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Jardín del Palacio Imperial de Kyoto

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Pabellón de Oro, Kyoto

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Vista de Nara

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Nara

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Nikko

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Buda de Nara

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Después del sushi, Nikko

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Nikko

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Magazine/Nuestro Mundo
¡Kon nichiwa!
Por Eva Pereiro López, miércoles, 2 de noviembre de 2005
A unas doce horas de vuelo, después de recorrer la inmensidad de la estepa siberiana, una miguita de la China milenaria y parte de Corea del Norte, está Japón. Yo, concretamente, aterricé en Osaka, con legañas y el horario biológico descolocado, un mes de julio caluroso pero sobre todo pegajoso y grisáceo. Japón es un país de islas con una superficie equivalente a dos tercios de la española y con poco menos de 130 millones de habitantes, todos ellos milagrosamente silenciosos. Teníamos por delante nueve días y un itinerario apretado.
Lo lógico era aprovechar y recorrer cuantas más ciudades nos fuese posible; ciudades que empezaba a descubrir el turismo occidental. Por supuesto, la densidad de turistas perdidos, armados de cámara digital, botella de agua y mapa, se disuelve con gran facilidad en la marea nipona, y hay que reconocer lo agradable que resulta la sensación de estar "solo" a pesar del aislamiento lingüístico y cultural.

La comunicación, a falta de un idioma común como el inglés, se apoya en los gestos, la imaginación y el sentido común. Ir a Japón es una aventura, no por lo salvaje del lugar, claro, pero sí por la capacidad que hay que tener para desenvolverse, y eso es precisamente lo más excitante. El instinto que uno desarrolla con rapidez cuando no existen bases comunes de habla y escritura es cuanto menos sorprendente. Y no hablemos de la agilidad que se adquiere maniobrando con los palillos a la hora de llevarse al buche lo que nos hayan puesto delante, que, dicho sea de paso, rara vez coincide con lo esperado. El hambre agudiza el instinto, de eso no hay duda.
Japón es para gente todoterreno, curiosa y abierta, tipo esponja: que quiere probar cualquier cosa que se le ponga delante sin fruncir el ceño. La comida es un buen ejemplo. Tan deliciosa y variada como desconocida, hay que ir con ganas de atreverse con todo

Hay que ir a Japón relajado, sabiendo que habrá equivocaciones, desvíos no deseados, medias vueltas... pero "¡qué más da, si estamos de vacaciones!". Que se abstenga toda persona que necesita controlarlo todo porque lo pasará mal, y lo que es peor, amargará a todos los demás. Evidentemente, ni qué decir de esa gente a la que le gusta encontrar lo mismo que lo que tiene en casa. Japón es para gente todoterreno, curiosa y abierta, tipo esponja: que quiere probar cualquier cosa que se le ponga delante sin fruncir el ceño. La comida es un buen ejemplo. Tan deliciosa y variada como desconocida, hay que ir con ganas de atreverse con todo – aunque reconozco no haber seguido esta regla básica a la hora del desayuno: ¡hubiese preferido saltármelo a comenzar la jornada con pescado en el estómago!

Nuestro corto periplo comenzó en Osaka donde establecimos el campamento base, aprovechando la generosidad de un amigo español casado con una japonesa. Menciono esto último porque, como en todas partes – y más en este caso extremo-, siempre viene bien que un autóctono te comente ciertas costumbres y te dé un par de claves para desenvolverte e incluso comportarte en público, empezando por el hecho de que no está bien visto sonarse las narices delante de nadie. Es mejor sorberse los mocos aunque sea ruidosamente. De Osaka, ese primer día, no vimos gran cosa: el calor húmedo hacía todavía más patente el cansancio, pero tampoco hay mucho que ver. No cometáis el error de ir a visitar el interior de su castillo: el cemento ha sustituido lo que hubiera. Vale más contentarse con su exterior.

