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Javier Cercas: <i>Anatomía de un instante</i> (Mondadori, 2009)

Javier Cercas: Anatomía de un instante (Mondadori, 2009)

    TÍTULO
Anatomía de un instante

    AUTOR
Javier Cercas

    EDITORIAL
Mondadori

    OTROS DATOS
Barcelona, 2009. 463 páginas. 21,90 €



Javier Cercas fotografiado el 31 de mayo de 2009  en la Feria del Libro de Madrid por Miguel A. Monjas (wikipedia)

Javier Cercas fotografiado el 31 de mayo de 2009 en la Feria del Libro de Madrid por Miguel A. Monjas (wikipedia)

Adolfo Suárez en la portada de TIME

Adolfo Suárez en la portada de TIME

General Manuel Gutiérrez Mellado (foto procedente de la web del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado)

General Manuel Gutiérrez Mellado (foto procedente de la web del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado)

Santiago Carrillo fotografiado en 2007 por photoAtlas (wikipedia)

Santiago Carrillo fotografiado en 2007 por photoAtlas (wikipedia)


Reseñas de libros/No ficción
Javier Cercas: Anatomía de un instante (Mondadori, 2009)
Por Justo Serna, lunes, 1 de junio de 2009
En 2009, un afamado novelista, Javier Cercas, publica un libro sobre el 23-F, el fallido golpe de Estado de 1981. No es una ficción: es una crónica de los acontecimientos principales y, sobre todo, una interpretación de los hechos que se vieron, que quedaron registrados por las cámaras de Televisión Española. Las imágenes parecen imponerse sin glosa que las justifique. Todos hemos contemplado la irrupción de las tropas del teniente coronel Antonio Tejero en el Congreso de los Diputados. En aquel momento, cuando vimos a esos individuos, sentimos vergüenza, repudio, frustración: de nuevo el pretorianismo español parecía imponerse con ignominia y fatalidad. Es éste un estado de ánimo que también han podido experimentar los más jóvenes, aquellos que por entonces no tenían edad para conocer dicha filmación. Sólo el tiempo y la certeza de que el militarismo carpetovetónico ha acabado nos alivian. Javier Cercas regresa a esas imágenes y a ese momento para sajar, para mostrarnos nuestro retrato colectivo, poco favorecedor. ¿Poco favorecedor? Por acción o por omisión, muchos contribuyeron al golpe. O porque, creyendo derribar legítimamente a Suárez, crearon un clima favorable al golpismo. O porque, pudiendo resistir u oponerse, callaron inicialmente ante la acometida militar. Pero el retorno de Cercas no es lastimero ni masoquista ni consolador. Simplemente analiza un oscuro pasado: sin la condescendiente superioridad que nos da nuestro futuro actual o nuestra comodidad presente.
En Apología y petición, un célebre poema de Jaime Gil de Biedma, hay unos versos que se han repetido hasta la saciedad. Son aquellos en que el autor dice: “De todas las historias de la Historia/ sin duda la más triste es la de España,/ porque termina mal”. Acaba aquí la cita previsible, el pasaje reiterado que sirve para mostrar la decepción que el franquismo provoca en las generaciones que maduran en plena dictadura. Gil de Biedma deploraba “este país de todos los demonios” y esa frustración ha servido para condensar o sintetizar el dolor patriótico de unas generaciones maltratadas por el militarismo y el catolicismo castizos. Pero el poeta no se detenía en esa radiografía histórica. Gil de Biedma avanzaba y defendía otra posibilidad. “Quiero creer que nuestro mal gobierno/ es un vulgar negocio de los hombres/ y no una metafísica, que España/ debe y puede salir de la pobreza,/ que es tiempo aún para cambiar su historia/ antes que se la lleven los demonios”. Gil de Biedma no se resignaba: “Pido que España expulse a esos demonios./ Que la pobreza suba hasta el gobierno./ Que sea el hombre dueño de su historia”.

