
Justo en ese 
momento y por un instante, la cámara, situada en la parte del asiento derecho, 
deja de enfocar el exterior. Da un giro y registra parcialmente el perfil del 
conductor, que reduce la velocidad hasta casi detenerse. Se dispone a tomar el 
ticket de la autopista en un gesto rutinario. Sus brazos son rollizos y en la 
muñeca izquierda le vemos una cadena de oro: exactamente, la cadena de un reloj. 
Lleva un cigarro puro en la boca. No parece que esté encendido. Por lo menos 
está entero y es recio. La imagen es breve y no nos permite distinguir la parte 
superior de su cabeza. Nuevas localizaciones, nuevas señales viarias. El 
conductor enciende su tabaco con ambas manos: con una prende y con la otra 
cobija el puro. Finalmente le vemos la brasa al cigarro. 
El objetivo 
deja otra vez el interior, enfocando de nuevo los lugares por los que avanzamos. 
Veremos rápidamente monumentos reconocibles, parajes industriales, chimeneas 
humeantes, carreteras secundarias, puentes metálicos y señales de educación vial 
(“Drive safely”). De cuando en cuando, el objetivo capta el perfil inferior del 
conductor, que sigue disfrutando de su tabaco. Por fin, un plano fugaz y también 
humeante nos permitirá divisar sus ojos, la parte superior de la cabeza, gracias 
al retrovisor. El vehículo se está acercando a su destino. Los lugares que 
identificamos son sitios de Newark y Elisabeth. Y vemos los rótulos de distintos 
comercios (
Satriale’s, 
Pizzaland). El coche marcha por unos 
suburbios de clase media, con edificios exentos de dos plantas. Pero el 
conductor no se detiene allí: sigue hasta internarse en una zona más boscosa y 
menos poblada. Llega a una mansión. Es entonces, justamente entonces, cuando 
estaciona el vehículo en la explanada de la residencia. La canción que oíamos 
como banda sonora acaba. Y es también ahora cuando vemos de frente a quien ha 
hecho este viaje, un tipo de mediana edad con alopecia. Baja del coche y 
sobreimpresionado aparece un rótulo con la siguiente leyenda: 
The 
Sopranos. La voz en 
off nos indica lo mismo. La letra erre del logo 
es una pistola. 
Ésta 
es la secuencia de apertura de Los Soprano 
(1999-2007), una de las series televisivas de mayor éxito de los últimas 
décadas. Emitida por la HBO, su creador fue David Chase. Durante las primeras 
temporadas, entre los edificios que aparecían en este periplo de vuelta a casa 
estaban las Torres Gemelas del World Trade Center. Tras los atentados, esa 
imagen fugaz se hizo desaparecer. La secuencia de apertura ha sido imitada y 
parodiada (en 
Los Simpson, por ejemplo), y resume bien lo que nos vamos a 
encontrar. Alguien llega a casa, al hogar, y por los indicios nos hallamos ante 
una familia adinerada, ostentosa. Por el logo, sabemos que dicha gente tiene que 
ver con el crimen: esa pistola... La historia ha tenido el beneplácito de la 
crítica y ha logrado audiencias muy estimables. Y sobre todo se ha convertido en 
una serie de culto. Todo en ella parece muy cuidado y a la vez Cada uno de esos 
elementos encaja perfectamente con el resto: historia, producción, dirección, 
actuación, fotografía, música. 
2. Tanto es así, que 
prácticamente nada nuevo puede añadirse ahora. Todo ha sido comentado, 
examinado, comparado. Llevamos más de una década de glosas y celebraciones. En 
España, por ejemplo, Javier Marías, Elvira Lindo y Antonio Muñoz Molina han 
subrayado sus virtudes. Por tanto, cualquier cosa que en este momento indique 
será reiterativo, puro pleonasmo. Nada puede ser afirmado con inocencia, como si 
fuera la primera vez que nos acercamos a esta historia. He procurado no leer la 
literatura que la serie ha generado: no leerla antes de ver las seis temporadas. 
