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James Galdolfini como Tony Soprano

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Edie Falco (Carmela)

Edie Falco (Carmela)

Lorraine Bracco ((doctora Melfi)

Lorraine Bracco ((doctora Melfi)

Nancy Marchand (madre)

Nancy Marchand (madre)

Michael Imperioli (Christopher Moltisanti)

Michael Imperioli (Christopher Moltisanti)

Steven Van Zandt (Silvio Dante)

Steven Van Zandt (Silvio Dante)

Tony Sirico (Paulie Gualtieri)

Tony Sirico (Paulie Gualtieri)

Dominic Chianese (tío)

Dominic Chianese (tío)






Tribuna/Tribuna libre
“Todas las familias felices se parecen”. La vida de Tony Soprano
Por Justo Serna, martes, 3 de enero de 2012
1. El objetivo de la cámara está en el interior. Lo primero que vemos es una luz oscura, quizá nocturna. Alguien canta Woke Up This Morning. ¿Acaba el día? Durante breves instantes no sabemos qué iluminación es ésa. Es una imagen que cuesta reconocer. Pero pronto reparamos: lo que hemos descubierto es la iluminación de un túnel, una sucesión de destellos. En efecto, la cámara marcha a bordo de un coche. Asistimos a una secuencia. El vehículo avanza y distinguimos lo que ve quien conduce. Inmediatamente tendremos más noticias. El conductor sale del túnel Lincoln, en Nueva York, y se dispone a entrar en la N. J. Tunrpike, la autopista de peaje de Nueva Jersey. Estamos en los aledaños. Con los créditos sobreimpresionados, aparecen unos cuantos nombres: el primero de ellos: James Gandolfini. A partir de ese dato, conforme veamos las señales de la autopista, nuevos nombres aparecerán: Lorraine Bracco, Edie Falco, Michael Imperioli, Dominic Chianese.


Justo en ese momento y por un instante, la cámara, situada en la parte del asiento derecho, deja de enfocar el exterior. Da un giro y registra parcialmente el perfil del conductor, que reduce la velocidad hasta casi detenerse. Se dispone a tomar el ticket de la autopista en un gesto rutinario. Sus brazos son rollizos y en la muñeca izquierda le vemos una cadena de oro: exactamente, la cadena de un reloj. Lleva un cigarro puro en la boca. No parece que esté encendido. Por lo menos está entero y es recio. La imagen es breve y no nos permite distinguir la parte superior de su cabeza. Nuevas localizaciones, nuevas señales viarias. El conductor enciende su tabaco con ambas manos: con una prende y con la otra cobija el puro. Finalmente le vemos la brasa al cigarro.

El objetivo deja otra vez el interior, enfocando de nuevo los lugares por los que avanzamos. Veremos rápidamente monumentos reconocibles, parajes industriales, chimeneas humeantes, carreteras secundarias, puentes metálicos y señales de educación vial (“Drive safely”). De cuando en cuando, el objetivo capta el perfil inferior del conductor, que sigue disfrutando de su tabaco. Por fin, un plano fugaz y también humeante nos permitirá divisar sus ojos, la parte superior de la cabeza, gracias al retrovisor. El vehículo se está acercando a su destino. Los lugares que identificamos son sitios de Newark y Elisabeth. Y vemos los rótulos de distintos comercios (Satriale’s, Pizzaland). El coche marcha por unos suburbios de clase media, con edificios exentos de dos plantas. Pero el conductor no se detiene allí: sigue hasta internarse en una zona más boscosa y menos poblada. Llega a una mansión. Es entonces, justamente entonces, cuando estaciona el vehículo en la explanada de la residencia. La canción que oíamos como banda sonora acaba. Y es también ahora cuando vemos de frente a quien ha hecho este viaje, un tipo de mediana edad con alopecia. Baja del coche y sobreimpresionado aparece un rótulo con la siguiente leyenda: The Sopranos. La voz en off nos indica lo mismo. La letra erre del logo es una pistola.

