PRIMER DÍA 
“Escribiré el poema evangélico de los camaradas y 
del amor, 
ya que ¿quién como yo comprenderá el amor con sus pesares y 
sus alegrías? 
¿Y quién como yo podrá ser el poeta de los 
camaradas?” 
WALT WHITMAN. –Hojas de hierba-. 
Dulzura –Estado de California-, USA. Martes 22 de 
julio del 2008. 
10:30 a.m. 
Querida Willa: Retomo mi ordenador 
portátil para escribirte después de mis vacaciones con viaje: una isla. Conservo 
la piel de mi nariz tersa como la de un tambor; dolorida por el sol y el yodo 
marino. Y recuerdo mi rostro siempre lleno de una arena que también estaba en 
nuestra comida y que traía no sé qué viento del nordeste. Me despedí de mis 
compañeros de viaje -un matrimonio de profesores de literatura inglesa, de San 
Diego- en un aeropuerto que parecía un gigantesco cofre de vidrio, y con el 
cuerpo dolorido como no puedes imaginarte. Ya estoy habitando la casa nueva. 
Forma parte de las inmediaciones de una ciudad llamada Dulzura, al sur del 
Estado de California y muy cerca de la frontera con México. ¡Cuidadito con lo 
que puedas imaginarte! ¡Te hablo de una hermosa, grande y elegante casa de 
madera con un porche que la rodea por completo! Antigua, sí; pero muy bien 
restaurada ¡Te encantaría! Además, esta es una zona tranquila y poco poblada; 
extrañamente, si tenemos en cuenta que Dulzura forma un corto triángulo con 
lugares tan bulliciosos como Tijuana y San Diego, sin una sola interrupción 
urbana entre esas dos ciudades. Vi por primera vez la casa cuando estaba aún por 
pintar, antes de partir de vacaciones hacia esa isla agobiante. Entonces 
encargué el color azul ultramar claro para mi porche al dependiente mexicano de 
la empresa de pintores a domicilio; este me miró con una expresión como de apuro 
primero y después de “ya veremos”. Eso de ir poniendo nombres a los azules 
parece que le era nuevo. Coloqué delante de él su propio muestrario de colores 
horrorosamente primarios, prohibiéndole seguir tan mal ejemplo. Gracias a un 
florero del mostrador y con una pedagogía propia de Mary Poppins, le indiqué 
cual era mi azul. Fue entonces cuando él puso la cara de “ya veremos”. Pero me 
sonrió seguidamente, lo que tomé por comprensión y eso acabó perdiéndome. El 
resultado, en fin, es un azul celeste casi blanco en el techo y en las paredes; 
en cambio, el celeste es muy intenso en las gruesas bandas que remarcan las 
puertas de entrada a la casa y las ventanas, que son blancas. Ya no hay nada, 
por ese lado, que pueda recordarme al azul marino en las puertas y balaustradas 
de las casas encaladas del mediterráneo en este rincón oeste de América 
-
goodbye a
 Grecia-. Llegando en taxi, desde la pradera, aún lejos, 
la casa me pareció una antigua estación de tren; e in situ, un inmenso juguete. 
Mi monumental porche, al que desde el inicio di mayor importancia que a la 
propia casa -¡me imagino qué grandes fiestas se han debido dar aquí en otros 
tiempos!-, no siendo ya del color que yo quería, cada vez que paseo mi mirada 
por sus techos y paredes, me dice: “¡Bueno, de todos modos aquí me tienes! Soy 
como todo en la vida: no como se espera y a cambio con todo para descubrir”; y 
hay mucha luz en eso si se quiere ver. Como la hay, por otra parte, en este 
mismo color celeste no exento de inocencia; me hace mirar hacia mí mismo más 
condescendientemente: Sobre mis hombros pesa la vida y bajo mi pecho la pena, 
¡tan a mi pesar! Ella –la pena- funda un vasto imperio; encuentra su refugio y 
su morada… Tu contestador automático y yo nos estamos haciendo grandes amigos. 
