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Antonio Weinrichter: <i> Teorema de Atom. El cine según Egoyan</i> (T&B Editores, 2010)

Antonio Weinrichter: Teorema de Atom. El cine según Egoyan (T&B Editores, 2010)




Tribuna/Tribuna libre
Teorema de Atom. El cine según Egoyan
Por Antonio Weinrichter, jueves, 1 de julio de 2010
Atom Egoyan es un cineasta canadiense anglófono de origen armenio. Se dio a conocer a finales de los años 80 con un grupo de películas fascinantes que pronto le situaron en el mapa del gran cine de autor internacional. Títulos como Family Beijing, Speaking Parts, El Liquidador (el primero estrenado en España) y Exotica planteaban un fructífero reto: el de afrontar una obra analítica pero apasionada, conceptual pero muy visual, hecha de imágenes que se ofrecen seductoras pero no se entregan con facilidad al espectador. A mediados de los 90, Egoyan da un punto de giro a su carrera. Tras su gran triunfo con El dulce porvenir, aborda el thriller en El viaje de Felicia y Where the Truth Lies, y encara el doloroso legado del genocidio en Ararat. El cine de Egoyan ha mantenido una consistencia de visión apabullante, rindiendo cuentas de los cambios sufridos por la imagen narrativa en la era del posmodernismo y del video, y proponiendo todo un modelo para un cine acentuado por su doble identidad occidental y armenia.
Atom Egoyan es un director canadiense de origen armenio. Nació en 1960 en El Cairo y a los tres años se trasladó con su familia a Victoria (Columbia Británica). Dado que eran los únicos armenios en toda la ciudad, Egoyan se crió sin mayor contacto que el familiar con sus raíces, de las que no tardó en renegar para volver, de manera relativa, a reconciliarse con ellas después. Instalado por su cuenta en Toronto, estudia guitarra clásica y en 1982 se licencia en Relaciones Internacionales por la Universidad de Toronto. Pero su futuro diplomático se difumina cuando Egoyan empieza a escribir obras de teatro y, sobre todo, a dirigir cine. Rueda su primer corto, Howard in Particular, en 1979. En 1982 escribe, dirige y produce de forma independiente (con dinero de una beca que recibe del Ontario Arts Council), la pieza de 25 minutos Open House, consiguiendo luego que sea comprada y emitida (en 1985) por el renovador programa “Canadian Reflections”, de la CBC. Rueda su primer largometraje, con el dinero ahorrado de la venta a la CBC y dos becas del Canada Council y el Ontario Arts Council, en 1984: Next of Kin (“Parientes próximos” sería la traducción literal) gana el Ducado de Oro en la semana de cine internacional de Mannheim y le convierte, con 24 años, en “el director más joven jamás nominado para un Genie”, el Oscar de la industria canadiense.

Pero Egoyan debe todavía esperar a su siguiente largo, Family Viewing (“Mirando a la familia” o “Mirando en familia” o “Vistas familiares”, entre otras posibilidades; en su pase por TVE se la tituló “La vida en video”), para que su obra empiece a adquirir cierta repercusión internacional. Ello ocurre entre noviembre de1987, en el Festival du Nouveau Cinéma de Montreal, y febrero de 1988, en el de Berlín. Wim Wenders había ganado el premio Alcan (valorado en 5.000 dólares canadienses) por su film Cielo sobre Berlín en el primer certamen mencionado. En el momento de subir a recogerlo, el cineasta tuvo un gesto sin precedentes: “Esto es un gran honor -dijo-, pero os pido que inscribáis en el premio el nombre de mi colega canadiense Atom Egoyan”. Éste, que sólo había ganado una mención especial de la crítica, aceptó el premio -y el cheque- y abrazó a Wim. Ser apadrinado y reconocido como colega por Wenders, cuando Wenders era Wenders, sirvió, como dicen, para poner el nombre, si no otra cosa, de Egoyan en el mapa internacional del cine. Pero no hubo que esperar mucho más porque tres meses después el prestigioso Forum de la Berlinale proyectó Family Viewing, permitiendo a los curiosos que se acercaron a verla descubrir a un cineasta de rara originalidad. La rueda ha bía empezado a rodar: a pesar de ser una producción modestísima, Family Viewing recibió ocho nominaciones para el Genie en su país natal, y fue proyectada en los festivales de Locarno (en donde ganó el premio de la FIPRESCI) y Valladolid, iniciando su relación estable con este certamen cas tellano, que ha proyectado toda su obra y al que el cineasta se muestra siempre agradecido.