¿Para qué? Para no estar condicionado por las glosas de expertos. Así lo he 
hecho. Los dos libros que en España se han publicado me los he reservado para el 
final, justamente cuando ya no podían limitar mi fruición. Me refiero a 
Los 
Soprano Forever (Errata Naturae) y 
Los Soprano y la filosofía 
(Ariel), dos volúmenes colectivos con artículos repetidos en ambos libros. 
El resultado es curioso: son volúmenes atractivos, con reflexiones 
destacables, pero con frecuencia el análisis concreto deja paso a la 
especulación. No deja de ser divertido cuando alguien se toma el texto como 
pretexto: o cuando la serie es motivo para filosofar. Como decía Richard Rorty, 
hay dos clases de interpretaciones: las metódicas y las inspiradas. Las  
primeras toman el objeto y se ciñen a él siguiendo un protocolo. Las segundas, 
las interpretaciones inspiradas, se valen de ese mismo objeto para hablar de la 
humanidad, de todo lo divino o lo humano, de lo que el producto provoca. El 
metódico se limita; el inspirado  se sale, se escapa. En un tema como el 
que tratamos en esta tribuna hay que tener algo de método y sobre todo mucha 
limitación. Pero también hay que consentirse alguna inspiración, algunas 
pequeñas provocaciones. Y eso, pequeñas provocaciones, hay en ambos libros. 
De todos los capítulos, la contribución más interesante es la que firma 
Nöel Carrol, un texto publicado en ambos libros. Se centra en la figura de su 
personaje principal, Tony Soprano, y se pregunta por qué le tenemos simpatía, 
por qué simpatizamos con un 
capo de la mafia de Nueva Jersey, 
oficialmente dedicado a las basuras. Se pregunta por el tipo de identificación, 
proyección o alianza emocional que podemos tener con alguien que gestiona 
desechos, sí; pero sobre todo con alguien que extorsiona o mata u ordena matar 
cuando se le contraría o se le traiciona. 
Los Soprano es una 
serie de mafiosos, evidentemente, y rinde homenaje a producciones históricas de 
este género o subgénero: 
El Padrino, 
Uno de los nuestros, 
etcétera. Pero no nos despistemos. 
Los Soprano es sobre todo una 
sitcom, una comedia de situación familiar. Es una producción con 
numerosos personajes; es, en un cierto sentido, coral, externa, colectiva. En 
dicha historia ocurren cosas y con frecuencia se complican: a veces se cortan de 
manera abrupta; raramente se resuelven. Y es asimismo una historia individual, 
incluso íntima de Tony Soprano, encarnado por James Gandolfini. Es un tipo 
voluminoso, un jefe que, sin embargo, tiene un papel demediado, angustiado: un 
capo que necesita acudir al psiquiatra, en este caso una mujer, la 
doctora Jennifer Melfi. 
El apellido ya parece una premonición. 
Etimológicamente, 
soprano es superior, el que está por encima. Pero, más 
allá del latín del que procede, designa la voz más aguda: la que alcanzan 
algunas mujeres o los 
castrati. Amputaciones emocionales, heridas mal 
cerradas, incisiones efectivamente agudas: en Tony Soprano todo acaba siendo una 
laceración. Es normal que acuda al psiquiatra, ya que puede pagarse las costosas 
sesiones. Es normal entre gente opulenta y sin muchos reparos. Sin embargo, 
entre mafiosos acudir a una terapia es síntoma de debilidad, casi como una 
castración. Por tanto, Tony deberá mantener en secreto este tratamiento, en la 
más absoluta reserva. Con la doctora Melfi seguirá un psicoanálisis largo e 
intermitente. ¿Por qué razón? ¿Por qué siente esa necesidad? 

