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Emilio Vivar (foto de Jesús Martínez)

Emilio Vivar (foto de Jesús Martínez)

    AUTOR
Emilio Vivar

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Cózar (Ciudad Real, España), 1943

    BREVE CURRICULUM
Estudió bachillerato por libre en Valdepeñas y, después, magisterio en Ciudad Real. Más tarde se trasladó a Blanes (Girona), donde ha ejercido su profesión docente durante 39 años. Desde pequeño inventó historias. Veía cada hecho a través de la fabulación, que le servía de refugio




Opinión/Entrevista
Entrevista a Emilio Vivar, autor de Los anónimos de la Guerra de Cuba (Ediciones Carena)
Por Jesús Martínez, lunes, 1 de marzo de 2010
El Desastre

Viernes 18 de diciembre de 2009 en Ediciones Carena

El autor de Los anónimos de la Guerra de Cuba, Emilio Vivar, abrió la puerta menos despabilado que yo, amodorrado detrás de un ordenador con servidor nuevo. “Simplemente, el que había cayó”, recompuso José, el técnico de Teléfonica que llevaba consigo el código de la muerte (avería 9ZF602) y una bandera de la revolución con el router. “Mi hijo vive en Argentina, y desde allí trabaja para Telefónica contestando las llamadas de quienes preguntan dónde está la avenida Pi i Margall. Eso es la globalización. Los jóvenes de hoy han vivido en la opulencia. Habrá que tomar la Bastilla otra vez.”
Emilio Vivar, con la voz tintineando en el badajo de su campanilla, se frotó las manos por el frío desalentador que se había traído de Blanes, donde tiene su morada y en la que describe, arrellanado en el butacón, los horrores de los feroces combates de sus guerras. El autor venía a ponerle las comillas que se desprendieron por su propio peso en el proceso de impresión (el mismo título sufrió los avatares de la dubitación hasta el instante mismo de extenderse por las planchas). Comillas desde “Nos habían dicho que allí encontraríamos mulatas cariñosas” hasta “eliminar a todos los blancos”.

Se fue después de cuatro horas en las que había instalado en el rincón oscuro de las cajas de El último samuray, junto a las revisiones de Renata sui géneris, al lado de la impresora que trabaja más que los mineros de Pola de Lena. Parecía un fantasma invisible, si no fuera porque el jersey de chompa de Evo Morales envolvía con sus colores de arco iris la vaina de habichuela en la que laborábamos José Membrive y yo.

Me fui a tomar un café, después de consultar los mails del día anterior.

De vuelta del café, en el que mojé la sección de Internacional de La Vanguardia, ya en la editorial, ocupé mi sitio en el asiento más mullido, en el que se sentaba la reina Elisa, una estudiante italiana en prácticas que el verano anterior había ganado, con una poesía sobre su abuela, la Galleta de Oro, el premio interno que habíamos convocado para darnos el gustazo de perderlo.

José me comunicó que quería hacer una revista para colar las entrevistas a los autores. Yo le dije que me encantaría, puesto que es lo que he hecho durante ocho años en la publicación local L’Informatiu de Sants, Hostafrancs i La Bordeta, y le hice partícipe de un proyecto que fabulé para que los escritores consagrados apadrinen a los noveles. “Yo podría apadrinar a Juan Marsé”, sonrió con picardía, antes de que el vecino Felipe de Vicente entrara por la puerta para hacer unas llamadas de teléfono. Supimos que era el vecino por su voz, porque por su gorro de lana calado creímos que se trataba de Lluís Llach.

Yo me fui pitando al piscolabis de Navidad de Saber y Ganar. Di aviso.

Jesús.—Colaboro en el programa Saber y Ganar, hago las preguntas de una sección.

José.—Podrías preguntar: “¿Quién escribió Ahora que estamos muertos?”.

Ahora que estamos muertos
lo escribió el trabajador social de Madrid Miguel Rubio.