Confío en que cuando no estés vagando por Europa, te dignes a salir un poco de 
Nueva Inglaterra, para variar. Y también para variar, visites a este viejo 
pariente solitario en medio del desierto. Recibe un ligero beso esquimal de tu 
padre que… ¡aún te quiere!: CALIFORNIA TE ESPERA; ¡APROVÉCHALO DE UNA VEZ! ESTA 
OFERTA DE PROMOCIÓN -¡DESESPERADA!- DURARÁ POCO. Es broma, hija; pero créeme que 
te extraño mucho. Mil besos fortísimos nada esquimales. P.D.- Sé de inmediato 
cuando abres mis mensajes. Esfuérzate por no tardar más de cuatro días, como 
acostumbras, desganada, en responder este E-mail. 
(Enviando… Mensaje 
enviado.) (Desde la mecedora, ayudándome del mando a distancia, pongo 
a sonar un disco de Glenn Miller. Todo se llena con el ronroneo de 
“Moonlight Serenade”
.) 7:24 p.m. 
Si 
alguien me viese ahora desde lo más alto de la gran puerta de hierro al otro 
lado del jardín, frente a las escaleras principales de acceso al porche en el 
que me hallo -me parece un sitio ideal para que alguien me mire-, me vería 
sentado en una gran mecedora de hierro forjado, escribiendo en un ordenador 
portátil. 
(Junto a la que ocupo, hay otra mecedora vacía. 
Deja de sonar “Moonlight Serenade”, oigo unos pasos a mi izquierda; aparece 
Guillermo. Guillermo se sienta en la otra mecedora.) 
GUILLERMO.- Esa persona que ahora mismo estabas imaginando aquí 
sentada, y a la que he debido aplastar al sentarme yo,
 ¿no se parecía 
algo a aquella escultora noruega que conociste hace un año en San Francisco? 
Aunque…, ahora que lo considero, si estuvieras pensando en ella, tu imaginación 
no habría prescindido de sus seductoras pecas... ¡y lo ha hecho! ¿Y tu primera 
mujer, la arqueóloga? ¡Tan atractiva! Pero no, no, tampoco. Ella solo sale en 
tus pesadillas... 
YO 
(sin apartar la vista de la pantalla del 
ordenador).- No deberías interferir aquellos pensamientos o recuerdos que no 
te son destinados y de los que no eres objeto. 
GUILLERMO.- Verás; con 
sinceridad y sin modestia, creo que ese rostro que había en tu mente, no era 
otro que el mío; con el pelo corto, como cuando tú y yo hacíamos el servicio 
militar y ocurrió aquello que a ti y a mí nos tiene aquí consternados; 
(Deprimiendo el tono de voz.) en… realidad. 
YO 
(acre).- Una 
vez hubo un paraíso, Guillermo. 
(Se pone en pié tan 
súbitamente que me estremezco. Camina luego por el porche, con movimientos 
relajados. Guillermo -veintitrés años-, es esbelto, distinguido, con facciones 
incontrovertiblemente asexuadas, ojos grises-azulados, pelo largo y rubio 
recogido atrás… Poco acorde con la temperatura que aquí hace, viste un jersey de 
punto gris claro rematado en las mangas cintura y cuello con azul; pantalones de 
cuero negro y unas botas deportivas de lona negra con la base, los cordones y la 
puntera de goma, blancos.) GUILLERMO 
(con una euforia que la 
frase no parece justificar).- ¡Hubo un paraíso hasta para nosotros dos! 
(Contempla el paisaje semidesértico alrededor de la casa, 
evidenciando una respiración profunda y serena con los brazos en jarra, atacado 
al parecer de un irrefrenable optimismo. Sus pasos resuenan en el piso de madera 
del porche.) YO.- Pues te hago saber que nuestro 
paraíso yo no lo recuerdo precisamente como un paraíso. He estado mucho 
tiempo sin ti… y a la vez contigo, desde 1981. Esta noche no te esperaba y 
estaba además muy lejos de llamarte. Mira, cariño…, quisiera que esta casa, tan 
parecida, por su gran porche, a uno de esos lujosos barcos que aún hoy cortan el 
Mississippi, navegara diariamente de nueve de la noche a nueve de la mañana, por 
cualquier océano, mar, rio, lago… ¡Naturalmente que es solo una forma de hablar! 