En un cierto 
sentido, su vida es un fracaso emocional, familiar. En principio, no le ocurre 
nada especialmente grave, nada al menos que pueda compararse a la extorsión, al 
crimen, a los numerosos asesinatos imputables a Soprano. Lo que le sucede es más 
bien una contradicción moral. Fue educado en las reglas y los valores de la 
mafia, pero forma a sus hijos para que sean personas de provecho y de orden: 
gente con estudios, con título, con porvenir. Él mismo es una persona de orden y 
sabe sacar provecho, pero sus códigos no son generalizables y además entran en 
continua contradicción. ¿Se puede ser 
capo y buen padre? ¿Se puede ser 
esposo fiel, católico, italonorteamericano, y a la vez adúltero compulsivo, 
responsable de un club de striptease (
Bada Bing!)? 
Nada es lo que 
parece, nada funciona como es debido, el mundo va a la deriva y el hombre, el 
varón demediado, no sabe bien cuál es su papel. Justamente. Uno de los factores 
del éxito de esta serie es ése: no sabemos a qué conducen la crisis y el 
deterioro que padece el opulento Tony Soprano. Como tampoco parecen saberlo los 
actores cuando interpretan, ese devenir de sus respectivos personajes. Ignoro si 
David Chase tenía en la cabeza el futuro y el final de Tony, si conocía qué le 
iba a pasar. ¿Sabemos lo que le pasa? Esa desorientación no es guión 
improvisado: es coherencia con lo mostrado y ocurrido dejando que los personajes 
sigan su vida, su evolución. Al menos en este sentido son como nosotros: su 
felicidad o su infelicidad no parecen aseguradas y las asechanzas del destino 
nos resultan imprevisibles. 
Intuimos por dónde irán las cosas, pero nada 
más: luego, las mudas sorprendentes de la existencia te descolocan. Y Tony 
Soprano es eso, un tipo común, casi patético, que vive descolocado ante hechos 
que le sobrepasan. No le bastan su corpulencia o su fuerza bruta, que parecen 
poca cosa ante su irrisoria humanidad: que su voz en la versión española 
corresponda al mismo actor que dobla a Homer Simpson le da un aspecto 
indudablemente caricaturesco, involuntariamente cómico. 
3. “Todas las familias felices se parecen, pero las 
desdichadas lo son cada una a su manera”, leemos al comienzo de 
Ana 
Karenina, publicada en 1877. Ciento cuarenta años después acababa la emisión 
de 
Los Soprano. Al igual que la novela de León Tolstói, también 
Los 
Soprano trata de una historia familiar, del progreso y desenlaces de una 
pareja, del desarrollo de unas circunstancias externas, ese contexto que 
perturba el orden matrimonial. Pero es asimismo una obra sobre la angustia 
humana. O, mejor dicho, sobre la fiera humana. El serial televisivo, que duró 
seis temporadas, es un largo relato, como una novela-río del Ochocientos, como 
una de aquellas ficciones extensas, extensísimas, en las que los héroes 
aparecían, fluían, remontaban o se ahogaban: todo ello de acuerdo con las 
expectativas del público, con las fantasías del autor; y en el caso de 
Los 
Soprano de acuerdo con las ideas o quimeras de los guionistas. 
Antonio Gramsci dejó dicho que esos héroes de la cultura popular son el 
eje de historias participativas: quien los concibe lo hace pensando básicamente 
en las expectativas, apetencias y necesidades de sus destinatarios, que 
responden. Son también historias de reciclaje: remiendos y repeticiones de 
motivos culturales mil veces reiterados sobre los que ahora se reescribe (por 
decirlo así). Por ello, los públicos reconocen esos elementos que el novelista o 
el guionista reúne para entretenimiento de la audiencia, ávida de novedades, por 
un lado, y deseosa de confirmaciones, por otro. Pero también necesitada de 
asombros e incertidumbres. La bondad o la maldad de un personaje lo dan su 
aspecto, su posición, su trabajo: el papel, literalmente, que desempeña en la 
sociedad. Por ello, el lector o el espectador se llevan –deben llevarse-- 
sorpresas. La vida es pura apariencia, un barniz que apenas puede tapar o 
mejorar las identidades confusas, las conductas erráticas o las penosas caídas o 
recaídas de los personajes. 