“Que sea el hombre dueño de su historia”. El hombre puede ser una entidad colectiva y puede ser el individuo en circunstancia ordinaria o extrema. Hasta cierto punto, el libro de Javier Cercas es un examen de ambas posibilidades: la de una colectividad que finalmente se hace dueña de su propia historia gracias a unos hechos muy comprometidos, muy apurados; la de la conducta responsable, gallarda, de un individuo que se niega a fatalidad de “ese país de todos los demonios”, algo en principio muy novelesco. Quiero decir: hacerse dueño de la propia historia, arrostrando las consecuencias de los actos, es una afirmación heroica que han cantado los poetas, que han alimentado los literatos. Se presta a la epopeya, a la hagiografía, a la ficción ennoblecedora, al mito, a la leyenda. Un acto valiente y memorable de un héroe imprevisto, la acción brava y gloriosa de un hombre corriente, puede redimir toda una vida de trapacerías o renuncias: las propias y las ajenas, las de ese individuo y las de sus contemporáneos. Pero, además, la gesta real –siempre humana e incompleta-- puede agigantarse hasta convertirse en pura fábula. Siempre estamos tentados de mejorar lo bueno con lo quimérico; siempre estamos deseosos de redondear aquello que no era perfecto.

En la obra hay otra parte de historia potencial, de estudio conjetural. En distintos momentos, el autor plantea una versión de este o de aquel hecho y, lejos de ceñirse a lo documentado, rastrea las posibilidades reales de esa hipótesis, si se sostiene o no se sostiene. Al hacerlo así, Javier Cercas explora la historia y explora también las propias fantasías con que la historia ha sido adornada

Desde el principio, Javier Cercas renuncia expresamente a la ficción, a la estricta invención. Adopta la crónica. ¿Por qué se acoge a dicho género? ¿Por qué no escribe una novela? Las razones que enumera son varias, pero seguramente una de las principales es el exceso de documentación, la vasta información de que se dota el autor para poner orden en lo que se sabe, en lo que se ha escrito, en lo que aún se conjetura. Parece una excusa pedestre, pero no lo es. Hay muchos datos y, a la vez, hay muchas figuraciones, suposiciones, invenciones. ¿Para que añadir una ficción más a tanta novelería? Fijémonos en la opción por la que se inclina Cercas: en este volumen, el novelista abandona el género con el que se ha acreditado, y lo hace para no abultar lo que es un repertorio de fabulaciones. No es que identifique novela con novelería: es que quiere llevar hasta el final dos restricciones que se impone y que son marca de su creación habitual: el relato real y la metanarración. Aquí, sin ser novela, tenemos relato real y metanarración, es decir, tenemos una historia auténticamente ocurrida con personajes históricos, con sujetos existentes; y tenemos la reflexión sobre el hecho mismo de narrar, sobre la información que alguien reúne, sobre el orden que le pone a los datos, sobre el punto de vista desde el que contar las cosas verdaderamente sucedidas, sobre la dificultad de escribir lo ocurrido.

El punto de partida del libro es ese documento audiovisual al que aludíamos al principio: la filmación televisiva de la toma del Congreso de los Diputados por el teniente coronel Tejero y sus hombres. Esas imágenes que han sido mil veces vistas, que han sido mil veces repetidas, son ciertamente muy informativas –dicen mucho del estilo, de las formas, de los procedimientos de los golpistas--, pero son también enigmáticas. Los malos modos, el habla soez, la orden cuartelera parecen decir más de lo que en realidad dicen. En realidad, nos aturden. Aun cuando las hayamos contemplado en muchas ocasiones y la impresión sea menor, ese acto televisado todavía nos conmociona. Pero el enigma que se plantea el cronista no es éste. Al autor no le interesa averiguar lo obvio: por qué aún nos sobresalta. La violencia retransmitida, un golpe de Estado, un lenguaje destemplado, autoritario y amenazante, el matonismo verbal: todo ello todavía nos amedrenta. Lo que inquieta más al cronista es el sentido de un acto, de un gesto: el coraje de Adolfo Suárez, de Manuel Gutiérrez Mellado, de Santiago Carrillo manteniéndose en sus escaños o plantando cara a los ocupantes del Congreso.

¿Valor, valentía, sentido del deber, orgullo institucional? Sin duda, es todo eso, pero hay otras interpretaciones de ese instante, interpretaciones que yo, por caridad, no revelaré. Las cuatrocientas y pico páginas del libro son exámenes tentativos de este gesto, de sus significados posibles, del contexto explicativo, de las glosas que pueden hacerse de lo que son propiamente actitudes o ademanes. Por eso, en el libro hay una parte de historia factual, de las cosas que sucedieron y que Cercas detalla con minucia y precisión. Pero en la obra hay otra parte de historia potencial, de estudio conjetural. En distintos momentos, el autor plantea una versión de este o de aquel hecho y, lejos de ceñirse a lo documentado, rastrea las posibilidades reales de esa hipótesis, si se sostiene o no se sostiene. Al hacerlo así, Javier Cercas explora la historia y explora también las propias fantasías con que la historia ha sido adornada.

