En su última novela publicada se narra la circunstancia del estallido de la 
Guerra Civil española como consecuencia del golpe militar perpetrado contra el 
sistema democrático y de libertades vigentes. Esta novela se publica en octubre 
de 2010, en un contexto en el que los discursos acerca del pasado cobran una 
relevancia inusitada y, por tanto, no es ajena a realidad social en la que 
surge. Según confesaba recientemente a su 
editora 
en Nueva York, Drenka Willen, él quería narrar cómo en 
Madrid a la altura de 1936 convivían el horror y la vida cotidiana. Pero además 
de mostrar cómo pueden convivir la tragedia y la normalidad, en la visión de la 
crisis de la Segunda República que nos ofrece el autor nos enseña también otra 
cosa: que aquellos acontecimientos no pueden interpretarse al margen de todo un 
proceso de transformación social y política iniciado con el cambio de siglo; que 
no fueron ajenos a la intensa movilización social que se produjo no sólo en 
España sino en el conjunto de Europa. Recrea una época con elementos del pasado 
que han permanecido, con hechos reales que acontecieron y que ha rastreado, y 
con elementos ficticios. 
Los acontecimientos históricos se suceden en 
esta obra sin esa disposición lineal con la que aparecen en los libros, están 
marcados por la incertidumbre de lo que cada uno de esos sucesos traerá al día 
siguiente. 
Antonio Muñoz 
Molina muestra la complejidad que encierra siempre 
cualquier acontecimiento histórico y 
cualquier 
acción humana. Asimismo realiza una reflexión profunda 
acerca de cómo las identidades individuales quedan secuestradas por un contexto 
que todo lo invade y en el que lo que parece seguro para la vida se interrumpe y 
desaparece sin dejar rastro. Propone una intensa reflexión acerca del grado de 
conciencia con el que se viven acontecimientos que van a provocar una cesura en 
nuestra vida, que van a tener una repercusión decisiva en la vida de uno y de un 
país. No en vano una de las citas que inaugura la obra es la antesala de lo que 
la novela encierra : 
“¿Será verdad que tenemos la patria deshecha, la vida en 
suspenso, todo en el aire?”. 
En esta novela las identidades 
individuales y las colectivas quedan truncadas al producirse una quiebra de los 
lugares comunes, y una pérdida de referentes culturales e 
ideológicos
La novela se articula en torno a 
un eje sencillo: nos relata una historia de amor clandestina entre Ignacio Abel, 
un arquitecto, y Judith Biely, hispanista norteamericana que viene a la 
Residencia de Estudiantes. Esta historia, que transcurre entre septiembre de 
1935 hasta el verano de 1936, es rememorada por Ignacio Abel en el trayecto de 
tren que va desde la estación de Pensilvania a Rhineberg- durante dos horas y 
media. La misma forma de contar la novela es ya una reivindicación de la 
memoria, el autor pone a su personaje a recordar dando idea de su compromiso con 
el pasado. 
Si nos interesa la historia de Ignacio Abel o la de Judith 
Biely, es porque su comportamiento o el desplome de su mundo no se entienden al 
margen de su contexto histórico en la ficción, y del correlato de este contexto 
en la realidad española de 1936. Las historias individuales plantean algunos 
interrogantes: ¿son estos personajes de alguna manera expresión del sentir 
general de la sociedad de aquella época? ¿Reflejan de algún modo cómo vivieron 
los sujetos una debacle de aquella magnitud? Además, estos personajes están 
construidos como representantes de diferentes sectores y clases sociales. 
Como resultado de esta irrupción del recuerdo se desarrollan las 
diferentes líneas narrativas, y la historia de Ignacio Abel: su origen humilde, 
su ascenso social y la deriva de su matrimonio, su ideología socialista y el 
vendaval emocional que le provoca su pasión por Judith Biely. Estas historias 
individuales que concluyen o no por el drama de la guerra, quedan trabadas en la 
narración a través de la memoria caudalosa de quién recuerda y de un narrador 
particular que desvela al lector el momento mágico de la creación de Ignacio 
Abel: “Lo he visto cada vez con más claridad, surgido de ninguna parte, viniendo 
de la nada nacido de un fogonazo de la imaginación” (pág.12). Una voz 
desconocida que aparece y desaparece de la narración, 
en palabras de Justo 
Serna es una voz que “se cancela, se eleva o se aproxima. Parece ajustar 
la lente para ver más cerca o más lejos, adoptando entonces las veces de un 
narrador sabelotodo: conocedor de cosas que van a suceder o de intimidades, de 
sentimientos y de emociones que los personajes no verbalizan”. Esta voz no 
cuenta desde el recuerdo sino desde la imaginación, informándonos sin tapujos de 
sus propios deseos y sentimientos: “quiero imaginar con la precisión de lo 
vivido” (pág. 575). En esta enunciación, el autor de la novela presenta la 
honestidad del narrador, apela a la credibilidad del lector y a las limitaciones 
de la obra. Muestra el empeño de hacer suyos los recuerdos que otros le han 
contado en su proceso de documentación, despojándose de alguna manera de sus 
propias vivencias. El escritor ha tenido la paciencia y la capacidad para 
convertir la historia y sus personajes en vivencia propia, a partir de su 
imaginación la ha convertido en autobiográfica, en memoria y olvido. “Cómo será 
haber vivido ese domingo, esa semana entera. Cuántas personas quedarán que 
todavía recuerden, que conserven como una frágil reliquia una imagen precisa, no 
agregada retrospectivamente, no inducida por el conocimiento de lo que estaba a 
punto de ocurrir, lo que nadie preveía en su escala monstruosa ” (pág. 575), 
dice el narrador refiriéndose al domingo 20 de Julio. 