Ésta es la secuencia de apertura de Los Soprano (1999-2007), una de las series televisivas de mayor éxito de los últimas décadas. Emitida por la HBO, su creador fue David Chase. Durante las primeras temporadas, entre los edificios que aparecían en este periplo de vuelta a casa estaban las Torres Gemelas del World Trade Center. Tras los atentados, esa imagen fugaz se hizo desaparecer. La secuencia de apertura ha sido imitada y parodiada (en Los Simpson, por ejemplo), y resume bien lo que nos vamos a encontrar. Alguien llega a casa, al hogar, y por los indicios nos hallamos ante una familia adinerada, ostentosa. Por el logo, sabemos que dicha gente tiene que ver con el crimen: esa pistola... La historia ha tenido el beneplácito de la crítica y ha logrado audiencias muy estimables. Y sobre todo se ha convertido en una serie de culto. Todo en ella parece muy cuidado y a la vez Cada uno de esos elementos encaja perfectamente con el resto: historia, producción, dirección, actuación, fotografía, música.

2. Tanto es así, que prácticamente nada nuevo puede añadirse ahora. Todo ha sido comentado, examinado, comparado. Llevamos más de una década de glosas y celebraciones. En España, por ejemplo, Javier Marías, Elvira Lindo y Antonio Muñoz Molina han subrayado sus virtudes. Por tanto, cualquier cosa que en este momento indique será reiterativo, puro pleonasmo. Nada puede ser afirmado con inocencia, como si fuera la primera vez que nos acercamos a esta historia. He procurado no leer la literatura que la serie ha generado: no leerla antes de ver las seis temporadas. ¿Para qué? Para no estar condicionado por las glosas de expertos. Así lo he hecho. Los dos libros que en España se han publicado me los he reservado para el final, justamente cuando ya no podían limitar mi fruición. Me refiero a Los Soprano Forever (Errata Naturae) y Los Soprano y la filosofía (Ariel), dos volúmenes colectivos con artículos repetidos en ambos libros.

El resultado es curioso: son volúmenes atractivos, con reflexiones destacables, pero con frecuencia el análisis concreto deja paso a la especulación. No deja de ser divertido cuando alguien se toma el texto como pretexto: o cuando la serie es motivo para filosofar. Como decía Richard Rorty, hay dos clases de interpretaciones: las metódicas y las inspiradas. Las  primeras toman el objeto y se ciñen a él siguiendo un protocolo. Las segundas, las interpretaciones inspiradas, se valen de ese mismo objeto para hablar de la humanidad, de todo lo divino o lo humano, de lo que el producto provoca. El metódico se limita; el inspirado  se sale, se escapa. En un tema como el que tratamos en esta tribuna hay que tener algo de método y sobre todo mucha limitación. Pero también hay que consentirse alguna inspiración, algunas pequeñas provocaciones. Y eso, pequeñas provocaciones, hay en ambos libros.

De todos los capítulos, la contribución más interesante es la que firma Nöel Carrol, un texto publicado en ambos libros. Se centra en la figura de su personaje principal, Tony Soprano, y se pregunta por qué le tenemos simpatía, por qué simpatizamos con un capo de la mafia de Nueva Jersey, oficialmente dedicado a las basuras. Se pregunta por el tipo de identificación, proyección o alianza emocional que podemos tener con alguien que gestiona desechos, sí; pero sobre todo con alguien que extorsiona o mata u ordena matar cuando se le contraría o se le traiciona.

Los Soprano es una serie de mafiosos, evidentemente, y rinde homenaje a producciones históricas de este género o subgénero: El Padrino, Uno de los nuestros, etcétera. Pero no nos despistemos. Los Soprano es sobre todo una sitcom, una comedia de situación familiar. Es una producción con numerosos personajes; es, en un cierto sentido, coral, externa, colectiva. En dicha historia ocurren cosas y con frecuencia se complican: a veces se cortan de manera abrupta; raramente se resuelven. Y es asimismo una historia individual, incluso íntima de Tony Soprano, encarnado por James Gandolfini. Es un tipo voluminoso, un jefe que, sin embargo, tiene un papel demediado, angustiado: un capo que necesita acudir al psiquiatra, en este caso una mujer, la doctora Jennifer Melfi.