Hay lectores de este libro que destacan la crónica de hechos o el análisis político. Con ser importantes, yo no creo que eso sea lo fundamental. La clave de esta obra radica, precisamente, en la construcción del personaje real a partir de analogías propiamente literarias. Es decir, el novelista –ahora cronista-- se vale de ficciones para comprender gestos, conductas, acciones de un individuo real. No es una licencia fraudulenta

Pero, sobre todo, el volumen es un estudio vertiginoso y atormentado de ese gesto que realiza Suárez (y con él Gutiérrez Mellado y Carrillo). Es el análisis de una epifanía, de un acto final que ilumina todo lo que precede. Este motivo es una constante en Javier Cercas. Como en Soldados de Salamina o en La velocidad de la luz, también Anatomía de un instante trata de la gesta imprevista o del acto inesperado; trata de una redención. No son las hazañas de un titán, sino la acción finalmente heroica de un hombre corriente. En efecto, esos actos puede realizarlos cualquiera de nosotros en un momento de lucidez o de locura, de arrojo o de temeridad. Todo ser humano es capaz de emprender la acción más sublime (o la más abyecta): sólo hace falta algo de trastorno o de clarividencia. Las circunstancias son extremas, los hechos nos obligan, los otros nos empujan. Hay un instante en que dejamos la comodidad muelle de lo ordinario para componer figuras ignotas: la de un héroe o la de un villano que se afirman ante lo que ocurre, personajes nuestros de los que no nos creíamos capaces. Todos tenemos un momento de gloria o de infamia, todos podemos realizar una hazaña o una felonía.

Como indicó Vladímir Propp, en los cuentos hay un conjunto de funciones que se reiteran, acciones que desempeñan ciertos personajes y que sirven para narrar siempre la misma historia con idéntica moraleja. El orden se ha roto, la estabilidad de lo cotidiano se ha fracturado, el mal acecha: algún villano arruina lo poseído o lo deseado, esa felicidad ordinaria de la vida corriente. Pero es entonces, precisamente en ese instante, cuando alguien se sacude sus miedos, se afirma en su modestia y se comporta como un coloso. En Cercas, el personaje de la acción no es el militar que emprende un acto de guerra, sino el héroe humilde e impensado. “¿Tiene razón Borges y es verdad que cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo instante, el instante en que un hombre sabe para siempre quién es?”, se pregunta Cercas.

Quizá sea demasiado novelesca esa conclusión, pero la literatura y el cine nos han acostumbrado a ver así las cosas, con esa simetría: al final, en la vida real, las cosas acaban ocurriendo de ese modo. “La historia fabrica extrañas figuras y no rechaza las simetrías de la ficción”, admite Cercas. Pensemos sobre ello. La idea de simetría se repite en Anatomía de un instante y es nuevamente de inspiración borgiana: el tema del traidor y del héroe es sólo una de sus manifestaciones, pero Cercas la explora con detalle. “Eran tres traidores; quiero decir: para tantos a quienes debían lealtad por familia, por clase social, por creencias, por ideas, por vocación, por historia, por intereses, por simple gratitud, Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo eran tres traidores (…). Los tres cometieron errores políticos y personales a lo largo de su vida, pero esa valerosa renuncia los define”. Encarnan la figura del “héroe de la retirada”. La historia no se repite, pero las analogías son posibles. A explorar esas analogías dedica Javier Cercas numerosas páginas, unas páginas que se leen con vértigo, con aceleración. Es un logro verdaderamente notable: las simetrías de la vida o las semejanzas de la historia se desvelan aquí para hechos que son muy conocidos y que, sin embargo, nos interesan gracias a la habilidad narrativa del autor.

El cronista se vale de todo tipo de informaciones, de la bibliografía abundante que ya hay sobre el 23-F, sobre sus protagonistas, sobre la historia reciente. Es un novelista documentándose: como lo hace todo escritor que construye un mundo propio, coherente, sin anacronismos. Como lo haría el autor de una novela total. Años atrás y a partir de ciertos ejemplos eximios, la etiqueta fue común: la mayor ambición a que podía aspirar un literato era ésa, la de escribir una novela total o, en los términos de Franco Moretti, una opera-mondo. Con esta categoría, el crítico italiano se refería a aquellas narraciones generalmente extensas que contienen en sí mismas un repertorio abundante de referencias e informaciones, las suficientes como para constituir una realidad alternativa.