En la novela aparecen 
tipificadas las diferentes posturas que los sujetos adoptaron en ese momento: 
los que se fanatizan, los que huyen, los que se someten, los que viven de una 
forma pasiva los acontecimientos o los que se mantienen íntegros a un 
ideal
Estas intervenciones del narrador son 
una invitación constante “ponerse en lugar de aquellos que vivieron los 
acontecimientos” tratando de trasladarle la misma pregunta moral que le impulsa 
a desarrollar la narración desde ese punto de vista. Hipotéticamente el 
autor-narrador consigue una identificación con la generación de éste, de aquella 
para la que la experiencia de la guerra no fue de primera mano. 
En esta 
novela las identidades individuales y las colectivas quedan truncadas al 
producirse una quiebra de los lugares comunes, y una pérdida de referentes 
culturales e ideológicos. Nuestra identidad no está dada de una vez para 
siempre. La capacidad para seguir sintiéndose el mismo en una sucesión de 
cambios forma la base de la experiencia emocional de la identidad. Implica 
mantener la estabilidad a través de circunstancias diversas y de todos los 
cambios del vivir. ¿Qué limites de cambio serían tolerables para que no quedemos 
dañados irreparablemente? En una situación de “cambio catastrófico” como es un 
contexto de guerra, los sujetos experimentan una conmoción difícil de tolerar: 
asistimos no sólo a una ruptura del sentimiento de sí mismo, sino también a la 
fractura de los ideales, de los valores, de las representaciones que la sociedad 
suministra. Espejos de nosotros mismos que se quiebran produciéndose una muda de 
los valores que conforman el mundo ético y moral del individuo, unos valores que 
en un contexto violento tienen como referente el fanatismo, la arbitrariedad y 
la ausencia de límites en la relación con el otro. 
En 
Madrid he visto transfigurarse de la noche a la mañana caras de personas a las 
que creía conocer desde siempre: convertirse en caras de verdugos o de 
iluminados, o de animales fugitivos, (…) caras enteras ocupadas por bocas que 
gritan de euforia o de pánico; caras de cera que decidían sobre la vida y la 
muerte tras una mesa iluminada por el cono de luz de una lámpara, mientras dedos 
muy rápidos tecleaban a máquina listas de nombres.” (pág.41) Otro 
de los aspectos que impregna la rememoración es el estupor de todos los 
personajes que aparecen en la novela, la convulsión mental y emocional que 
experimentan por un mundo que desaparece. Asisten a una sensación de pérdida 
común en la que han podido sobrevivir; una intensa reflexión sobre lo efímero 
que es aquello que construimos para siempre. Pero la identidad no es sólo el 
resultado de un contexto externo, hay un mundo interno, un “yo” que interpreta, 
y que ha de sobrevivir a esa situación traumática. Asistimos a una nueva 
configuración de las biografías de los sujetos que se han de enfrentar al trauma 
de la guerra y al trauma de no haber estado a la altura de los ideales. En 
La 
noche de los tiempos aparecen tipificadas las diferentes posturas que los 
sujetos adoptaron en ese momento: los que se fanatizan, los que huyen, los que 
se someten, los que viven de una forma pasiva los acontecimientos o los que se 
mantienen íntegros a un ideal.
Toda la novela está presidida por la 
manera en cómo los acontecimientos externos expresan vivencias 
personales
Recordar supone para el individuo 
la posibilidad de establecer vínculos con lo ausente, estableciendo conexiones 
que refuerzan el sentimiento de unidad. Recordar forma parte también de la tarea 
de duelo. En esta memoria imaginada Ignacio Abel recuerda, y lo hace bajo la 
metáfora del viaje. Reconstruye la historia de Adela y su familia, el mejor 
exponente de una España endogámica, arcaica y rancia, impregnados de una 
resistencia inmemorial frente a cualquier cambio. Un mundo en el que el lugar 
para la sorpresa estaba clausurado por la repetición de lo idéntico; caldo de 
cultivo para los fanatismos y representantes de aquellos sectores de la sociedad 
que impedían la evolución y el progreso del país. 