El apellido ya parece una premonición. Etimológicamente, soprano es superior, el que está por encima. Pero, más allá del latín del que procede, designa la voz más aguda: la que alcanzan algunas mujeres o los castrati. Amputaciones emocionales, heridas mal cerradas, incisiones efectivamente agudas: en Tony Soprano todo acaba siendo una laceración. Es normal que acuda al psiquiatra, ya que puede pagarse las costosas sesiones. Es normal entre gente opulenta y sin muchos reparos. Sin embargo, entre mafiosos acudir a una terapia es síntoma de debilidad, casi como una castración. Por tanto, Tony deberá mantener en secreto este tratamiento, en la más absoluta reserva. Con la doctora Melfi seguirá un psicoanálisis largo e intermitente. ¿Por qué razón? ¿Por qué siente esa necesidad?



En un cierto sentido, su vida es un fracaso emocional, familiar. En principio, no le ocurre nada especialmente grave, nada al menos que pueda compararse a la extorsión, al crimen, a los numerosos asesinatos imputables a Soprano. Lo que le sucede es más bien una contradicción moral. Fue educado en las reglas y los valores de la mafia, pero forma a sus hijos para que sean personas de provecho y de orden: gente con estudios, con título, con porvenir. Él mismo es una persona de orden y sabe sacar provecho, pero sus códigos no son generalizables y además entran en continua contradicción. ¿Se puede ser capo y buen padre? ¿Se puede ser esposo fiel, católico, italonorteamericano, y a la vez adúltero compulsivo, responsable de un club de striptease (Bada Bing!)?

Nada es lo que parece, nada funciona como es debido, el mundo va a la deriva y el hombre, el varón demediado, no sabe bien cuál es su papel. Justamente. Uno de los factores del éxito de esta serie es ése: no sabemos a qué conducen la crisis y el deterioro que padece el opulento Tony Soprano. Como tampoco parecen saberlo los actores cuando interpretan, ese devenir de sus respectivos personajes. Ignoro si David Chase tenía en la cabeza el futuro y el final de Tony, si conocía qué le iba a pasar. ¿Sabemos lo que le pasa? Esa desorientación no es guión improvisado: es coherencia con lo mostrado y ocurrido dejando que los personajes sigan su vida, su evolución. Al menos en este sentido son como nosotros: su felicidad o su infelicidad no parecen aseguradas y las asechanzas del destino nos resultan imprevisibles.

Intuimos por dónde irán las cosas, pero nada más: luego, las mudas sorprendentes de la existencia te descolocan. Y Tony Soprano es eso, un tipo común, casi patético, que vive descolocado ante hechos que le sobrepasan. No le bastan su corpulencia o su fuerza bruta, que parecen poca cosa ante su irrisoria humanidad: que su voz en la versión española corresponda al mismo actor que dobla a Homer Simpson le da un aspecto indudablemente caricaturesco, involuntariamente cómico.

3. “Todas las familias felices se parecen, pero las desdichadas lo son cada una a su manera”, leemos al comienzo de Ana Karenina, publicada en 1877. Ciento cuarenta años después acababa la emisión de Los Soprano. Al igual que la novela de León Tolstói, también Los Soprano trata de una historia familiar, del progreso y desenlaces de una pareja, del desarrollo de unas circunstancias externas, ese contexto que perturba el orden matrimonial. Pero es asimismo una obra sobre la angustia humana. O, mejor dicho, sobre la fiera humana. El serial televisivo, que duró seis temporadas, es un largo relato, como una novela-río del Ochocientos, como una de aquellas ficciones extensas, extensísimas, en las que los héroes aparecían, fluían, remontaban o se ahogaban: todo ello de acuerdo con las expectativas del público, con las fantasías del autor; y en el caso de Los Soprano de acuerdo con las ideas o quimeras de los guionistas.