Javier Cercas explora todos los personajes posibles que Adolfo Suárez encarnó en su trayectoria política, encontrando en la novela o en el cine los patrones de su conducta mudable. Se sirve, pues, de esquemas para tipificar a quien muchos sólo veían como “un falangistilla de provincias y un arribista del franquismo y un chisgarabís sin formación”

Esas obras nos aportan datos y más datos, páginas y más páginas que nos permitirían vivir una experiencia interna, con personajes de los que sabemos mucho o todo lo que deberíamos saber y con circunstancias de las que acabamos teniendo vivencia propia, prácticamente nuestra experiencia personal. Las opere-mondo crean una geografía local y universal, con lugares reconocibles, tal vez semejantes a los auténticos, pero en todo caso espacios que se sostienen por sí solos al margen de que sean calco o remedo del exterior. Las obras totales lo son no sólo porque sus autores demuestren ambición totalizadora: lo son porque, además, erigen un mundo en que es posible juzgar moralmente los comportamientos de sus protagonistas, un mundo en que se nos presenta el escenario humano de la elección, de la opción. De algún modo, esas obras nos sirven para dictaminar acerca de nuestros congéneres… de ficción.

“A mediados de marzo de 2008 leí que según una encuesta publicada en el Reino Unido la cuarta parte de los ingleses pensaba que Winston Churchill era un personaje de ficción”, dice Cercas al principio de Anatomía de un instante. “Por aquella época yo acababa de terminar el borrador de una novela sobre el golpe del 23 de febrero, estaba lleno de dudas sobre lo que había escrito y recuerdo haberme preguntado cuántos españoles debían de pensar que Adolfo Suárez era un personaje de ficción, que el general Gutiérrez Mellado era un personaje de ficción, que Santiago Carrillo o el teniente coronel Tejero eran personajes de ficción. Sigue sin parecerme una pregunta impertinente”, añade. Javier Cercas se toma en serio esa posibilidad: la de que los protagonistas históricos del 23-F se vean ya como personajes cada vez más irreales, cada vez más distantes, con comportamientos que hoy nos resultan quizá menos evidentes. De lo que se trata, pues, es de tomarse en serio la irrealidad que la imagen televisiva o el pasado transmiten, ese punto de extrañamiento que se da cuando la conducta no es ordinaria o común, cuando los hechos son remotos. ¿Qué hace Suárez manteniendo el tipo cuando el resto de los diputados acata las órdenes pretorianas de los golpistas (¡al suelo!, ¡al suelo!)? ¿Por qué Carrillo se mantiene enhiesto, fumando, como un viejo gallardo al que no parece importarle morir? ¿Qué sentido del honor mueve al general Gutiérrez Mellado cuando se levanta de su escaño, encarándose a los sediciosos?

Para poder interpretar dichos comportamientos, Cercas emprende una vasta reconstrucción documentada del instante, de ese momento singular, breve, que condensa un repertorio inacabable de historias personales y de derroteros colectivos. Se informa, sí, pero también imagina. ¿Imaginación? La calidad de una pesquisa no se reduce al dato, sino a las conjeturas documentadas de que un investigador es capaz. Las conjeturas no son ocurrencias, sino respuestas potenciales que no siempre pueden basarse en fuentes. O, como dice el propio Cercas, hay algún aspecto del golpe “que a menudo sólo puede intentar reconstruirse a partir de testimonios indirectos, forzando los límites de lo posible hasta tocar lo probable y tratando de recortar con el patrón de lo verosímil la forma de la verdad”. ¿Por qué se hace esto? ¿Por pereza investigadora? No: porque es la única manera de acceder a “la verdad, o de imaginarla”, según precisa. No basta con predicar la verdad documentada. Hay que imaginarla: es decir, se trata de explorar no sólo lo factual, sino también lo conjetural, lo fantasioso que entonces o después se ha dicho.