El objetivo, pues, era hacer excursiones por la región del Kansai, o provincia del oeste, a partir de Osaka. Y eso hicimos. Kyoto, con más de 1200 años de antigüedad, está a media hora en shinkansen – o tren bala -, y Nara también queda cerca. El Japan Rail Pass –imprescindible para cualquier turista que viaje a Japón- nos permitía tomar un número considerable de trenes a precio "económico", a cualquier hora y sin preocuparnos de hacer reservas y colas. La única preocupación era deducir, con más o menos urgencia, tren y número de vía. El transporte ferroviario es excelente, abundante y de una puntualidad inimaginable: se puede poner el reloj en hora con la llegada de cualquier tipo de tren – local, rápido o super-rápido- a la estación. Lo nunca visto en nuestra Península Ibérica. Lo importante es no equivocarse y coger el tren deseado, teniendo en cuenta que los rápidos y super-rápidos no tienen porqué parar en las mismas estaciones. Pero aún equivocándonos, dar media vuelta es casi inmediato por muchos kilómetros que se hayan hecho de más o en sentido contrario. El buen funcionamiento y la cantidad de trenes disponibles hacen que la espera rara vez exceda pocos minutos. Por no hablar de que las conexiones entre trenes están perfectamente calculadas para que siempre dé tiempo a empalmar sin problemas.
Japón parece ser un país de contrastes. Ha logrado mantener tradiciones ancestrales y elevarse a potencia tecnológica mundial. No es extraño encontrarse en la calle a una mujer ataviada con el kimono tradicional hablando por un móvil ultimísima generación

El tren es como una segunda casa o por lo menos una segunda cama: no hay japonés que se precie que no aproveche los pocos o muchos minutos que tiene por delante para echarse un sueñecito. Pero lo más curioso es la capacidad indiscutible que tienen todos para lograr adormilarse en cualquier postura imaginable. De pie, sentado o en equilibrio, en un vagón a rebosar pero nunca ruidoso, la “meditación” parece ser el deporte nacional aparte del béisbol. Pero aún hay más: mantienen el tipo todo el trayecto, nada de tambalearse, tal muñeco de trapo, con los virajes, ni de que la cabeza pierda su majestuoso saber estar y golpee la ventanilla, eso, para los principiantes occidentales. Y para colmo, nunca se pasan de estación. Me inclino respetuosamente ante tanto dominio inconsciente de la situación. Debe ser un entrenamiento sostenido desde la infancia, porque si no, no me lo explico. Desde la abuelita centenaria, hasta el niño, todos intachables.

Sin embargo, hay que subrayar que para evitar que algún que otro energúmeno se propase – parece que el problema desgraciadamente no es aislado -, hay vagones únicamente para mujeres. Me temo que el tema de la igualdad de la mujer, de sus derechos, es un poco espinoso, y aunque me gustaría poder introducirlo aquí, no sería prudente hacerlo basándome en unos pocos días de observaciones callejeras. En un país donde no desvelar sentimientos públicamente es dictado cotidiano, los gestos cariñosos en parejas jóvenes son mínimos o inexistentes. La contención como regla general del “no exteriorizar absolutamente nada”, no puede dar lugar mas que a un cúmulo de frustraciones. El respeto y el honor son ley y la sociedad se asienta en una pirámide jerárquica muy rigurosa, inquebrantable y cerrada sobre sí misma.

Otro tema tabú de una sociedad bajo tal presión “tradicional” es el suicidio. Siempre he oído que la tasa de suicidio es más elevada que en otros lugares. No tengo cifras precisas, pero los japoneses no parecen ser conscientes de ello. Ni son conscientes, al estilo estadounidense, de lo que ocurre fuera de su país, por lo menos no gracias a las noticias que retransmite la televisión nipona, ya que están totalmente focalizadas en temas nacionales. Reconozco que me ha sorprendido bastante encontrar parecidos entre el país del sol naciente y la primera potencia mundial, aún siendo sus costumbres y cultura tan diferentes. Mi amigo me comentó, nada más llegar, el fervor consumista nipón. Pero no lo crees hasta que no lo ves.
Se disfrutan todavía más los templos en la tranquilidad de las pequeñas ciudades como Nara o Nikko (ésta última a unos 120 kilómetros al norte de Tokyo, en pleno parque nacional), sobre todo porque suelen estar perdidos en bosques magníficos que ayudan a percibir el ambiente de meditación y calma espiritual a los que estaban destinados

Japón parece ser un país de contrastes. Ha logrado mantener tradiciones ancestrales y elevarse a potencia tecnológica mundial. No es extraño encontrarse en la calle a una mujer ataviada con el kimono tradicional hablando por un móvil ultimísima generación. El kimono puede llegar a ser un vestido de gala, y se puede encontrar un abanico amplio de precios, desde la modalidad del “andar por casa”, hasta las sedas más refinadas pintadas a mano, la haute couture japonesa.