Lo que trato de decirte, Guillermo, es que mi imaginación, aquí, debe comenzar a 
funcionar y producir como nunca, ¡como nunca! Y sería una verdadera lástima 
desperdiciar la ocasión, dado que este es un lugar ideal para eso; porque en 
torno a esta casa, a esta formidable estructura de madera…, la luminosidad 
desdibujada del día y la terca oscuridad moteada de la noche, pueden ser 
cualquier lugar o circunstancia del mundo. Y respecto a mi edad…, no tengo 
intención de preguntarme si es o no tarde para mí… 
GUILLERMO.- No es tarde, 
querido. Y todo eso que dices desear… ¡nada te lo impide! 
YO.- Lo que estás 
queriendo decirme es que nadie me lo impide; mejor aún, que concretamente tú no 
me lo impides. Y sí; ¡me lo impides de alguna manera! ¡Oh! ¿Cómo puedo decirte 
esto sin que nos haga daño a los dos? 
GUILLERMO.- ¿Por qué tanto cuidado? 
¡Anda y dilo simplemente por la vía cruel; anda! ¡Cualquiera comprendería ya que 
he quedado en bien poca cosa! 
YO.- ¡Muy bien, asqueroso chantajista 
emocional! ahí te va: Quiero alguien, ¡alguien! Un rostro de verdad. Necesito 
complacer la mirada del hombre que soy con una figura que pueda tocar, y que 
ahora solo está en mi esperanza. Es una figura que avanza hacia mí a lo largo de 
este larguísimo porche. ¡Claro que no sé quién ha de ser! Pero pronto se hará 
realidad. Sí…; y entonces no será ya solo la obra de mi imaginación... Llegará y 
me mirará la primera vez con aire grave, dándome a entender que no tiene que 
explicar su presencia en mi casa. 
(En esto me levanto y camino unos metros 
por el porche; con la mirada perdida teatralmente mientras imagino la escena. 
Guillermo me sigue con los ojos muy abiertos.) Y me dirá: “Óigame, estoy 
aquí, sí. Y mañana habré de volver. Igual a usted soy alguien que sueña; ¡que 
solo sueña! Le garantizo que es risible mi conocimiento de la vida real. 
Imagínese un momento como este, ambos mirándonos así. Me será imposible no 
estarlo evocando continuamente en mis sueños. Esta noche me la voy a pasar 
soñando con usted, ¡Que digo esta noche: soy capaz de hacerlo todo el año! ”. 
GUILLERMO.- ¡Oh, me suena!: ¿Dostoyevski? ¿Noches Blancas? ¡Qué remedo tan 
patético! 
YO.- ¡Sí, Noches Blancas! ¿Y qué? ¡Y no es un remedo patético, qué 
demonios! Coincide con mi necesidad… Hay algo que necesito y… ¡no puedo 
envejecer más antes de encontrarlo! 
GUILLERMO.- Sí; ya supongo de qué se 
trata. Es decir, sé de qué se trata. Los dos lo sabemos. 
YO.- ¿Crees que es 
solo eso? 
(Tomo asiento sin dejar de mirarle.) ¿De verdad lo crees? 
GUILLERMO.- Y lo más impúdico, lo más obsceno, es que además necesites estar 
enamorado de aquel que te haga... eso. 
YO.- ¿Impúdico? ¿Obsceno, dices? Si 
necesito antes estar enamorado… ¡Será todo lo contrario de obsceno! ¿No? 
GUILLERMO.- Pues no lo sé; no estoy nada seguro… Tal vez solo sea hipócrita, 
si tenemos en cuenta que ya estás enamorado. Dime, ¿es que me habrá de quedar, 
al final, tan solo el orgullo de ser yo quien te iniciara en esa necesidad 
física y emocional… tan dudosamente espiritual…? 
YO.- ¿Te refieres al amor? 
(Pausa.) (Ahora es él quien se levanta y camina unos 
metros relajadamente, como queriéndose sacudir un malestar.) 
YO 
(le miro desde mi asiento, con el rabillo del ojo).- 
¡Qué jacobino eres para ser de Burdeos! 
GUILLERMO.- ¡Qué tonto! sabes bien 
que soy todo lo contrario. Como también sabes que solo puedes amarme a mí. 
9:00 p.m. (hora náutica) 
YO.- ¡Mira; aquí está el mar! ¡Son ya 
las nueve! Y lo otro, sobre el amor…, no te lo voy a discutir. 
(Noto 
en mis ojos la destemplanza que antecede a las lágrimas y comienzo a pensar 
injurias contra mí mismo para instarme a esquivarlas.) 
