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Juan Manuel González Lianes: <i>Quimera del lector absorto</i> (Ediciones Carena, 2010)

Juan Manuel González Lianes: Quimera del lector absorto (Ediciones Carena, 2010)

    AUTOR
Juan Manuel González Lianes

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Mataró (Barcelona, España),1964

    BREVE CURRICULUM
Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona y profesor de Literatura, pero su oficio desde los 10 años es el de lector compulsivo. El paso de la lectura a la escritura ocurrió hace demasiado tiempo, cuando quiso emular a los autores que admiraba. Ese instinto de emulación acabó siendo instinto de subsistencia a través del lenguaje




Creación/Creación
Juan Manuel González Lianes: Quimera del lector absorto
Por Juan Manuel González Lianes, martes, 1 de junio de 2010
La novela, Quimera del lector absorto, de Juan Manuel González Lianes, es el hilo conductor en el que se engarzan las vidas de un puñado de lectores absortos, empeñados en desentenderse de su realidad prosaica palabra mediante. Tras ese empeño se oculta una necesidad de lectura que, en algunos casos, puede llegar a trastornarnos. Es el precio de la quimera. Es el molino de viento transmutado en gigante. Ignacio ha sido convocado, para su sorpresa, a un congreso en Criptana de lectores exaltados. Allí conocerá a una galería de incurables adictos a la lectura que están en posesión de una historia deseosa de ser contada. Ignacio se convertirá en destinatario azaroso de esas historias hasta que empiece a vivir la suya cuando oiga los pasos de Laura en la llovizna.
PRIMER CORREO

Hola, Dámaso, llevo tres días aquí y tengo la sensación de que ha pasado mucho, muchísimo tiempo. Me han alojado en la casa de un matrimonio mayor cuyos hijos hace tiempo que emigraron a la capital, donde ejercen buenos oficios, según mi anfitriona. La casa es muy grande y muy fresca. Al fondo se abre un patio y al final de éste tienen un corral con media docena de gallinas ponedoras y, tras un murete de ladrillo, una cría de jabalí que apesta. Por suerte el olor del animal no llega a mi habitación y puedo dormir, leer, y escribir esta carta, sin que me ofendan los efluvios del jabato que, por otro lado, es de natural apacible. El pueblo no es muy bonito. Tampoco feo. Tal vez me ocurra que lo encuentro muy distinto a Mataró, tanto que aún no he conseguido hallarle lo que pueda tener de atractivo. Lo primero que hice en cuanto me sentí instalado, fue subir al cerro de los molinos. Hay que ascender un par de cuestas bastante pronunciadas, pero vale la pena la excursión. Jamás he visto un atardecer como el que se contempla junto a estos que don Alonso creyó gigantes. Me faltan las palabras para describirlo. La inefabilidad de la que se quejaban con tanta razón San Juan y Santa Teresa la padezco en este mismo instante en el que un reloj de cuco colgado a una pared del comedor vecino señala las doce en punto. Aunque para qué engañarnos, no soy ni Gabriel Miró, ni Azorín, ni Machado, basta tener el don de la plasticidad, un repertorio léxico infinito, capacidad de observación, sensibilidad, dominio de la sintaxis, alcanzar la justa correspondencia entre lo dicho y el modo, como ellos, y la angustia de quien escribe menguaría hasta reducirse a mota.

Cuando llegué arriba del cerro lo primero que me sorprendió fue la vista magnífica del Campo de San Juan en toda su extensión como un mar apacible. Lejos se distingue la silueta de otros molinos sobre otro cerro. Me dicen que son los de Alcázar. A mi espalada tengo El Toboso, adonde pienso acercarme un día de estos. La luz, en el momento en que el sol comenzó a desaparecer muy lento tras la cresta de unos montes, los de Toledo, cobró una tonalidad anaranjada que tiñó el cielo y las paredes encaladas de los molinos. Algunos turistas hacían fotos, extasiados frente a tamaño derroche de colorido. Me habían comentado que allí mismo, junto a los molinos, existía un restaurante ubicado en el interior de una cueva. Observé que algunas personas, de las que estaban haciendo fotos, se dirigían hacia un letrero que acababan de iluminar, y las seguí convencido de que debía de ser allí donde me habían dicho que estaba el establecimiento. No erré. Tras unos breves escalones, se abría una terraza con mesas a las que sentarse y una barra de bar a la izquierda. La vista era magnífica. Poco a poco el Campo de San Juan se sumía en una oscuridad densa y aparecieron pequeños puntos de luz diseminados y otros más grandes, titilantes, que eran sus pueblos. Junto a la barra, una puerta que daba paso a un local con asientos mullidos donde algunas parejas de adolescentes pegaban la hebra muy juntos. Al restaurante se accede tras descender unas escaleras muy empinadas que se adentran en el interior del cerro. La cueva se divide en varias estancias, entre las que se distribuyen las mesas. Algunos comensales habían empezado ya a cenar. Otros, como yo, nos limitábamos a mirar el recinto tan asombrados como antes junto a los molinos. Un camarero nos preguntó si pensábamos quedarnos. Yo dije que sí y me acomodaron en una mesa individual, lejos de la entrada. Al resto, que respondió que no, los conminó a que abandonaran el local porque a partir de las nueve no dejaban que nadie curiosease por no molestar a los clientes.

