industrias establecidas desde antiguo» es insoslayable y provoca «crisis o depresiones generales». Sin embargo, Schumpeter creía que ese proceso debía ser modulado por la acción del Estado. Por ello, dejó escrito que «no tiene, ciertamente, sentido tratar de conservar indefinidamente industrias que van quedando anticuadas; pero sí tiene sentido evitar su derrumbamiento estrepitoso e intentar convertir una huida, que puede llegar a ser un centro de efectos depresivos acumulativos, en una retirada ordenada».

Veamos, entonces, a la luz de las ideas shumpeterianas, qué mensaje trasladan los Presupuestos de Rodríguez Zapatero con relación a la reasignación de recursos para coadyuvar a la transformación del modelo productivo y contribuir así a la salida de la crisis. Para empezar, en una situación como la actual cabría esperar que el Estado tuviera un fuerte compromiso inversor y, por tanto, una aportación acrecentada a la acumulación de capital. No ha sido así; y el programa de inversiones públicas contempla una reducción nominal de los recursos cercana al tres por ciento que, en términos reales, una vez descontada la inflación, acabará siendo del doble de esa tasa. Pero lo peor no es que el Estado va a frenar el crecimiento de la acumulación de capital; lo peor está en que, de nuevo, el fetichismo del dinero planea sobre la distribución de sus inversiones. Y, así, ésta se inspira primordialmente en un criterio clientelar que obliga a pagar las adhesiones políticas y a castigar la disidencia. Si se observa el reparto de la inversión pública por Comunidades Autónomas esto se hace meridiano: allí donde gobierna el partido socialista los dineros aumentan; y donde no lo hace, por lo general disminuyen, salvo que los partidos regionales correspondientes hayan acordado una transacción de votos favorables al Presupuesto a cambio de inversiones —como es el caso de Navarra, el País Vasco y Galicia—. No busque el lector un criterio de eficiencia en las inversiones públicas, pues, como ha dicho Zapatero, lo único real es el dinero; es decir, el dinero que suma voluntades y doblega oposiciones; el dinero que, como esto siga así un poco más de tiempo, acabará consolidando un régimen zapaterista y arrinconando los usos democráticos.

Y podemos seguir por las políticas que, adecuadamente diseñadas, pueden facilitar la reorientación de los recursos en orden al fortalecimiento de los sectores con mayor capacidad de transformación que están en la base del desarrollo económico. Por ejemplo, la política industrial. Busque el lector sus datos en los Presupuestos y comprobará su generosa dotación de recursos, cifrada en casi 2.800 millones de euros. De ellos, dos tercios se van a las políticas de reconversión industrial y al carbón; políticas que no se orientan a la «retirada ordenada» de las industrias declinantes, aconsejada por Shumpeter, sino más bien a su conservación indefinida y, de paso, al sostenimiento de una amplia red clientelar de empresas, trabajadores, ayuntamientos y de las organizaciones de todos ellos. Veamos: la política del carbón lleva un siglo sosteniendo a este renqueante sector; la del textil es más reciente y sólo data de seis décadas atrás; las intervenciones en la construcción naval empezaron en los años sesenta y su reconversión a finales de los setenta; las del calzado no cuentan con tanta tradición pues no se alargan más allá de un cuarto de siglo; y así sucesivamente. Esta política industrial es un ejemplo del conservadurismo extremo, de la incapacidad de los gobiernos —el actual y los que estuvieron antes— para favorecer la reestructuración del sector dejando caer definitivamente lo menos productivo que queda en él, y de su preferencia por alimentar a los grupos de presión, por lo general de ámbito local, enganchándolos permanentemente al Presupuesto. He aquí otra vez representada la eficacia del fetichismo del dinero. Y, mientras tanto, para promover la inversión de las pequeñas y medianas empresas en las regiones de menor desarrollo apenas se presupuestan 255 millones, y para la promoción industrial en general un poco más de quinientos.