GUILLERMO 
(no poco socarrón).- ¡Hum…! ¿El Pacífico penetra 
hasta aquí a esta hora?
 YO 
(a la defensiva).- Bueno, el océano 
Pacífico está solo a unos treinta y dos kilómetros de aquí. Pero ese es 
cualquier mar, lago, océano… o río. Solo algunas veces es el océano Pacífico. 
(Pausa.) GUILLERMO 
(más sereno, vuelve a 
sentarse).- ¿Porqué algo tan intenso como nuestra historia juntos no llegó a 
ser para ti un paraíso? Ni duración le faltó, después de todo. 
YO.- ¿Por qué 
entonces lo recuerdo con dolor? 
GUILLERMO.- Porque los paraísos perdidos se 
recuerdan así; con dolor. Aunque concedo que no lo percibas como algo tan alto 
en tu vida. Tiene gracia de todos modos. Hace cuarenta años, desde que nos 
conocimos siendo niños, que no te duermes sin antes pensar en mí. De hecho 
piensas constantemente. ¿Contradictorio? 
(Breve pausa.) ¿Tu hija, bien? 
YO
.- Sí. Eso creo. 
GUILLERMO 
(¡riendo! -¡no entiendo 
porqué!-).- ¿Ya es arqueóloga, como su madre? 
YO.- Sí. Está con un 
equipo de prospección en Estambul, creo. Hace un mes que no hablo con ella. 
(Miro al horizonte, cierro un ojo, y empiezo a especular sobre el 
posible grosor de la franja de luminosidad que destaca sobre el perfil de las 
montañas, como una tenue cresta de neón.) GUILLERMO.- Te vi 
cuando llegaste en taxi. 
YO.- ¿Estabas viéndome? Podías haber tardado menos 
en hacerte notar. 
GUILLERMO.- En el tiempo que llevas en esta casa, me he 
estado divertido viéndote transportar constantemente ese ordenador; escribiendo 
de un lado a otro, de un lado a otro... Te mueves como si llevaras un acordeón 
en lugar de un ordenador portátil y fueses improvisando según la vista del 
paisaje, cancioncillas populares a parroquianos poco exigentes. 
(Pausa.) 9:30 p.m. (hora náutica) 
(Guillermo se inclina sobre la pantalla del ordenador.) 
GUILLERMO.- ¿Qué estás escribiendo? 
(Silencio. Le tiro una 
sonrisita muy tensa y cierro la cubierta del ordenador portátil. Su rostro 
parece súbitamente iluminado por una idea. De repente alinea su mecedora 
paralelamente al eje del porche, se quita las botas deportivas y coloca sus 
pies, enfundados en calcetines blancos, sobre el asiento de la mecedora –todo 
ello con aire muy infantil-; luego retira el elástico que sujetaba por detrás su 
pelo, esparciendo el largo cabello rubio a su alrededor con ayuda de los dedos, 
más un enérgico movimiento de cabeza. Acto seguido cruza los brazos y orienta su 
respingada nariz en dirección a una imaginaria pantalla de cine –en realidad 
hacia la oscuridad de la noche -.) GUILLERMO 
(adoptando la 
típica actitud del espectador de una sala de cine cuando se impacienta por que 
tarda la proyección).- ¿Tardan mucho, no? 
(Comprendo la 
idea, y coloco mi mecedora paralela a la suya para seguir su juego.) 
YO.- Lo que más me gusta del cine del colegio son las largas esperas 
antes de la película. Permiten conversaciones a veces más interesantes que las 
películas mismas. 
(Señalo en una dirección inconcreta detrás de 
nosotros.) ¿No habré venido a interrumpir? ¿De verdad tus amigos querían 
irse? 
GUILLERMO.- Así será si ellos lo han dicho. No te preocupes. 
(Dado 
que tiene los pies sobre el asiento, sus rodillas quedan a la altura de su 
cuello, y él apoya el mentón en una de ellas. Ríe.) Yo creo que les has 
removido la conciencia al decirles que ya tenías hechos tus deberes para la 
primera clase del lunes y han ido a hacerlos ellos. Además, ya habían visto las 
dos películas que dan hoy. Vinieron por mí, porque yo no las he visto. 