Justamente por eso, la cultura popular es 
tan rentable. Sus productos no son sólo mera satisfacción o mera manipulación de 
instintos primitivos. Con ellos ajustamos cuentas, evaluamos nuestras 
expectativas y frustraciones. ¿Está bien equilibrada la balanza? La justicia 
divina o la justicia humana no siempre hacen pagar a quienes deben; no siempre 
reparten los castigos a quienes se los merecen. Al final, en la cultura popular, 
hay atisbos de esperanza que compensan y hay incluso respuestas que consuelan, 
como supo dictaminar Umberto Eco. Eso ocurre, sí, siempre que hayamos sabido 
separar el bien del mal, distinguir la conducta punible del comportamiento 
recto. 
En 
Ana Karenina, el personaje principal no tiene un 
comportamiento recto: al menos para la moral de la época. Y bien que lo paga… 
León Tolstói nos muestra el malestar, la tensión creciente, la desorientación de 
su protagonista femenino: un apetito sin colmar o un deseo satisfecho y 
finalmente culpable. Y nos enseña la crisis familiar, la quiebra de normas y 
valores que todos habrían de respetar y que ahora, por azares del destino y del 
desorden, incumplen. Estamos en pleno siglo XIX. Ana Karenina espera algo del 
amor. Y aguarda algo de su matrimonio. No son dos entidades equivalentes. El 
sexo siempre es explícito y perturbador. Viene y va con el deseo y con las 
urgencias. Se gasta, se sofoca o se sublima. Las damas tienen necesidades, pero 
no les resulta fácil expresarlas. La mujer burguesa del Ochocientos ha de 
proteger su honra, conservar su integridad, refrenar sus apetencias, esa 
excitación, ese éxtasis al que quizá aspiran. ¿Cumplirá el esposo la función que 
tiene asignada? ¿Y esa función obligará al amor y a la fidelidad conyugales? El 
papel que la sociedad reserva a la mujer es el de madre nutricia, el de hembra 
procreadora, asiento o base familiar. Toda acción que contradiga o ponga en 
riesgo esa tarea será moralmente dudosa o desechable. No es concebible el 
adulterio, penado con el repudio del varón y de las leyes. 
Los hombres 
adinerados o distinguidos lo tienen más cómodo: forman una familia, incluso una 
gran familia, pero pueden satisfacer sus apetitos, las urgencias del pene, con 
prostitutas obsequiosas y con amantes duraderas u ocasionales. Son estas mujeres 
las que adoran su falo, las que les hacen sentir bien y de manera impenitente, 
sin pudor. El sexo mercenario es un recurso frecuente entre los hombres. El sexo 
fantaseado o secretamente adúltero tampoco es extraño entre las damas. En 
cambio, la familia es una carga explícita. Es una obligación que todos contraen 
cuando se comprometen. Eso significa acarrear con los hijos que la pareja 
procree, que no siempre son compensación o reparación de las expectativas 
frustradas. Los novelones románticos del Ochocientos, esas grandes novelas 
familiares, nos mostraban regularmente los avatares personales, conyugales y 
parentales. A los lectores, preferiblemente a las lectoras, les servían de 
espejo al que asomarse o de ventana a través de la cual curiosear. Podían ver 
qué hacían otras como ellas, incluso cuando sus circunstancias no eran idénticas 
o cuando los personajes de ficción estaban en grave pecado y se entregaban 
maliciosa o desenfrenadamente. 