Emilio Vivar se quedó abriendo por la página 123, uno a uno, los 500 ejemplares de su obra, para colocar las comillas en bolígrafo negro y que el lector no se hiciera la picha un lío en el fragor de la lectura de las guerras de mambises. Emilio Vivar (Cózar, Ciudad Real, 1943), maestro de profesión —aunque a todas luces le habría gustado cursar una ingeniería, incluso si esta fuera agrónoma—, y residente en Blanes por aritmética, recuerda con claridad las pupas de su abuelo Emiliano, que peleo contra la insurgencia de José Martí en Cuba, con los mismos procedimientos primitivos con los que el virrey de Bagdad Paul Bremen aplacó los camisas negras del clérigo Muqtada Al Sáder.

Ocurrió en 1898, hace mucho mucho mucho tiempo, en un país lejano lejano lejano…

Emiliano Vivar nació una noche de dolores de escalpelo. La parturienta lo trajo al mundo con su carita asustadiza y quejumbrosa. Tan joven y tan viejo. Se calzó la azada y el bieldo para la mies siendo un mocoso. Le gustaba demasiado Catalina de Nova, de una familia de bienes y posibles, aun siendo rancia la hacienda de su canastilla. Durante el cortejo, le jugó una mala pasada la reina María Cristina de los Borbones Roché, regente durante la minoría de edad de Alfonso XIII. Con la anuencia de su generalato, se permitió la requisa de hombres con traje de muchachos para conducirlos a una estúpida guerra de la que no tenían ni la más remota idea, y que sólo habían oído a medias en los cenáculos de las tertulias del casino; frases cazadas al vuelo que tan pronto se llevaba el diablo como atraían la angustia a su propio hogar. Entremedio, en los caseríos de la nobleza, se regaban con vino de las bodegas las comilonas en las que se servían piezas de caza, fiestas para recaudar dinero con el que contribuir “al esfuerzo bélico”, el eufemismo de la barbaridad.

Un jornalero cobraba cuatro reales diarios, si es que trabajaba cada día. Una familia con un mínimo de cuatro miembros necesitaba más de dos pesetas diarias para subsistir. Un kilo de pan costaba una peseta.

Emiliano no disponía de los 6.000 reales (250.000 euros) para evitar el sorteo de los quintos, en el que quien sacaba el número más alto adquiría el pasaje para la provincia lejana de un imperio extinto y alelado como sus validos.

Salir de un pueblucho a un mundo desconocido.

Hermano de Emiliano.—Siento que seas tú quien haya de sacrificarse.

Hermana de Emiliano.—Vuelve, prométemelo.

A los 19 años, Emiliano Vivar realizó el primer viaje de su vida, que fue, en principio, razonablemente corto, de Ciudad Real a un puerto gallego, pero que luego supondría, para él, un trayecto larguísimo y tortuoso. Los bajeles tardaban 15 días en alcanzar Cuba. El escorbuto provocaba hinchazones en el cuello y un aspecto caballuno a quienes se les hinchaba la dentadura, con las encías que Bram Stoker dejó descritas en sus cuartillas. La falta de sueño, unida a la modorra, junto a una indisciplina comprensible, sumado a los berreos de los malencarados oficiales que prometían la gloria en el infierno, causaron mella en la chiquillería analfabeta que apenas sí sabía leer correctamente los nombres de los ordenanzas en los tablones. El cuerpo de quien moría (“barcos ataúdes”, los llamaba Blasco Ibáñez) se envolvía en una ruana cerosa, y, sin más contemplaciones ni salvas de artillería, se lanzaba por la borda. Emiliano creía que los cuerpos, aun muertos, se ahogaban, por lo que morían dos veces cuando ya habían estirado la pata, lo que acarreaba el doble de sufrimiento. Eso creía.

En Cuba, en los faldones de la Sierra, en los humedales infestados de bicharracos y aves del paraíso como el zunzún, entre los bohíos de Camagüey, Emiliano se pasó cuatro años emboscado, parando las arremetidas de los cocodrilos, un enemigo invisible que disparaba su máuser sin ser visto. Llegó en 1894 y se tiró cuatro años, hasta 1898, el año en que se perdió Cuba, el fatídico Desastre para la Restauración, lo que para la soldadesca equivalía a la liberación de los beatos.

