“Los mil días porque si te pones a contar hasta mil nunca llegas al 
final. La realidad y la verdad son muy distintas. Esta es la historia de mi 
generación. La Barcelona que nos contaron era de mentira.” Este podría ser el 
principio de los veinticuatro relatos que conforman 
Los mil días 
(
Ediciones 
Carena, 2010) pero sólo es el pensamiento crítico de un 
hombre de moral intachable que no se cayó del burro ni se subió al carro de los 
vencedores. El verdadero principio, borrando lo anterior, es el siguiente: “Por 
aquellos tiempos, los payeses que tenían las huertas junto al río las defendían 
provistos de escopetas cargadas con sal”. Una frase que podría haber salido de 
la enteca obra de 
Según sentencia del tiempo, de Gil de Biedma. Las 
frases no se le han dado mal. Jaime López, el sexto hermano de Juan Manuel (diez 
vástagos), regenta el bar 
Jaime, situado en la calle de Joaquín Costa, 
justo debajo del archivo de la CNT (en su biblioteca, 
La Escuela Moderna, 
de Francisco Ferrer i Guàrdia). Él regala frases como Cortázar desmontaba sus 
cronopios. Las escribe en la pizarra, como un menú gratuito del día (las 
editó la firma Anagal). Del tipo “Entre la guerra de Vietnam y un plato de 
judías…”.
Aquellos hombres sabían que la criatura tenía 
hambre.
Es así que la biología se retuerce, busca incansable el 
más mínimo resquicio, el más improbable descuido para 
sobrevivir.
Todo lo hace soportable y a todo se acomoda la mente 
sujeta a la triste carne, a las ganas de comer. Quizá las oraciones 
de Jaime y de Juan Manuel, conjugadas con la pasta de nueces de sus convites, 
les venga de su padre, Antonio, que renació de las cenizas de la tuberculosis 
cuando salió de un campo de concentración fascista y emigró a las barracas de 
General Sanjurjo, en las que los maquis se criaban como chinches. El padre, 
empleado en Toallas El Oso, les dijo: “Las cosas han de ser verdad o no son 
bellas”.
 La verdad de 
Juan 
Manuel López Hernández son esos mil días que uno no puede 
dejar de contar
. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, 
ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, 
dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós…
Educado en la 
escolanía de la catedral de Barcelona, bajo la bóveda de cañón del aula, los 
misales le echaron el lazo, y desde entonces reverencia la literatura, la 
estética del libro y su notable mecanismo de entrega (“el libro es la máquina 
más bonita y nunca se quedará obsoleta”). Nos habíamos quedado en el crucero del 
templo: “Pero si entras por el claustro, a mano derecha, está el carrión, y 
debajo está la sacristía. A mano derecha, y hace 40 años, aquí se guardaban los 
misales, lo que más admiraba. Pasaba esas páginas grandes, miniadas, embelesado, 
pero las monjas me los quitaban de encima”.
Lectura del libro 
del Éxodo: 12, 1-8. 11-14
En aquellos días, el Señor les 
dijo a Moisés y a Aarón en tierra de Egipto: "Este mes será para ustedes el 
primero de todos los meses y el principio del año. Díganle a toda la comunidad 
de Israel: 'El día diez de este mes, tomará cada uno un cordero por familia, uno 
por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con 
los vecinos y elija un cordero adecuado al número de personas y a la cantidad 
que cada cual pueda comer. Será un animal sin defecto, macho, de un año, cordero 
o cabrito […]’.”
La verdad es que se hizo monaguillo de verdad, 
aunque parezca mentira. Acólito en el altar, el monaguillo Juan Manuel alisaba 
la sotana roja, sacaba del sagrario el copón de metal bruñido, pasaba el cepillo 
para recoger la cosecha de 
rubias... En el obispado, comía pastelitos y 
veía 
Marcelino, pan y vino. Ya después, alcanzada la mayoría de edad, 
frecuentaría la parroquia de San Cristóbal, en la Seat, en la Zona Franca, donde 
podría haber conocido a 
Francesc Candel (“la pelea”), otro monaguillo, a 
quien leyó profusamente antes incluso de que este tecleara en su vieja Olivetti 
(Han matado un hombre, han roto un paisaje; Hay una juventud que aguarda; 
Échame un pulso, Hemingway; Els altres catalans…). La verdad es que, 
separados, ellos convivieron juntos, igual que con los otros juerguistas de la 
Generación del 50, 
vigilantes de la playa (
Ignacio Aldecoa, “por 
supuesto”; 
Francisco Brines; Juan Benet, con su 
Volverás a 
Región…). Lo digo porque, y es verdad, todos ellos acabaron echándose las 
cartas y unos vinitos, en el Chino, el muladar de los literatos con mollera, 
entre concurrentes ignaros: “La del Chino era una Barcelona amarga y brutal. 