4. La función popular 
que desempeñaban los folletines o las novelas las 
cumplen hoy 
los seriales televisivos. Llegan a públicos vastísimos y 
les dan lo que las audiencias esperan: los deseos a los que aspiran, las 
angustias que les inquietan. O también los sucesos o aventuras que jamás 
vivirán. ¿Qué haríamos nosotros de haber estado allí? ¿Qué drama o qué farsa es 
la que ellos padecen? ¿Sus retos y fracasos se parecen a los nuestros? A sus 
historias nos asomamos buscando 
enseñanzas, 
compensación o alivio. ¿Qué hacen los protagonistas cuando 
están en situaciones semejantes a las nuestras? Situaciones morales, quiero 
decir. Bien mirado, nuestro contexto tiene parecidos con la ficción, pero a la 
vez es muy distinto. Aun así, el espectador tiene la sospecha de que algo puede 
aprender. Nos pasamos la existencia escudriñando en la vida de los demás, 
mirando a ver qué hacen, qué decisiones toman. Sabemos que las apariencias 
engañan y sabemos que tras esa fina capa de civilización hay probablemente una 
bestia, una fiera humana de la que no deberíamos fiarnos y menos aprender. Sin 
embargo, por cruel o detestable que sea la persona que espiamos u observamos hay 
algo en ella que nos equipara, que nos hace comunes. De repente descubrimos que 
compartimos un gusto, una apetencia, una manía, una expectativa. Es 
decepcionante, sin duda. Ese tipo al que no quiero parecerme, al que no me 
parezco, es clavadito a mí. 
¿Cuántos de nosotros vivimos entre mafiosos? 
¿Cuántos de nosotros nos dedicamos a apiolar a quienes incumplen las reglas de 
la asociación? No tenemos experiencia directa, no tratamos con esos criminales y 
carecemos de vínculos con matones. O eso creo. La mayoría de nosotros no vivimos 
de la extorsión ni llevamos una pipa en la cartuchera. De entrada, lo que se nos 
cuenta en 
Los Soprano no nos concierne: es la historia de una familia de 
mafiosos de Nueva Jersey entre finales de los noventa y primeros años del nuevo 
siglo. Es gente glotona. No para de comer y además lo hacen en grandes 
cantidades. Sus productos son preferiblemente italianos, alimentos y bienes 
importados del país de sus ancestros, una tierra imaginada e imaginaria. Esa 
geografía quimérica les sirve para vivir en la melancolía y les sirve para 
justificar su desarraigo actual. Aunque, a la vez, esos artículos italianos les 
sirven de vínculo emocional, asiento y repetición, orden y atadura. 
Carmela Soprano, la consorte de Tony, es una mujer talentosa, pero todo 
en ella se frustra. No deja de ser una italonorteamericana sometida a un papel 
previsible que ya no sabe cómo cumplir. En su vida hay fantasías adúlteras, 
incluso con un italiano auténtico: Furio Giunta, un tipo de aspecto duro con 
coleta, un individuo recién llegado a Estados Unidos que habla el inglés con 
marcado acento. Pero nada se cumple y nada se completa. La vida de Carmela no es 
exactamente como la de Ana Karenina. Lo que en aquélla fue tragedia, para la 
esposa de Soprano no es más que un melodrama ordinario con expectativas muy 
reducidas. Vive rodeada de oropeles, con mármoles lujosos y horteras y con la 
insatisfacción más profunda. La rutina no tiene nada de egregia y sus gustos son 
hasta chabacanos. Es la madre a la que se le escapan los vástagos, ya crecidos, 
y es la progenitora que no se entiende con ellos. Ya no puede desempeñar un 
papel freudiano de madre nutricia. Ya no puede ejercer de madre protectora ante 
un padre al que, como siempre, hay que matar. Pero no está sola realmente. Las 
cosas pasan y nadie sabe ya por qué y cómo pasan. Nadie ve nada. 
Fundido 
en negro.
Tony Soprano and his 
Ducks