En esta evocación 
Ignacio Abel recuerda el fanatismo desbocado de su cuñado Víctor, cuya actividad 
se movía por consignas propagandísticas, el paso marcial y los emblemas, 
elementos que le daban la seguridad y estabilidad de la que siempre había 
carecido. A través de las discusiones y las diatribas entre Ignacio Abel y su 
cuñado se realiza una reflexión de la irracionalidad de los fanatismos 
ideológicos o políticos tan presentes en el contexto europeo. En los discursos 
de Víctor se deslizan todos los elementos sobre los que se sustenta el fanatismo 
fascista de Falange Española, cuyas profundas contradicciones quedan expresadas 
en boca del personaje. 
Toda la novela está presidida por la manera en 
cómo los acontecimientos externos expresan vivencias personales. Así, esta 
situación de exiliado hasta casi de sí mismo le permite identificarse con la 
historia del profesor Rossman y su hija. Judíos huidos de Alemania, apátridas 
despojados de su mundo a los que Antonio Muñoz Molina rinde en esta novela un 
sentido homenaje. 
La noche de los tiempos es una vindicación de la figura 
del exiliado, representado inicialmente por el profesor Rossman, pero después 
por el propio protagonista. A través de Karl Ludwig Rossman, Antonio Muñoz 
Molina introduce una mirada especialmente reveladora de las tensiones 
sociopolíticas existentes en Europa entre las dos contiendas mundiales, en las 
que predomina una valoración pesimista, en el sentido de pérdida de los valores 
que hasta entonces habían prevalecido, contextualizando de esta manera, la 
Guerra Civil española en un escenario internacional. Es un personaje que evoca 
aquellos 
protagonistas de Sefarad, historias y vidas ligadas por el 
sufrimiento o el exilio. Quizá para contrarrestar todo eso, el profesor Rossman 
se muestra como un prestidigitador que hace recuperar al lector la capacidad de 
asombro por lo cotidiano, y permite a Ignacio Abel dar una mirada nueva a las 
cosas. Le enseña el placer de descubrir lo prodigioso de los pequeños objetos, 
la magia de los inventos mínimos, de las cosas sencillas, contrapesando de esta 
manera la fascinación del hombre por las máquinas en un mundo en permanente 
transformación. El profesor Rossman será asesinado como muchos otros. 
La literatura se ha convertido en 
una herramienta útil para la transmisión de memoria, y en una vía eficaz para la 
realización del trabajo de duelo en aquellos países que han sido escenario de 
las grandes contiendas del siglo XX
En esa 
rememoración del personaje de un mundo desaparecido evoca inevitablemente la 
historia de Eutimio, un honrado capataz de obras que le vio crecer y es el 
vínculo con el pasado. Representa el único camino de vuelta a un mundo anterior 
y a una parte de él mismo inaccesible sin su presencia 
“Su 
padre muerto tantos años atrás cobraba gracias a Eutimio una cercanía tan 
intensa y tan rara como la que experimentaba las pocas veces aún lo veía en 
sueños (…) Eutimio pertenecía a aquel tiempo (los madrugones, el cansancio al 
final del día, la ruda solemnidad de las reuniones socialistas, en las que los 
hombres vestidos con blusones se llamaban de usted y levantaban la mano para 
pedir la palabra), y al revivirlo para él de algún modo trastornaba su sitio en 
el presente (…) nada en aquel entonces presagiaba el ahora.” (pág. 391) 
A través de este personaje se ilustran la importancia que los 
movimientos obreros adquieren en esa época, sus demandas en cuanto a las mejoras 
laborales y especialmente respecto de la cuestión social, así como la escasa 
receptividad y capacidad de la clase política para atender estas demandas. En la 
novela se nos narra, a partir de este personaje, el clima de conflictividad 
social que está presente en la época republicana: los desmanes sindicales, las 
huelgas a veces descontroladas e irresponsables que se producían, los actos 
vandálicos que al socaire de éstas realizaban unos y otros, la imprudencia de 
los discursos que proferían enardeciendo a los trabajadores con ansia de 
revolución. Una revolución a la que, al fin y a la postre, los socialistas nunca 
habían renunciado y que en el periodo republicano fue defendida con diferente 
intensidad según las circunstancias políticas. Este hombre, amigo de su padre, 
le salva la vida en sentido literal y simbólico porque es quien impide que le 
asesinen y quien le hace recobrar instantes de otro tiempo. 