Lo importante para Cercas es explicar y explicarse una generación: la de su padre. La figura del padre, en efecto, es decisiva en este volumen. Y aquí, en sus páginas, leemos el examen del hijo, una vez muerto el progenitor. Quizá esté haciendo el duelo y quizá esté intentando comprender con afecto y con distancia en qué tenía razón aquel tipo que no era un héroe: sólo un padre adaptado al franquismo, sólo “un veterinario competente”, sólo un suarista. Nada más. O nada menos

“En este punto principal tenemos conjeturas y tenemos posibilidades, pero no tenemos certezas, ni siquiera tenemos probabilidades; quizá podamos acercarnos a ellas…”, dice Cercas en algún capítulo. “De esa forma terminó la entrevista entre Tejero y Armada, o de esa forma imagino que terminó”, añade en otro momento. Cuando una conjetura se expone como tal no es un fraude. Es, por el contrario, un examen de las posibilidades reales. Ahora bien, para que lo posible no ocupe el lugar de lo real, la presentación ha de ser explícita. Por eso tiene tanta importancia esta fórmula honesta que Cercas repite en una misma página: “Tal vez Suárez pensó (…). Tal vez pensó (…).Tal vez pensó (…).Tal vez pensó (…).Tal vez pensó (…): al fin y al cabo, pensaría, un gobernante de verdad (…); al fin y al cabo, pensaría, (…); al fin y al cabo, pensaría, (…); al fin y al cabo, pensaría, (…); al fin y al cabo, pensaría, (…). Tal vez fue eso lo que sintió con los años Adolfo Suárez; eso o una parte de eso o algo muy semejante a eso”.

¿Y qué era lo pensó o sintió? Hay lectores de este libro que destacan la crónica de hechos o el análisis político. Con ser importantes, yo no creo que eso sea lo fundamental. La clave de esta obra radica, precisamente, en la construcción del personaje real a partir de analogías propiamente literarias. Es decir, el novelista –ahora cronista-- se vale de ficciones para comprender gestos, conductas, acciones de un individuo real. No es una licencia fraudulenta. Es un procedimiento humano común y razonable. En efecto, a falta de experiencia propiamente humana y directa, la historia, la literatura, el cine nos sirven para conocer a los individuos. Las personas nos revestimos con una máscara protectora, nuestro perfil o nuestro rostro más favorecedores, y en público ensayamos los ademanes que nos embellecen o nos mejoran. Al carecer de datos abundantes, tendemos a tipificar a nuestros contemporáneos según modelos reconocibles que proceden de las novelas, de las películas, de las biografías. Suárez –como otros personajes públicos— es un individuo al que sólo podremos conocer superficialmente.

Por eso, Cercas se vale de esquemas narrativos en los que encajar las conductas, los actos del ex presidente. Algo semejante solemos hacer con tantos y tantos protagonistas de la vida pública, egregias figuras y personajes folletinescos en situaciones corrientes o extremas. La ficción nos sirve, ya digo, para inspirarnos. Leyendo esta o aquella novela o viendo esta o aquella película, descubrimos personajes más o menos duraderos, caracteres que luego no olvidamos: tipos humanos que tienen un gran parecido con personas reales. Con los restos, con los tics, con los rasgos de aquellos personajes damos sentido a los múltiples seres con quienes tratamos o nos tropezamos, seres a quienes más tarde distinguimos veladamente. Creemos reconocer aquel carácter o al menos ciertos elementos de su conducta.

La redención imperfecta es una constante en Cercas: también está, finalmente, en Anatomía de un instante y, con toda probabilidad, son las páginas más emocionantes de este volumen que tiene mucho de crónica colectiva pero también de memoria personal, de autoexamen

Por eso, lo nuestro es un tanteo descriptivo, una forma de hallar calcos evidentes, remedos aproximados o repeticiones cercanas. Y así vamos tirando. En buena medida, la vida se nos consume identificando los caracteres que creemos ya conocer. Todos desempeñamos papeles variados, aunque alguno de ellos acabe teniendo una función primordial en nuestra vida: al final nuestro comportamiento se acopla a ese rol principal. Nos simplificamos, pues. Como simplificamos a nuestros contemporáneos, en quienes aparecen partes o funciones que nos resultan bien sabidas.