(Pasa 
con suavidad las manos sobre sus calcetines blancos como sintiendo frío a la vez 
que se estremece de placer notándose protegido.) Pero como ya estoy contigo… 
(Silencio. Él vuelve la cabeza dos o tres veces hacía donde 
estoy.) GUILLERMO.- Les he contado a mis amigos 
que tú y yo nos conocemos desde muy niños. 
(Dado que Guillermo 
y yo, de mutuo acuerdo, estamos representando teatralmente algo ocurrido en 
nuestra adolescencia, yo, afanado en lograr el mayor realismo –tal vez espoleado 
por la pura nostalgia-, mantengo los brazos cruzados como he oído decir que 
acostumbraba a hacer por entonces cada vez que intentaba captar la atención de 
alguien… O me sentía contrariado, insatisfecho…, o simplemente sentía frío; como 
en verdad lo hacía aquella tarde lejana, en la sala de proyección de aquel 
colegio.) YO
.- ¿Realmente te acuerdas de cuando nos 
conocimos? 
(Guillermo, sin mirarme solo inicia una sonrisa; luego la 
refrena poco convincentemente. Se esfuerza por mirar hacia la pantalla en 
blanco. Ofuscado, he vuelto a recostarme rotundamente en mi asiento. Continúo 
con los brazos cruzados.) GUILLERMO.- Pero hace tanto tiempo de 
eso... 
(Me mira al fin.) No sabía si eras un poco antipático. Desde que 
estoy en el colegio… ésta es la primera vez que me hablas. 
(Pausa.) Claro 
que yo tampoco te hablaba a ti; pero te miraba siempre y en cambio tú a mí… 
nunca. 
(Pausa.) GUILLERMO 
(afable).- Pero 
resultas muy tratable. De verdad. 
YO
.- Para serte sincero, noté tus 
miradas; pero creí que eran de censura. Me daba vergüenza de que precisamente 
tú, que me conoces desde cuando éramos niños, pudieras estar al tanto de la mala 
reputación que aquí tengo. No deben decirse cosas muy agradables de mí entre 
alumnos y profesores. 
(Eso último ha sido mucho más una pregunta que 
una afirmación. Y él calla. Me muestro nervioso y no encuentro una postura 
adecuada para una de mis manos en la que pretendo descansar el mentón.) 
YO 
(insistente).- ¿Verdad? 
(Guillermo esboza un 
gesto deliberadamente ambiguo, y su silencio comienza a parecer airado. 
Mientras, yo, pensativo, he vuelto a mi postura de brazos cruzados, casi 
empotrado en mi respaldo. Él me mira de soslayo y evalúa los resultados de su 
silencio. Me estoy preguntando por qué a él le es tan caro, después de todo, lo 
que yo pueda hacer en el colegio…; mi mala reputación.) 
GUILLERMO 
(cambia de asunto).- ¿Cómo recuerdas la tarde en 
que nos conocimos siendo niños? Porque la recuerdas, ¿no? 
(Da por hecho que 
la recuerdo; me parece el colmo de la presunción.) YO.- Bueno, te diré 
las cosas tal como quedaron en mi memoria; pero no sé si es el orden real en que 
sucedieron. Recuerdo que nuestras madres se saludaron en un comercio de calzado 
o de ropa de una calle céntrica de Teruel. Las recuerdo conversando de sus cosas 
en el café de al lado, junto a sus respectivos niños que éramos tú y yo. No es 
fácil contarlo, porque se me grabaron más las sensaciones del suceso que el 
mismo suceso. Recuerdo una especie de perfume en el aire de aquel local con 
pretensiones cosmopolitas, tan características de un café elegante de capital de 
provincia de entonces. Sonaron las campanadas de una iglesia cercana, y la plaza 
que veíamos a través de los ventanales se inundó de colegiales esbeltos -chicos 
y chicas- que salían de clase y que se esparcían por la ciudad antigua caminando 
con sus libros arrimados al pecho; todos ellos uniformados con sus jerséis azul 
oscuro, falda o pantalón gris con altas medias blancas; igual como nosotros 
vestimos ahora mismo. Dentro, a este lado del gran ventanal, había un niño 
rubio, a mi lado, muy formal y callado; no más alto que las mesas del café en 
que estábamos, mirándome fijamente con esos ojos grises-azulados que ahora de 
nuevo me miran.
 GUILLERMO.- Mi recuerdo es casi como el tuyo. 