Una de las 
miradas y de las voces más conmovedoras de la obra es la de Miguel, el hijo 
menor del protagonista, que proyecta una visión infantil sobre los 
acontecimientos. Miguel captaba al Ignacio Abel más desconocido, con esa 
sensibilidad acusada de los niños, “casi de sismógrafo”, y con la especial 
capacidad de la que están dotados para ser la caja de resonancia de las 
angustias de los adultos. Advertía señales y situaciones que no podía simbolizar 
y por lo tanto eran desazonadoras. Esa generación, “los niños de la guerra” 
vivirán la contienda y crecerán bajo la represión franquista o serán exiliados. 
Una generación que se ha venido en denominar la del medio siglo y que como nos 
recuerda José-Carlos Mainer “es un tema fascinante donde los haya porque en ella 
se producen cambios memorables: desde la inocencia del recuerdo infantil a la 
declaración de adhesión emocional a los vencidos” (2), una generación que tiene 
la circunstancia dramática de elaborar una catástrofe ocurrida a edades 
tempranas. 
Ignacio Abel rememora también su relación con el Dr. Negrín, 
un modelo de hombre y de político integro, que resistió hasta el final, y para 
el que las mejoras de las condiciones de vida de las gentes, de su salud o de su 
nivel cultural eran la verdadera revolución. Representante del mejor ideal 
republicano, era para el protagonista un referente, alguien que permanece fiel a 
sus creencias y a sus ideales. La corpulencia del doctor Negrín, cuyas 
dimensiones le provocaban en lo físico una permanente sensación de estrechez, 
parecía corresponderse con otro país de unas miras más amplias, y en el que 
hubiese lugar para el proyecto republicano. La imagen que nos ofrece de este 
hombre es la de un hombre decente, con sentido práctico y auténtica vocación 
profesional. 
A través de un narrador particular y 
de la memoria caudalosa de su protagonista, el lector queda emplazado a 
identificarse de algún modo con aquellas 
generaciones
El hilo que ensarta todas las 
historias, este juego de relaciones del protagonista, es su amor por Judith 
Biely: una mujer que condensa la modernidad y el porvenir, lo anhelado y lo 
vivido. En Judith también se proyectan dos tiempos y dos espacios: nacida en los 
Estados Unidos, educada en la cultura americana, carga sobre sí el mundo remoto 
de sus padres, el de la Rusia zarista previo a la Revolución de 1917. Su 
infancia está teñida de todos aquellos aspectos que provoca la emigración en el 
individuo: el desarraigo, el duelo por el mundo que se deja atrás, los esfuerzos 
por sobrevivir en otra lengua, o el aprendizaje de otros códigos. Judith Biely 
es la representante de una identidad colectiva, de un modelo de feminidad que la 
República conquistó, un modelo en el que la mujer desempeña un papel social y 
políticamente activo en condiciones de igualdad y en posesión de derechos. Este 
modelo quedó truncado a la altura de 1936. 
Pero además de mostrarse cómo 
los protagonistas movidos por sentimientos de miedo, de desengaño o de amor, 
sobreviven en un escenario colectivo, el narrador de manera esporádica concede 
la voz al rumor de los comentarios que Ignacio Abel oye al paso. Fragmentos 
construidos con los cientos de titulares que aparecen en la prensa a lo largo de 
una semana y que muestran el minucioso trabajo de hemeroteca que ha realizado el 
autor.
En los últimos capítulos se revela la complejidad de las 
relaciones amorosas y del mundo emocional de los individuos. Asistimos a una 
indagación sobre el yo y sobre el proceso evolutivo interno de Ignacio Abel 
a través de las palabras, de la confesión ante sí mismo y ante Judith Biely. 
“Hablar le alivia y le exalta. Le devuelve en oleadas la vergüenza y la lucidez 
y le restituye sin que se dé cuenta todavía una sombra maltratada pero no 
abolida de integridad personal” (pág. 910). Esa conmovedora conversación, en 
medio de un bosque, le permite a Ignacio Abel recuperar aspectos de él mismo que 
estaban disociados o perdidos en su memoria. A través de Ignacio Abel se 
ilustran los duelos que conlleva un desastre de esa magnitud; unos duelos 
personales por el ideal perdido o inexistente, por el mundo que desapareció no a 
la altura de 1936 sino mucho antes: el mundo perdido de sus padres, aquel que 
quedó tan lejos “como los faroles de gas en la calle Toledo”. Y se ilustran 
también otros duelos: los colectivos, algunos de ellos es posible que aún sigan 
pendientes, porque en definitiva, el trabajo de duelo nunca finaliza del todo. A 
través de él se realiza también una reflexión de lo que se podrá recomponer y de 
lo que se quebró para siempre: las vidas de los particulares y un porvenir 
colectivo perdido también en la gran noche de los tiempos.