Javier Cercas explora todos los personajes posibles que Adolfo Suárez encarnó en su trayectoria política, encontrando en la novela o en el cine los patrones de su conducta mudable. Se sirve, pues, de esquemas para tipificar a quien muchos sólo veían como “un falangistilla de provincias y un arribista del franquismo y un chisgarabís sin formación”. Suárez había sido un político puro. ¿Qué significa eso? Pues que sentía “una necesidad apremiante de ser admirado y querido y, como todo el mundo en el pequeño Madrid del poder franquista, había forjado en gran parte su carrera política a base de adulación, hechizando a sus interlocutores con su simpatía, sus ganas insaciables de agradar y su repertorio arborescente de anécdotas hasta convencerlos no sólo de que él era un ser extraordinario sino de que ellos eran todavía más extraordinarios que él, y de que por tanto iba a hacerles objeto de toda su confianza, su atención y su afecto”. Pero ese personaje cobra después una dimensión imprevista: la de un individuo que, en el momento extremo, está “dispuesto a jugarse el tipo por la democracia”, desmintiendo lo que había sido.

Por eso, Cercas irá detallando los sucesivos personajes que su cultura literaria le permite reconocer: el “joven arribista de novela decimonónica francesa” (Julien Sorel, Lucien Rubempré, Frédéric Moreau), el “pícaro adulto convertido en héroe aristocrático de película neorrealista italiana” (Emmanuele Bardone, De la Rovere), o, finalmente, el “viejo, piadoso y devastado príncipe de novela rusa”. Son distintos roles que se van encarnando o revelando y que no necesariamente desaparecen. Cercas insiste en esos caracteres y en sus metamorfosis y adherencias hasta llegar a ese héroe viejo y trágico que tanto nos conmueve, todo un “príncipe pecador y arrepentido de una novela de Dostoievski”. En efecto, “en mayo de 2001 murió su mujer; tres años más tarde murió su hija. Para entonces su mente había abdicado y él estaba en otro lugar, lejos de sí mismo”. Cuando creíamos que la historia se acababa con un retiro de lenta, de inexorable consunción, la vida nos sorprende con una tragedia abrupta y lamentablemente literaria, una especie de venganza inexplicable.

Cercas extrae todas las consecuencias de esas analogías, pero, llegado un punto, pone fin a esas comparaciones que sólo son calcos imperfectos de que se sirve el espectador o, en este caso, el autor. Porque, a la postre, lo importante no es sólo esto: la dimensión propiamente literaria y trágica de un líder político caído. Lo importante para Cercas es explicar y explicarse una generación: la de su padre. La figura del padre, en efecto, es decisiva en este volumen. Y aquí, en sus páginas, leemos el examen del hijo, una vez muerto el progenitor. Quizá esté haciendo el duelo y quizá esté intentando comprender con afecto y con distancia en qué tenía razón aquel tipo que no era un héroe: sólo un padre adaptado al franquismo, sólo “un veterinario competente”, sólo un suarista. Nada más. O nada menos. “El 17 de julio de 2008, la víspera del día en que Adolfo Suárez apareció por última vez en los periódicos (…), yo enterré a mi padre. Tenía setenta y nueve años, tres más que Suárez, y había muerto el día anterior en su casa, sentado en su sillón de siempre, de una forma mansa e indolora, tal vez sin comprender que se estaba muriendo”. En estas frases, en las que distinguimos una emoción incontenible, habla un hijo que no tuvo a un titán como padre, pero habla también un individuo que ha crecido, que ha madurado y que finalmente evoca a su padre con ternura y con piedad: la que todos nos merecemos si no cometemos villanías o infamias. Cercas ve nuevamente paralelismos o simetrías en la vida real. Entre su padre y ese héroe modesto, ambos de una misma generación y con afinidades previsibles.

“No es verdad que la gente votase a Suárez porque se engañara sobre sus defectos y limitaciones, o porque Suárez consiguiera engañarles: le votaban en parte porque era como a ellos les hubiera gustado ser, pero sobre todo le votaban porque, menos por sus virtudes que por sus defectos, era igual que ellos”. Suárez “construyó para ellos un futuro, y construyéndolo limpió su pasado, o intentó limpiarlo”. La redención imperfecta es una constante en Cercas: también está, finalmente, en Anatomía de un instante y, con toda probabilidad, son las páginas más emocionantes de este volumen que tiene mucho de crónica colectiva pero también de memoria personal, de autoexamen: pues, al final, según confiesa, “yo no pude evitar preguntarme si había empezado a escribir este libro no para intentar entender a Adolfo Suárez o un gesto de Adolfo Suárez sino para intentar entender a mi padre”. El padre ya no pudo leer la obra del hijo, y la frustración y el dolor se aprecian, pero se distingue también la generosidad que da la madurez. “Que yo no soy mejor que él, y que ya no voy a serlo”: una confesión que aún nos conmueve.

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