Antonio Gramsci dejó dicho que esos héroes de la cultura popular son el eje de historias participativas: quien los concibe lo hace pensando básicamente en las expectativas, apetencias y necesidades de sus destinatarios, que responden. Son también historias de reciclaje: remiendos y repeticiones de motivos culturales mil veces reiterados sobre los que ahora se reescribe (por decirlo así). Por ello, los públicos reconocen esos elementos que el novelista o el guionista reúne para entretenimiento de la audiencia, ávida de novedades, por un lado, y deseosa de confirmaciones, por otro. Pero también necesitada de asombros e incertidumbres. La bondad o la maldad de un personaje lo dan su aspecto, su posición, su trabajo: el papel, literalmente, que desempeña en la sociedad. Por ello, el lector o el espectador se llevan –deben llevarse-- sorpresas. La vida es pura apariencia, un barniz que apenas puede tapar o mejorar las identidades confusas, las conductas erráticas o las penosas caídas o recaídas de los personajes.

Justamente por eso, la cultura popular es tan rentable. Sus productos no son sólo mera satisfacción o mera manipulación de instintos primitivos. Con ellos ajustamos cuentas, evaluamos nuestras expectativas y frustraciones. ¿Está bien equilibrada la balanza? La justicia divina o la justicia humana no siempre hacen pagar a quienes deben; no siempre reparten los castigos a quienes se los merecen. Al final, en la cultura popular, hay atisbos de esperanza que compensan y hay incluso respuestas que consuelan, como supo dictaminar Umberto Eco. Eso ocurre, sí, siempre que hayamos sabido separar el bien del mal, distinguir la conducta punible del comportamiento recto.

En Ana Karenina, el personaje principal no tiene un comportamiento recto: al menos para la moral de la época. Y bien que lo paga… León Tolstói nos muestra el malestar, la tensión creciente, la desorientación de su protagonista femenino: un apetito sin colmar o un deseo satisfecho y finalmente culpable. Y nos enseña la crisis familiar, la quiebra de normas y valores que todos habrían de respetar y que ahora, por azares del destino y del desorden, incumplen. Estamos en pleno siglo XIX. Ana Karenina espera algo del amor. Y aguarda algo de su matrimonio. No son dos entidades equivalentes. El sexo siempre es explícito y perturbador. Viene y va con el deseo y con las urgencias. Se gasta, se sofoca o se sublima. Las damas tienen necesidades, pero no les resulta fácil expresarlas. La mujer burguesa del Ochocientos ha de proteger su honra, conservar su integridad, refrenar sus apetencias, esa excitación, ese éxtasis al que quizá aspiran. ¿Cumplirá el esposo la función que tiene asignada? ¿Y esa función obligará al amor y a la fidelidad conyugales? El papel que la sociedad reserva a la mujer es el de madre nutricia, el de hembra procreadora, asiento o base familiar. Toda acción que contradiga o ponga en riesgo esa tarea será moralmente dudosa o desechable. No es concebible el adulterio, penado con el repudio del varón y de las leyes.

Los hombres adinerados o distinguidos lo tienen más cómodo: forman una familia, incluso una gran familia, pero pueden satisfacer sus apetitos, las urgencias del pene, con prostitutas obsequiosas y con amantes duraderas u ocasionales. Son estas mujeres las que adoran su falo, las que les hacen sentir bien y de manera impenitente, sin pudor. El sexo mercenario es un recurso frecuente entre los hombres. El sexo fantaseado o secretamente adúltero tampoco es extraño entre las damas. En cambio, la familia es una carga explícita. Es una obligación que todos contraen cuando se comprometen. Eso significa acarrear con los hijos que la pareja procree, que no siempre son compensación o reparación de las expectativas frustradas. Los novelones románticos del Ochocientos, esas grandes novelas familiares, nos mostraban regularmente los avatares personales, conyugales y parentales. A los lectores, preferiblemente a las lectoras, les servían de espejo al que asomarse o de ventana a través de la cual curiosear. Podían ver qué hacían otras como ellas, incluso cuando sus circunstancias no eran idénticas o cuando los personajes de ficción estaban en grave pecado y se entregaban maliciosa o desenfrenadamente.