Tengo muy viva la sensación que me produjo tu rostro: Era como si tu cara 
estuviera recibiendo un aire muy frío… muy frio… En serio, ¡no te rías! Esa es 
la principal característica de tu cara; ¿no lo sabías? Tu rostro tiene siempre 
una expresión como de estar recibiendo un viento helado: tienes una piel muy 
blanca, la nariz tersa, unos ojos muy rasgados, con unas cejas muy finas y 
arqueadas... “Cara de viciosa” oí en un pasillo de las aulas del primer piso, 
hace tan solo unos días, referido a ti. Lo dijo alguien que juntó en una sola 
idea, tu rostro y tu conducta sexual. También aquella lejana tarde que ahora 
evocamos, me conmovió tu cabello castaño oscuro largo y despeinado, y tu mirada 
apunto de viajar disparada hacia algún lugar lejano. Me hiciste rememorar esa 
sensación hace unos meses, cuando te encontré en la ceremonia del acto inaugural 
del curso; el primero para mí en este colegio. Solo que esta vez, por añadidura, 
estaba mi curiosidad inducida hacía ti. ¡Las cosas que se dicen aquí de ti!... 
¡La misma persona que años atrás, siendo un niño, me había causado una sensación 
tan particular… envuelto ahora en rumores de una conducta tan extraña! Te juro 
que mi curiosidad por ti estaba empezando a dar… ¡gritos! Bueno, seis meses 
después de mi llegada, estoy hablando aquí mismo contigo y aún creo estar 
tratando con una diabólica celebridad. 
(Ríe.) ¡Pero no me mires así, que 
yo te veo de forma distinta a los demás! Hasta me encantaría que vinieras pasado 
mañana a mi cumpleaños. Cumplo quince. 
YO 
(no me ha gustado nada su 
avalancha de sinceridad).- Gracias, pero yo los quince ya los tengo. Los 
cumplí en enero. 
GUILLERMO.- ¿Es una forma de decirme que no? 
YO.- Sí. 
No tienes que mostrar caridad por un descarriado a costa de tu buena reputación. 
Aprecio tu gesto, créeme. Pero no. Me he acostumbrado a mi marginalidad; ahora 
ya casi me resulta agradable. 
GUILLERMO.- Deseo que vengas. 
YO.- No 
estaría cómodo. ¡No por ti, claro! es por la presencia de los demás chicos que 
supongo estarán invitados. 
GUILLERMO.- Si lo miras bien, ambos tenemos en 
común que vivimos con nuestros tíos; nuestros padres residen en el extranjero. 
Me gustará tener en la fiesta de mi cumpleaños alguien que además de ser el 
chico al que conozco desde hace más tiempo, desde mi infancia, padece la misma 
situación que yo; y que muy probablemente, al igual que yo, a veces se acompleje 
un poco ante los otros muchachos que tienen a sus padres con ellos: una vida 
familiar normal. 
(Silencio.) GUILLERMO.- Por otra 
parte no sé de donde viene tu sensación de marginalidad: eres el protegido de 
esa mafia que forman los más arrogantes hijos de papa que hay en el colegio... 
¡Eso a pesar de todo! 
(Pausa.) (Le miro con 
incredulidad.) GUILLERMO.- Me miras como diciendo: ¡si tú supieras!… 
(Guillermo me mira con un aire cándido y sentencioso al mismo tiempo. 
Me pregunto hasta qué punto paladea su propia malicia.) GUILLERMO.- 
Yo no sé mucho de esas cosas, pero si esos chicos están tan incondicionalmente 
rendidos a ti, imagino que es porque les das algo a cambio, ¿no? 
YO.- 
¡Cielito, sabes mucho de la vida para solo catorce años, tú!
 ¡Caramba con 
el niño! 
GUILLERMO 
(conciliador; pero continuando con su aire dómine).- 
Has mencionado tu supuesta marginación y he creído que tendría sentido 
recordarte que después de todo, el reducto actual de tus relaciones en el 
colegio es, socialmente, el más elitista. Me parece que queda clara mi voluntad 
de confortarte. 
(Silencio, y estimable lucha en su interior para no 
volver a decir “a pesar de todo”; pero lo hace.) GUILLERMO.- A pesar 
de todo. 
YO.- Óiganle: “¡A pesar de todo!” ¡Vaya! ¡Pero si a pesar de todo 
ese aire angelical eres toda una viborita! “¡A pesar de todo!” 