En 1989 participó en la Quincena de Realizadores de Cannes con Speaking Parts (una traducción literal sería “Papeles con frase”, en referencia a los extras cuya participación en una película incluye una parte hablada. Pero Lucy Virgen me comenta que el propio Egoyan le dijo que el sentido original que quiso darle al título incluía también una connotación genital: sería entonces “El sexo que habla” o “Partes parlantes”). Era un ascenso: Egoyan estaba dejando de ser uno de esos secretos (a voces) que rondan los pequeños y grandes festivales internacionales. Pero eso no sirvió para que esta magnífica película se estrenara comercialmente en Canadá, a pesar de estar nominada para seis Genies, ni en Estados Unidos, ni en Francia, ni en España (a pesar de estar comprada para distribución, no encontró sala). Tal privilegió recayó, tras pasar también por la Quincena y ganar luego la Espiga de Oro en Valladolid, sobre su siguiente film, The Adjuster (“El tasador”, o El liquidador, que tal fue su título español). Egoyan volvió luego a un cine de formato más minoritario con Calendar, proyectada en el Forum de Berlín, para conseguir a continuación su primer gran éxito con Exotica, película con la que por fin concursa en un gran festival competitivo de categoría A: el de Cannes, en donde vuelve a ganar el premio… de la crítica. La película acapara ocho nominaciones para los Genies y le permite ser descubierto definitivamente por los franceses, activando los mecanismos de lanzamiento de la industria cultural gala. (Todavía en 1991 los antaño infalibles Cahiers despachaban El liquidador con esta incongruencia: “Estamos lejos aquí del petit vélo de Lynch sobre el que Egoyan trata visiblemente de subirse”...) Cuando le comenté la ironía de que su “consagración” a concurso en Cannes 94 se produjera con un título en donde repetía los temas de sus films anteriores, y no necesariamente más “fácil” que estos, se rió y dijo: “Resulta irónico, sí. Pero es cierto que parece que uno debe insistir en sus ideas, porque llega un momento en que las aceptan. Lo que pasa es que mi reputación ha ido creciendo en Francia: han hecho un ciclo de todos mis films en París en noviembre y hasta se ha publicado un libro de mesa, bastante lujoso, sobre mi obra. Por eso debieron pensar que ya era hora de que concursara en Cannes...”

Los avatares de la fabricación de Atom Egoyan como Autor no difieren demasiado de la trayectoria de muchos de sus colegas que acaban viendo estrenadas sus películas en las salas de ensayo occidentales. Pero su caso presenta algunas peculiaridades. De sus seis largometrajes, por ejemplo, la mitad (Next of Kin, Family Viewing y Calendar) han sido rodados en 16 milímetros, lo que, pese a un posible hinchado posterior a 35, como se hizo con Family Viewing, dificulta de entrada la explotación y reduce el “interés comercial” de una obra que Egoyan siempre ha desarrollado con total independencia -alternándola con trabajos de free lance en televisión- y dentro de presupuestos milagrosamente bajos. En segundo lugar, sus tres primeros largos llamaron la atención sobre todo por la forma (ciertamente revolucionaria) en que supieron integrar el soporte video en una ficción cinematográfica. Ello dio lugar a una serie de malentendidos –Egoyan como cineasta hi tech- que llegaron a hartarle hasta el punto de que prescindió por completo de dicho soporte en El liquidador. Fue este film, quizá el más difícil de los suyos, el primero que se estrenó comercialmente en países como Francia o España. Con unas pocas excepciones, en las críticas (incluso en las positivas) que entonces recibió hubo más de una nota de confusión. Pesaron factores como su propio espesor; la austeridad de textura que, por reacción a su obra-con-video, había querido imprimirle Egoyan; y el desconocimiento de su trabajo anterior y de la forma en que este film prolongaba el complejo discurso desarrollado en dicho trabajo. Que su obra empiece a ser conocida cuando se halla ya bien avanzada es uno más de los avatares a que está expuesto un Autor, y no de los más beneficiosos precisamente. Pero quizá cierta confusión es inevitable en la recepción de la obra de Atom Egoyan. El suyo es un cine intelectual, conceptual, disciplinado y exigente con el espectador, que produce un (buscado) efecto de extrañeza. No es un cine de fácil acceso: por su formalismo (que alguien calificó de perverso), por su construcción artificiosa y fragmentada, por la presentación enigmática de la narración, por sus diálogos despojados y elípticos, etc. Los primeros críticos canadienses que comentaron su obra se dividían entre los que alababan su carácter “maravillosamente extraño” o “provocativamente contemporáneo” y los que le acusaban de urdir meras “especulaciones macluhanescas” o de que en su cine “las dimensiones humanas se pierden por la interferencia intelectual”.

Lo que es cierto es que en una época, finales de los años ochenta, en la que el cine de autor parecía irse limitando cansinamente a apurar fórmulas personales hasta convertirlas poco menos que en un género convencional más, surgía en Toronto un realizador que hacía un cine, de autor hasta la médula, que no se parecía al de (casi) nadie. Puestos a buscar posibles antecedentes, cabe citar nombres como el de Antonioni (Egoyan investiga nuevos medios de expresión formal de la incomunicación), MacLuhan (Egoyan hace un cine frío/caliente, de aldea global, que explora las relaciones entre las nuevas tecnologías y la conducta urbana), Bergman (la misma pasión por los rostros, una similar intensidad emocional, la sustitución del espejo, lugar privilegiado de la retórica visual expresionista y manierista, por el monitor de video), o Bresson (por la dirección de actores: un detractor escribió que sus actores interpretaban como “pacientes recién recuperados del efecto de la anestesia”; así como por la trayectoria de redención que describen muchos de sus films). Como se ve por la lista, a la que el propio Egoyan añade nombres como el de Resnais e, inopinadamente, Buñuel, estamos ante un autor serio que surge, repito, en una época en que tal modelo de cine cotiza a la baja frente al juego con los géneros de los independientes USA.