En fin, el colofón de todo este planteamiento conservador lo pone la política de vivienda, de manera que, con más de 1.600 millones de euros, se convierte en una prioridad fundamental, lo que se refleja en el aumento en casi el 17 por 100 de su presupuesto. Es sorprendente, pues, con un mercado saturado en el que existe actualmente alrededor de un millón de viviendas sin vender

Por ejemplo, también, la política científica y tecnológica que sigue centrada en el reparto de dinero entre las universidades y los organismos gubernamentales, con preferencia de estos últimos, a algunos de los cuales, como el CSIC, se le aumenta la dotación en un 35 por ciento. Y por el contrario las ayudas a las empresas —que son el segmento más débil de nuestro sistema de innovación— siguen siendo insuficientes para impulsar un cambio fundamental que coloque a una buena parte del tejido productivo en la línea de la introducción de nuevos productos o de la incorporación de nuevos sistemas de producción más productivos y competitivos. De esta manera, seis de cada diez euros se los siguen llevando las instituciones científicas y cuatro van para las empresas. Digamos adicionalmente que, si lo que se quiere es propiciar un cambio estructural hacia la competitividad, no se trata de ahogar financieramente a la investigación científica, sino de ampliar mucho más los recursos que se destinan al cambio tecnológico en las actividades productivas. Esto es lo que no contempla suficientemente el Presupuesto.

Por ejemplo, asimismo, la raquítica política energética de este Presupuesto que apenas concede ochenta millones a esta rúbrica, casi todos para incentivar las energías renovables y el ahorro en el consumo. Ello significa que no hay una política definida para afrontar la transformación del modelo energético a fin de reducir su dependencia de las importaciones de petróleo y gas —y de paso, atemperar la vulnerabilidad de la economía española ante las variaciones del precio de estos suministros—, de moderar los elevados costes de la producción de electricidad y de ajustar las emisiones de gases de efecto invernadero a los compromisos internacionales adoptados por España.

Y así sucesivamente con otros elementos relevantes para la transformación del modelo productivo, como pueden ser los que se refieren a la internacionalización y la exportación —que le importa tan poco al gobierno de Zapatero que se ha reducido la dotación del Instituto de Comercio Exterior, tal vez porque en este caso no hay clientelismo posible— o a la educación —que también tiene unas partidas cuyos recursos, además de descender en términos reales, no se orientan a una mejora organizativa en el sistema educativo o al aumento de su rendimiento—.

En fin, el colofón de todo este planteamiento conservador lo pone la política de vivienda, de manera que, con más de 1.600 millones de euros, se convierte en una prioridad fundamental, lo que se refleja en el aumento en casi el 17 por 100 de su presupuesto. Es sorprendente, pues, con un mercado saturado en el que existe actualmente alrededor de un millón de viviendas sin vender, el gobierno se propone favorecer la ampliación de esta cifra en más de 150.000 unidades adicionales. El fetichismo del dinero planea de nuevo sobre este asunto, pues de lo que se trata es de conceder ayudas a los potenciales compradores —que, incluso, van a poder ser personas de renta alta—, además de a los jóvenes arrendatarios de pisos y a otros grupos sociales, todo ello, sin duda, para favorecer su adhesión política. Y, así, el sempiterno problema de la vivienda esperará un año más a que el Gobierno decida tratarlo, no para transferir rentas a los promotores y constructores, sino para encauzar su solución.

En resumen, unos Presupuestos del Estado que ignoran la crisis del sector real de la economía y que, inspirados por el fetichismo del dinero, se orientan al reparto de los recursos públicos con criterios más clientelares que económicos. Los problemas, por ello, seguirán ahí esperando que algún día haya un Gobierno capaz de abordarlos con decisiones transformadoras. Pero muy bien pudiera ocurrir que ese día tarde en llegar o no llegue nunca, pues Zapatero nos está esperando a la vuelta de la esquina —que es lo mismo que decir de la legislatura— para recordarnos con la satisfacción cínica que concede el aprovechamiento de las debilidades humanas: «¿Lo veis? Lo único real, lo único que importa es el dinero».
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