Claro, si tenías pasta, era otra Barcelona”.
La Barcelona de verdad la 
vivió bien (“conozco las Casas Baratas, pero el centro no existe como barrio; 
para mí, la civilización existe gracias al esfuerzo abnegado y tenaz del 
colectivo”), y la vivió quien fuera y es su pareja sentimental y compañera, 
Susana Larrosa, a quien le dedica 
Los mil días. “Ella ha trabajado 
como educadora social en los Hogares Mundet, por encima de la Ronda de Dalt. En 
el franquismo, aquello era un horror…”
La verdad es que, a todo esto, 
Juan Manuel escribía casi diariamente, como si él fuera un mercado con altibajos 
en los precios y la lírica un calmante contra la inflación. Escribía, pero no 
publicaba, por un pudor existencial que autores menos versados en la lengua y 
malos de cojón no tuvieron reparo en saltarse a la torera. Carmen, Jorge, Mari 
Pau, escuchad: “Yo siempre he buscado la manera de sacar adelante tu obra sin 
meterte en la parafernalia del espectáculo”.
En su morral caben su 
profesión de electricista autónomo y sus clases de automatización e informática 
(“especializado en maniobras”), sus cajetillas de cigarrillos, sus infusiones, 
su Smartphone de Nokia (para los borradores de los textos) y sus novelas 
La 
comuna de Lugares, sobre un Don Quijote inmigrante; 
Tríptico, sobre 
las decepciones de la era moderna (tantas que ha gastado 252 folios), y 
Sedimento, una trilogía autobiográfica. Como a Pitágoras, le gusta el 
número tres. Como a los Reyes Magos. “Además, el triángulo es la figura 
perfecta”, añade. 
La verdad es que acabó tan desengañado, en las Hurdes de 
sus pecados irreprimibles (sinceridad, honestidad, laboriosidad… Lo que el poder 
corrompe), que, sin saber cómo, asistió, en la noche de otoño de los sótanos de 
Sant Medir, a la fundación de Comisiones Obreras, en 1964.
Hace poco 
volvió a la catedral de Barcelona, a sus piedras envejecidas —que buscan quien 
las apadrine—, a sus cúpulas, a sus imágenes talladas con finura y piadosa 
devoción, a los arrozales de sus cirios gruesos como jarcias. “No me dejaron 
entrar. Les dije que yo había estudiado cinco años de mi vida allí. Pero me 
pedían tres euros para acceder al recinto”, ratifica Juan Manuel, que transita 
por la complejas delimitaciones, en la medianía de sus sentimientos opuestos. 
“Les monté un número que pa’ qué.”
La verdad es que Juan Manuel, como 
recitaba 
Blas de Otero, “nació para narrar con estos labios que barrerá 
la muerte un día de estos”. La verdad, y la realidad, es que nada es 
absolutamente verdad, ni siquiera el perdón póstumo a 
Jim Morrison. Ni 
siquiera existe Dios, desde luego no el Dios de 
Ratzinger; quizá sí un 
dios en minúsculas, cuyo nombre empiece por jota. Ni siquiera son verdad los 
números de 
Pitágoras.
…veintitrés, veinticuatro, veinticinco, 
veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta, treinta y uno, 
treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y 
seis, treinta y siete, y treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y 
uno, cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco, 
cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta, 
cincuenta y uno, cincuenta y dos, cincuenta y tres, cincuenta y cuatro, 
cincuenta y cinco, cincuenta y seis, cincuenta y siete, cincuenta y ocho, 
cincuenta y nueve, sesenta, sesenta y uno, sesenta y dos, sesenta y tres, 
sesenta y cuatro, sesenta y cinco, sesenta y seis, sesenta y siete, sesenta y 
ocho, sesenta y nueve, setenta, setenta y uno, setenta y dos, setenta y tres, 
setenta y cuatro, setenta y cinco, setenta y seis, setenta y siete, setenta y 
ocho, setenta y nueve, ochenta, ochenta y uno, ochenta y dos, ochenta y tres, 
ochenta y cuatro, ochenta y cinco, ochenta y seis… 
Juan Manuel tiene 
razón. Imposible contar hasta mil.