Kyoto es una ciudad tipo, donde los templos y jardines, en los que reinan una paz y tranquilidad inimaginables teniendo en cuenta el gentío que se apresura en sus calles, están esparcidos alrededor del corazón de rascacielos, de neones encendidos 24 horas y de centros comerciales. Aparte de sus templos, que sin duda valen la pena, así como de su palacio imperial, os recomendaría también una escapada a su mercado central, incluso un supermercado de barrio resulta de lo más interesante, aunque no se entiendan las etiquetas y se desconozca el contenido de los paquetes. Pasear por los tenderetes observando lo expuesto dará una idea de la diversidad, mayoritariamente desconocida para nosotros, y de lo detallistas y cuidadosos que son los japones presentando las cosas.

En mi opinión, se disfrutan todavía más los templos en la tranquilidad de las pequeñas ciudades como Nara o Nikko (ésta última a unos 120 kilómetros al norte de Tokyo, en pleno parque nacional), sobre todo porque suelen estar perdidos en bosques magníficos que ayudan a percibir el ambiente de meditación y calma espiritual a los que estaban destinados. Supongo que el trasiego de metro y autobus de grandes ciudades no ayuda, aunque resulta sorprendente la paz que se suele encontrar en los jardines cuidados con tanto esmero y delicadeza. No hay japonés que se precie que no le dedique su tiempo a las plantas. Poseen una mano excepcional y demuestran una sensibilidad hacia la naturaleza que no tiene nada que ver con la occidental.
Después de Miyajima hicimos una penúltima parada en Hiroshima. Habíamos volado muchos kilómetros y no podíamos dejar pasar la ocasión y no hacer un alto ante el memorial a la bomba atómica. Era necesario ir y verlo con nuestros propios ojos, quizás para cerciorarnos, todavía más si cabe, del horror. Para grabarlo visualmente

Después de una noche en Nikko en plena reserva natural, con la sorpresa de un mono corriendo por la calle, nos hundimos en la megalópolis –casi inconcebible- que es Tokyo. Poco puedo contar de la capital porque nuestro paso fulgurante no fue más que de una noche. Siempre me habían contado la pequeñez de las habitaciones de los hoteles y la verdad es que pudimos comprobar que la diferencia de un sitio a otro es contundente. Parecía que estábamos en una lata de sardinas donde tenían que apartarse acompañantes antes de poder alcanzar el baño. Una anécdota, nada más.

Desde Tokyo nos dirijimos al sur, a una pequeña isla santuario, Miyajima, que está frente a la costa de Hiroshima. Se reconoce en una postal por su puerta torii roja “flotando” en el mar: se dice que cuando pasas por debajo auyenta los malos espíritus - los torii suelen erguirse en la entrada de los templos sintoístas. La isla es una delicia, chiquitita, muy turística, eso sí. Desde la cumbre del Monte Misen se tiene una bonita vista del mar Interior. Es el punto más alto de Miyajima además de ser una reserva de monos, aunque no tuvimos la ocasión de ver ninguno. Nos alojamos en un ryokan, o casa típica japonesa, donde disfrutamos de una suculenta cena tradicional: una sucesión de platos y sopas, que la señora de la casa nos iba sirviendo con orden ceremonioso indicándonos cómo comerlo todo adecuadamente. También tuvimos la ocasión de probar los baños públicos así como dormir en futones encima de un suelo de tatami: una experiencia necesaria y no tan frecuente como esperaríamos porque la mayoría de los hoteles son de estilo occidental. El sello japonés, sin embargo, siempre se encontrará en la multitud de funciones que tiene el water, particularmente curiosas. Un detalle.

Después de Miyajima hicimos una penúltima parada en Hiroshima. Habíamos volado muchos kilómetros y no podíamos dejar pasar la ocasión y no hacer un alto ante el memorial a la bomba atómica. Era necesario ir y verlo con nuestros propios ojos, quizás para cerciorarnos, todavía más si cabe, del horror. Para grabarlo visualmente y exigir que nunca vuelva a ocurrir semejante atrocidad bajo ningún concepto. Hay dos únicas fotos delante del domo, un edificio destripado con los hierros al aire, como un grito de dolor, que se dejó tal cual después de la tragedia. Dos fotos que no necesitan palabras: el antes y el después. Casi resulta inverosímil el dinamismo de la ciudad reconstruida, pero así es.

Nuestro corto periplo acabó en Himeji, ciudad que fue prácticamente destruida por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Milagrosamente sobrevivió su magnífico castillo samurai, y aunque sólo sea por esta fortaleza, vale la pena el desvío.

¡Buen viaje y sayonara!
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    La pérdida de El Dorado, de V. S. Naipaul (reseña de José María Lasalle)
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