Atom Egoyan pertenece a la familia de directores que “hablan bien”, que tienden incluso a “sobreelaborar” (la expresión es suya) las respuestas que dan para explicar sus películas. No me parece ningún defecto y esta publicación se beneficia del privilegio de citar in extenso las declaraciones suyas que he ido registrando en el curso de los años. Lo que sí es cierto es que sus explicaciones pueden hacer parecer su cine más “impenetrable” de lo que realmente es a la hora de verlo proyectado sobre la pantalla. La razón es que Egoyan discute sus películas haciendo referencia sobre todo a los temas que exploran y a la estructura que las sustenta, más que en función de las historias que cuentan o de los personajes que las protagonizan, como hace ese otro “buen hablador” que es Peter Greenaway. Explorar ideas frente a contar historias, ésa es la cuestión: una cuestión que representa toda una toma de postura ante el cine (por otro lado, como se ve más adelante, la indudable complejidad de sus films dificulta el mero intento de dar una “descripción” mínimamente decente de su contenido argumental).

Así, Family Viewing: “En esta película -dice Egoyan-, establecí una correlación entre la idea de generaciones familiares y la idea de generaciones de imágenes, en el sentido que se habla en video de que cada nueva copia de una imagen es una generación más”. Así, la idea que preside Speaking Parts: el nuevo “sistema de clases” vendrá definido por el dominio de las imágenes. Tenemos en consecuencia a una camarera que carece de imagen y busca (en los videos de las películas que ha he cho) la de un actor de figuración que a su vez aspira a tener una imagen superior; y tenemos a una escritora que genera imágenes que luego son tergiversadas por el productor que ocupa la cúspide de esta particular pirámide social. Así, los dos protagonistas de El liquidador: uno explora imágenes de intimidad real (fotos de las pertenencias domésticas de los siniestrados que han perdido su hogar, para eva luar sus pérdidas), otra explora imágenes de intimidad ficticia (es censora y extirpa imágenes pornográficas). Así, en Calendar se contrapone la idea de la separación de la nación propia a la separación que sufre la pareja protagonista. Así, en Exotica se asocia la tienda de animales domésticos con el club que da título al film, lleno de bailarinas que se convierten en “mascotas humanas” para los clientes del mismo.

A pesar de lo que pueda hacer pensar este panorama, Egoyan insiste en que sus películas se pueden apreciar de una forma “simplemente emocional”. Y, en efecto, eso es lo que le separa de un Greenaway: Egoyan parte de emociones y, tras recorrer una compleja trayectoria, apela a las del espectador. Una de las grandes paradojas de su cine es el grado de intensidad -de saturación, incluso- emocional que llega a alcanzar a pesar de funcionar en contra de todas las “leyes de identificación” convencionales; a pesar de recurrir a la tecnología, al artificio, y a todo tipo de recursos “distanciadores”; a pesar de su radical discontinuidad; a pesar de presentar siempre sus imágenes como algo construído; y a pesar de reducir sus personajes a figuras (a funciones, casi, dentro de una estructura) y sus acciones, a conductas rituales, excéntricas o incomprensibles. He aquí la paradoja del texto-Egoyan: el suyo es un cine de emociones formales.

Por generación y por formación, Egoyan es un director modernista. No puede evitarlo: le cuesta filmar, encontrar una imagen, o justo una imagen, que diría ese padre del modernismo llamado Godard. Sumemos esta (toma de) postura –filmar no puede tener ya nada de espontáneo- a su interés por el lenguaje y al genuino asombro que siente por el enigma de la cámara, que siempre es mucho más que un mero instrumento de registro (ese enigma y esa fascinación se transfieren intactos al funcionamiento de sus films): Egoyan sólo puede ser un interrogador de formas. Es una tarea que su cine traspasa al espectador: como la pareja de evaluadores de El liquidador, debemos preguntarnos, ¿Qué valor tiene ésta imagen, quién la ha tomado? Las respuestas no se nos dan en una explicación final con efecto clarificador retroactivo, como en el thriller: estamos más cerca de la charada, de la metáfora, de la música, que de la prosa policiaca. Las respuestas, como las preguntas, surgen de la textura y la estructura: ahí es donde debemos mirar. No hay nada directo en el cine de Egoyan, no hay nada “objetivo”. Todo funciona por representaciones, por mediación. Su narrativa se funda sobre las modalidades de la mirada y sus películas se construyen (y nos construyen como espectadores) a partir de la naturaleza subjetiva de la experiencia.



Nota de la Redacción: este texto corresponde a un fragmento del libro de Antonio Weinrichter, Teorema de Atom. El cine según Egoyan (T&B Editores, 2010). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a T&B Editores por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.

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