En esta obra 
Lippmann sostiene que cada individuo construye una realidad en la que se siente 
seguro, pues como especie somos criaturas no sólo de razón, sino de emociones, 
hábitos y prejuicios. Así, donde una persona ve una selva virgen, otra puede 
distinguir una reserva de madera lista para su comercialización. A esto le llamó 
el pseudoambiente que se construye a partir de informaciones y datos que 
se asimilan de otras personas, del cine, de los medios y de fuentes diversas, 
para conformar un sistema de creencias y valores. Así, sin un conocimiento 
personal de los acontecimientos, los integrantes de una audiencia contrastan las 
informaciones que les sirven los medios y asimilan aquellas que no entran en 
conflicto con los valores y creencias de su pseudoambiente.
 
Esta propuesta 
fue como un torpedo en la línea de flotación de las teorías en boga en la época, 
que sostenían que los miembros de una sociedad eran individuos maduros y 
responsables, ciudadanos “omnicompetentes” capaces de asumir posturas y actuar 
en consecuencia (en las urnas, por ejemplo) a partir de la información que les 
era servida por los medios: la teoría de la “aguja hipodérmica”. La noción de 
que hay un público que se moviliza a partir de ciertos hechos es una 
abstracción. El único público significativo es aquel directamente en contacto 
con los hechos.
 
Lippmann llegó 
a la conclusión de que la cultura impone estereotipos que los individuos 
asimilan puesto que dan seguridad en un mundo que de otra manera sería 
amenazante. Y de ahí dedujo que en lo que respecta al proceso de toma de 
decisiones, estos estereotipos determinan nuestro juicio del mundo, de tal 
suerte que las percepciones del ciudadano medio sobre los hechos que afectan a 
la sociedad pueden en realidad ser verdades a medias, y lo que cree datos 
duros no más que juicios que pasan por el tamiz de sus estereotipos y 
prejuicios, lo que explicaría que mientras que casi todos están dispuestos a 
aceptar que hay más de un punto de vista ante ciertos asuntos, casi nadie piensa 
que haya dos versiones de lo que asume como la realidad.
 
En el ejemplo 
de un conflicto social (una movilización violenta para destituir a los poderes 
establecidos, por ejemplo) el público real estaría integrado por los 
militantes de las diversas organizaciones en movilización, los miembros de los 
gobiernos local y nacional responsables de la solución del conflicto y 
eventualmente las fuerzas del orden. El resto de la población, informada a 
través de los medios, fija una postura ante los eventos a partir de su propio 
conjunto de creencias y valores reforzada por los medios que no entran en 
conflicto con su visión particular del mundo, pero no necesariamente se moviliza 
en un “movimiento de opinión pública” que sea el motor de las acciones que los 
actores involucrados tomen en el movimiento. A este público externo 
Lippmann llamó “El público fantasma”. Es equivocado creer que esta es una 
fuerza real en materia de asuntos públicos. Y si esto es cierto, entonces los 
problemas de la democracia no se corrigen con “más democracia” (p.ej. más 
participación electoral), sino con la transformación de las instituciones 
públicas. 
 
En aquel  momento de entreguerras el libro de 
Lippmann fue recibido con ambivalencia. Los estudios -y por lo tanto el 
conocimiento de los procesos sociales- tenían como principal referente el ideal 
democrático de los clásicos de la antigüedad. Se presuponía que el ciudadano, el 
individuo integrante de la polis, tendría un conocimiento de primera mano 
de los asuntos sobre los cuales debería tomar una decisión a través del voto. El 
problema ya entonces es que la máxima aristotélica de que el hombre es por 
naturaleza un animal político y por lo tanto los asuntos públicos, los de la polis, son consustanciales a la 
existencia humana, tiene una aplicabilidad sólo teórica en las poblaciones 
modernas, muy alejadas de la sociedad pequeña y homogénea -en lo cultural, en lo 
económico y en lo ético- de las ciudades de la Grecia antigua. En nuestras 
sociedades, con la posible excepción de algún cantón suizo, la mayoría de la 
gente es convocada a pronunciarse sobre asuntos de los que tiene un conocimiento 
de segunda mano y acerca de los cuales, por añadidura, aplica el tamiz de su 
condición étnica, económica, racial y social.
 