GUILLERMO.- 
Mira, por educación no acostumbro a tratar de… ciertas cosas… 
(Señala en la 
dirección en que sus amigos se han ido de la sala de proyección.)… ellos no 
hacen más que tratar ese asunto; ¡no hacen otra cosa!… pero yo jamás hablo de 
eso. 
YO.- Habla ahora de… “eso”. Puedes hacerlo, te lo agradeceré. Habla de 
“eso”. ¡Vamos! 
(Pausa.) GUILLERMO 
(enojado, 
ganando un frío arrojo).- Bueno… Para empezar, la palabra “descarriado” 
aplicada a ti, no basta... 
(Me mira deseando saberse refrenar, pero 
pese a las cuidadas maneras de niño ingenuo y educado que le son tan propias, 
noto que se está encrespando más y más a cada momento.) 
GUILLERMO.-
 En tu caso es más apropiada esa otra palabra 
que los profesores usan entre ellos para hablar de ti: “Depravado”. En fin, dada 
tu conducta supuesta, es esa la palabra más adecuada, ¿no crees? 
YO.- ¡No 
puedes ni imaginarte, cielito…, mi asombro en este momento ante ti! 
GUILLERMO.- ¿Por qué? 
YO. - Por todo el mal que veo se encierra detrás 
de esa carita tan bella… 
GUILLERMO.- “Cielito”…, “Carita bella…” 
(Se 
aproxima cautelosamente a mí para no ser oído por nadie más, y me “grita” en voz 
muy baja.) ¡No soy una chica! ¿Entiendes? Yo soy un chico y tú otro chico; 
¡no puedes usar esas expresiones! 
(Pausa.) ¡Y no me estés mirando así! 
parece como si el aire que toca ahora tu cara fuera más frío de lo que ya es 
normalmente. ¿No me entiendes? Cuando mis amigos estaban aquí hace solo unos 
minutos, llamaste a uno de ellos cariñito… ¿Ves? ¡Ese, es tu actual problema! 
¿Entiendes? Piensa bien en la palabra depravado: de… pra… va… do. Así; sonando 
por todo el colegio: de-pra-va-do, de-pra-va-do, de-pra-va-do… 
(Guillermo mira el ambiente en la gran sala de proyección. Intenta 
ganar aire; y no precisamente para serenarse. Aunque el cine estaba muy lejos de 
estar lleno aquella tarde, algunos chicos en espera de la película, a nuestro 
alrededor, iban y venían de comprar palomitas de maíz, y algún profesor se 
dejaba ver de cuando en cuando.) GUILLERMO 
(violento en el fondo, 
pero consiguiendo no alzar la voz).- Piénsalo. 
YO 
(sereno).- Lo 
haré; veamos: De-pra-va-do… ¡Sí! me imagino a Tomás Calero, el de tercero B, con 
sus muchos kilos y su aire de gañan de vacas pronunciando esa popularísima 
palabra 
(Gesto remilgado, y modulando exquisitamente la dicción.): 
“De-pra-va-do”. 
GUILLERMO 
(divertido).- ¡Oh no, mi niño, no! Esa es 
la palabra solo al uso entre la dirección y el profesorado, que… Créeme: si no 
fueses sobrino de quien eres, ya te habrían puesto de patitas en la calle hace 
mucho tiempo. 
(Ahora mira en torno suyo temiendo ser oído. Luego, pasa a 
hablarme con suavidad y afectación, batiendo las pestañas con mucha 
impertinencia.) Comprendo que ignores como puedan llamarte esos chicos de 
origen humilde a los que de manera tan snob, evitas como si fueran apestados, y 
junto a los que pasas sin mirar siquiera para no tener que dirigirles la 
palabra; como si no existieran. Ellos, para definirte solo usan la palabra 
maricón. 
(Ha mantenido el intenso parpadeo hasta la última silaba de la 
última palabra, que ha rematado con un muy deliberado ademán de afeminamiento, 
consistente en ocultar súbitamente su mano derecha con un movimiento muy rápido 
de la muñeca.) (Silencio.) (Ahora se cubre el 
rostro con las manos, consciente de haberse excedido; de haberse dejado 
llevar.) GUILLERMO 
(sinceramente temeroso).- Vaya, 
supongo que ahora sí que no puedo esperar que vengas a mi fiesta de cumpleaños 
(Me mira para estimar daños.). YO 
(con ira contenida).- Dos 
cosas: Primero, tu expresión “hijo de papá”, te definiría a ti mismo a la 
perfección. Otra cosa es que adoptes con todos, un trato y unas actitudes más o 
menos jesuíticas… 
GUILLERMO.- ¿Yo? 