Las fuerzas conservadoras españolas se opusieron a escuchar los artículos patrioteros cubanos de la Constitución de la República en Armas; ellos querían mantener el poder colonial en el Salón de los Espejos del Palacio de los Capitanes Generales. Ni estatuto ni asamblea ni autodeterminación. Obstruyeron cualquier negociación para salir de una crisis que se precipitaba al abismo de sus dominios.

Antes de volver, herido sólo en la hombría, embrutecido, Emiliano había dejado de sopetón la niñez, como una víbora del Gabón que muda de piel. De nuevo en Cózar, Emiliano se casó por la iglesia con su Catalina, a quien le dio una hembra y tres varones, entre ellos Ángel Vivar, el padre de Emilio Vivar. Ángel heredó de Emiliano otra guerra, esta vez más próxima y menos romántica. Luchó en el bando republicano durante la Guerra Civil española. Entretenido en la Defensa de Madrid, destinado en la sección de Transmisiones, coincidió con Pasionaria mientras cableaba una de las trincheras de ladrillo rojo. “A mi padre le mandaron limpiar de sangre el Cuartel de la Montaña después de la matanza de julio del 36. A Emilio, su hermano mayor, que formaba parte de la Quinta del Saco, le reclutaron y le enviaron al frente del Guadarrama. Se hizo el loco y el coronel, después de vapulearle, le recluyó en un sanatorio, del que escapó”, rememora el autor de Los anónimos de la Guerra de Cuba.

Emiliano Vivar murió en 1957, víctima de un accidente vascular cerebral, una hemiplejía que le dejó postrado en cama durante un trienio. Le acometían delirios en los que reproducía en su cabeza enferma las penalidades que padeció en Cuba. Su cuerpo revivía las situaciones traumáticas por las que había pasado en su mocedad. Por ejemplo, había de tener constantemente, de día y de noche, un recipiente con agua en el que empapaba un trozo de tela que se llevaba a la boca para paliar la sed. En cuanto le faltaba el agua o un pedazo de pan, se ponía a dar gritos desesperadamente.

Su nieto escuchaba alrededor de la fogata, en el cortijo, mientras se hacían las migas, los relatos de su abuelo sobre la guerra finisecular, el Desastre de Cuba. “Más desgracia perder Cuba que las cosechas morirse”, se decía por entonces.

En el libro que acaba de publicar Emilio, y que finalizó en 1996, El Golorín personifica a su abuelo, quien, en realidad, era conocido por el apodo de Canelilla, debido a la abundante canela de las Antillas.

En 2005, el profesor de matemáticas del colegio Joaquin Ruyra Emilio Vivar visitó con su esposa La Habana. “Íbamos por la calle, impresionados por los palacios señoriales de la época de la colonia, y se nos acercó un matrimonio. Ella era profesora universitaria de Pedagogía, y él, radiólogo. Nos pidieron leche para su hijo. Se tenían que ganar un sobresueldo cazando a los turistas”, infiere Emilio, que teoriza sobre el futuro de la isla. “Cuando caiga Fidel, Cuba volverá a ser el patio trasero de Estados Unidos.”

Emilio Vivar da gracias a Dios por haberse librado de la guerra que la tradición familiar le reservaba.

Marcó las últimas comillas en la página 123 del último libro de la decimosexta caja. “Nos habían dicho que allí encontraríamos mulatas cariñosas con las que lo íbamos a pasar tan ricamente. Que eso de la guerra no iba más allá de unas maniobras como las que habíamos hecho en los cuarteles, ya que no había enemigo a nuestra altura. No teníamos por qué preocuparnos por cuatro salvajes que se asustan al sentir el primer tiro. Que esos enemigos no tenían armas de fuego y nunca se iban a acercar a nosotros. Nos aseguraban que debíamos estar contentos al embarcarnos en dirección al paraíso, cuando, en realidad, al poner el pie en el barco ya habíamos dado el primer paso hacia el infierno. Los enemigos no eran tan ignorantes ni tan espantadizos como nos los habían pintado. Ni siquiera, creo yo, que intentaran eliminar a todos los blancos.”

Así terminó en Ediciones Carena la mañana del viernes 18 de diciembre del 2009
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