Otro ejemplo 
servirá para ilustrar el punto. ¿Cuál podría ser la postura de una ciudadanía 
responsable y consciente pero heterogénea llamada a un referéndum sobre el 
camino a seguir, por ejemplo, para participar o no en una alianza militar 
regional? Necesariamente la que no entre en conflicto con los valores, creencias 
y prejuicios previos de cada quien. El mundo se ha vuelto demasiado complejo 
para que un individuo pueda tener a mano toda la información relevante para 
tomar decisiones 
informadas. En esto somos como los habitantes de la cueva 
de Platón, testigos de sombras y perfiles e ignorantes de la realidad más allá 
de nuestro campo de visión.
 
Lippmann llegó 
a la única conclusión posible: la prensa no puede suplir a las instituciones 
políticas. Mejorar los sistemas de recolección y presentación de las noticias no 
es suficiente, pues verdad y noticia no son sinónimos. La función de la noticia 
es resaltar un hecho o un evento. La de la verdad, sacar a luz datos ocultos. La 
prensa, en una de las más afortunadas metáforas de Lippmann, es como un faro 
cuyo haz de luz recorre incesantemente una sociedad e ilumina momentáneamente, 
aquí y allá, diversos episodios. Y si bien éste es un trabajo socialmente 
necesario y meritorio, es insuficiente, pues los ciudadanos no pueden 
involucrarse en el gobierno de sus sociedades conociendo sólo hechos 
aislados.
Desde la 
aparición de Opinión pública, el papel que juega la prensa al interior de 
las sociedades y frente a las instituciones ha sido analizado por numerosas 
escuelas, entre ellas la de los “efectos limitados”, según la cual el poder 
persuasivo de los medios está condicionado por factores sociales, culturales o 
psicológicos; la de la cultura de masas que supone una adecuación de los medios 
a los fines; la de la manipulación comunicacional; otras basadas en la cultura 
del imperialismo o en la cultura popular; las que pretenden explicar cómo el 
individuo procesa los mensajes masivos; la teoría de la recepción, 
etcétera.
 
Una de las 
funciones de los medios consiste en socializar a las audiencias para que 
acepten la legitimidad del sistema político de su país. Conducirlos a aceptar 
los valores sociales predominantes, dirigir sus opiniones para que no socaven 
sino que apoyen las metas 
oficiales de política interior y exterior, y disuadirlos 
de una participación activa en política mediante la persuasión de que ésta, la 
política, es el terreno de especialistas y líderes comprometidos con el bien 
común.
 
En este 
contexto, los medios operan cual correas transmisoras de los valores del 
establishment para profundizar la creencia compartida de que el sistema 
político es bueno para la sociedad y que las instituciones gobernantes y los 
funcionarios poseen y ejercen correctamente el poder. La socialización política 
es el proceso por el cual los miembros de la sociedad adquieren normas, 
actitudes, valores y creencia políticas.
 
En esta labor 
de pedagogía política el uso de los símbolos es imprescindible. Los símbolos 
permiten lograr la unidad y la flexibilidad del electorado alrededor de una 
propuesta sin el requisito necesario del consenso. La lucha entre las fuerzas 
del bien y las fuerzas del mal, nosotros y ellos, la democracia y la dictadura, 
se encauza mediante símbolos fácilmente reconocidos y digeridos por las masas. 
En una campaña electoral, un candidato es capaz de colocar el tema del aumento 
al transporte urbano a la altura de los valores que Juárez defendió en su 
gobierno itinerante y por cuya vigencia mucha sangre se derramó durante la 
Revolución.
 
Al mantener en la conciencia colectiva ciertos temas, los medios 
les dan vigencia y orientan la discusión y la reflexión del electorado. Pero 
esta socialización funciona en dos sentidos y está vinculada al conjunto de 
valores, creencias y prejuicios de las audiencias. Cuando a mediados de 1972 la 
prensa introdujo y mantuvo 
Watergate en las noticias, la agenda pública no incorporó 
el tema de manera inmediata o significativa. En el caso de Vietnam, al comienzo 
del conflicto la opinión pública no sólo no estaba en contra, sino que parecía 
muy complacida por la firmeza del gobierno frente a la intransigencia 
norvietnamita. Cuando las circunstancias sociales y políticas de Estados Unidos 
cambiaron y se extendió por el país la noción de que el gobierno de Nixon había 
mentido sistemáticamente, la opinión pública fue más receptiva y entonces la 
prensa sí pudo incidir en la agenda pública y colocar en primer plano tanto a 
Watergate como a Vietnam.