(Se refrena para no estropear aún más 
las cosas.) YO.- Segundo, entre los queridísimos amigos tuyos que aquí 
estaban 
(Señalo el lugar con el dedo.) hay dos que son amant… 
GUILLERMO 
(me interrumpe intentando disimular haber sido cogido de 
sorpresa; lo que le hace atropellarse al hablar).- Luís y Alberto. Sí, ellos 
se quieren… Y… 
(Se sobrepone.) ¿Y qué importa? es algo privado que no 
trasciende a la vida del colegio, algo… ¡que nadie sabe! De hecho… me sorprende 
que tú… ¿Como lo sabes? ¡Oh, ya!: Sergio, el hermano idiota de Luís; un intimo 
tuyo. ¡Qué traidor, vendiendo a su propio hermano! Porque… te lo ha dicho Sergio 
¿no? ¡Reconócelo! Luis y Alberto son amigos míos, y yo no estoy en contra de 
que… la gente… si se quiere… 
(Recupera la ofensiva.) Algo diferente a tu 
caso, que no desaprovechas una buena ocasión de revolcarte si tienes macho a 
mano. Y por lo que dicen te sirve cualquier hombre en cualquier rincón. Es solo 
un asunto de discreción, ¿sabes? 
(Mirando sus labios ¡tan rojos! 
estoy pensando en otra cosa...) YO.- ¿Significa eso que si yo me 
mostrase discreto, podría prosperar un affaire entre tú y yo? 
GUILLERMO 
(me mira de reojo).- ¡Que incómodo eres! 
(De repente, como si 
a nuestro lado hubiera alguien más, gira su cabeza hacia la izquierda y recoge 
aún más sus pies sobre el asiento.) GUILLERMO 
(fingiendo 
hablar con alguien a su izquierda).- Sí, padre Eulogio, sé que no puedo 
poner los pies en el asiento, pero mire, me he quitado los zapatos; mire. 
Gracias, padre Eulogio, sé que tenemos que cuidar del cine del colegio, por eso 
solo poso sobre el terciopelo del asiento mis calcetines blancos. ¿Lo ve? 
Gracias, padre Eulogio, es usted muy amable.
 (Gira el rostro de nuevo hacia 
mí. Y como si no hubiera quedado claro el nombre de la persona con la que 
conversaba.) Era el padre Eulogio. Él siempre tan amable conmigo. 
YO 
(observo su pose sobre la butaca y elevo la voz todo lo que puedo, dentro aún 
de lo prudente).- ¡Mírenlo, parece un gatito! 
GUILLERMO 
(como si tal 
cosa).- ¡Qué bien que al menos no eres afeminado! No soporto a los 
afeminados. Tú no lo eres. 
(Casi para sí mismo.) Muy cursi sí lo eres 
pero no afeminado. 
(Largo silencio.) (Guillermo, 
cabizbajo, sin esperar ya la película, contempla el movimiento de sus pies 
enfundados en calcetines blancos, sobre el asiento de terciopelo de la butaca. 
Medita. Los mechones rubios de su cabello caen en dirección al asiento, y casi 
no puedo ver su rostro. Mientras, se entretiene en hacer danzar los dedos de los 
pies, tomando y retomando al unísono o separadamente barios ritmos imaginarios 
distintos.) GUILLERMO.- ¿No vendrás? 
YO.- ¿A tu 
cumpleaños? 
(Entre la maraña de cabellos, al fin distingo sus ojos 
mirándome.) YO
 (ya entregado).- Naturalmente que voy a 
ir. 
(Vuelvo a observar a través de su cortina de cabellos, distingo 
ahora también sus labios: hay una sonrisa maravillosa en su rostro.) 
Nota de la Redacción: agradecemos a 
Ediciones 
Carena en la persona de su director, 
José 
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este 
fragmento del libro de Fernando Lozano, 
Cerezas 
(Carena, 2010), en 
Ojos de 
Papel.