El lugar, al ser tan angosto, tiene pocas mesas, colocadas muy juntas, de tal modo que si en ese momento hubiera habido más comensales cerca de mí nos hubiéramos podido hablar sin necesidad de elevar la voz. Por fortuna, era el único cliente sentado en aquel apartado. Podía ver la puerta por donde entraba y salía el camarero, pero no a la otra media docena de personas, de las que sin embargo oía la voz. Reconozco que me sentí oprimido y muy solo. A punto estuve de levantarme y decir que lo sentía mucho, que no me encontraba bien y que regresaría otra noche. La verdad es que estaba cansado después del viaje. Había tardado siete horas desde Mataró a Criptana. Había repostado una sola vez el depósito a la altura de Sagunto, y paré otra en la Almarcha a tomar un refresco y preguntar si aquella era la carretera que me convenía. Me respondieron que sí, que en una hora a lo sumo podía encontrarme en Criptana, pero tardé media más. Llegué a eso de las cuatro. Me aguardaban los propietarios de la casa, Paco y Manuela, gente simpática. Paco me ayudó con las dos maletas y Manuela, en seguida que estuve aseado y listo, me trajo una limonada con hielo que me supo a gloria. Estoy contento con ellos. La habitación es limpia y muy luminosa. Tengo un estante para los libros que me he traído y una mesa para escribir; y silencio, un silencio cisterciense, sólido como la luz y el aire que se respira a media tarde.

El camarero llegó a tiempo de convencerme de lo bueno que sería probar un bacalao con pisto bañado con un vino de la tierra. Tenía hambre. Salvo la limonada y un par de rosquillas que me ofreciera Manuela, no había metido más en el cuerpo desde que a las once de la mañana comí un bocadillo correoso en el área de servicio. A la zaga del camarero iba un individuo que se acomodó a dos mesas de la mía; esto es, a un metro escaso, y que, tras mirarme unos pocos segundos con cierto disgusto, extrajo un libro de una bolsa que llevaba colgada al hombro y se puso a leer. Me resultó chocante y hasta estrafalario que aquel tipo sacara un libro en aquel lugar. Conseguí leer el título: La Regenta, lo cual me asombró más aún porque hace poco que la releí y volvió a entusiasmarme.

El camarero reapareció con la botella de vino. Mientras la abría sonrió e hizo un gesto de complicidad con el que quiso darme a entender que el tipo no estaba muy bien de la chola.

–Es la tercera noche que viene y siempre hace lo mismo –me susurró–. A mí me parece bien que lea, pero no creo que sea el mejor lugar ni el momento.

Estuve de acuerdo. Pensé que debía tratarse de otro invitado al Congreso. Durante la excursión a los molinos me fijé en cuantos me cruzaba por si descubría en ellos alguna seña que los delatara como lectores, pero no. Aquel era el primero. Leía con verdadera fruición, como si quisiera devorar el libro, tan concentrado que daba grima mirarlo porque era como si estuviese dos veces sepultado, bajo la tierra y bajo el peso de las palabras. Incluso me atrevo a decir que no leía como podemos hacerlo tú o yo, Dámaso, sino con desesperación, como si buscase algo a golpe de machete en una selva infinita. Cené sin que se volviera a mirarme más. Sus dos platos los engulló con la vista puesta en el libro, que sostenía con su mano izquierda, cosa admirable dado el tamaño del volumen. Lo cerró de un golpe tras el café, con disgusto y decepcionado. Pagó luego la cuenta que el camarero le había dejado y desapareció tal que había venido, sin ruido. Cuando aquél vino a cobrarme, me preguntó si había quedado satisfecho y le respondí que sí, que todo estaba muy bueno.

–¿Le ha molestado el señor que estaba aquí?

–No, claro que no –le dije.

–Hay gente muy rara –sentenció–. Piensan que con la vecindad de los molinos se les pegará algo de la locura de don Alonso. Pero para eso hay que ser manchego, se lo digo yo, y ese pobre tenía pinta de ser forastero, como usted.



Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este fragmento del libro de Juan Manuel González Lianes, Quimera del lector absorto (Carena, 2010). 
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