4. La función popular que desempeñaban los folletines o las novelas las cumplen hoy los seriales televisivos. Llegan a públicos vastísimos y les dan lo que las audiencias esperan: los deseos a los que aspiran, las angustias que les inquietan. O también los sucesos o aventuras que jamás vivirán. ¿Qué haríamos nosotros de haber estado allí? ¿Qué drama o qué farsa es la que ellos padecen? ¿Sus retos y fracasos se parecen a los nuestros? A sus historias nos asomamos buscando enseñanzas, compensación o alivio. ¿Qué hacen los protagonistas cuando están en situaciones semejantes a las nuestras? Situaciones morales, quiero decir. Bien mirado, nuestro contexto tiene parecidos con la ficción, pero a la vez es muy distinto. Aun así, el espectador tiene la sospecha de que algo puede aprender. Nos pasamos la existencia escudriñando en la vida de los demás, mirando a ver qué hacen, qué decisiones toman. Sabemos que las apariencias engañan y sabemos que tras esa fina capa de civilización hay probablemente una bestia, una fiera humana de la que no deberíamos fiarnos y menos aprender. Sin embargo, por cruel o detestable que sea la persona que espiamos u observamos hay algo en ella que nos equipara, que nos hace comunes. De repente descubrimos que compartimos un gusto, una apetencia, una manía, una expectativa. Es decepcionante, sin duda. Ese tipo al que no quiero parecerme, al que no me parezco, es clavadito a mí.

¿Cuántos de nosotros vivimos entre mafiosos? ¿Cuántos de nosotros nos dedicamos a apiolar a quienes incumplen las reglas de la asociación? No tenemos experiencia directa, no tratamos con esos criminales y carecemos de vínculos con matones. O eso creo. La mayoría de nosotros no vivimos de la extorsión ni llevamos una pipa en la cartuchera. De entrada, lo que se nos cuenta en Los Soprano no nos concierne: es la historia de una familia de mafiosos de Nueva Jersey entre finales de los noventa y primeros años del nuevo siglo. Es gente glotona. No para de comer y además lo hacen en grandes cantidades. Sus productos son preferiblemente italianos, alimentos y bienes importados del país de sus ancestros, una tierra imaginada e imaginaria. Esa geografía quimérica les sirve para vivir en la melancolía y les sirve para justificar su desarraigo actual. Aunque, a la vez, esos artículos italianos les sirven de vínculo emocional, asiento y repetición, orden y atadura.

Carmela Soprano, la consorte de Tony, es una mujer talentosa, pero todo en ella se frustra. No deja de ser una italonorteamericana sometida a un papel previsible que ya no sabe cómo cumplir. En su vida hay fantasías adúlteras, incluso con un italiano auténtico: Furio Giunta, un tipo de aspecto duro con coleta, un individuo recién llegado a Estados Unidos que habla el inglés con marcado acento. Pero nada se cumple y nada se completa. La vida de Carmela no es exactamente como la de Ana Karenina. Lo que en aquélla fue tragedia, para la esposa de Soprano no es más que un melodrama ordinario con expectativas muy reducidas. Vive rodeada de oropeles, con mármoles lujosos y horteras y con la insatisfacción más profunda. La rutina no tiene nada de egregia y sus gustos son hasta chabacanos. Es la madre a la que se le escapan los vástagos, ya crecidos, y es la progenitora que no se entiende con ellos. Ya no puede desempeñar un papel freudiano de madre nutricia. Ya no puede ejercer de madre protectora ante un padre al que, como siempre, hay que matar. Pero no está sola realmente. Las cosas pasan y nadie sabe ya por qué y cómo pasan. Nadie ve nada.

Fundido en negro.

(Debate en torno a la serie Los Soprano y la nueva teleficción del siglo XXI en el Blog de Justo Serna, hasta el día 9 de enero, y en el Blog de David P. Montesinos)




Tony Soprano and his Ducks
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