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Luis García Montero: <i>Mañana no será lo que Dios quiera</i> (Alfaguara, 2009)

Luis García Montero: Mañana no será lo que Dios quiera (Alfaguara, 2009)

    TÍTULO
Mañana no será lo que Dios quiera

    AUTOR
Luis García Montero

    EDITORIAL
Alfagura

    OTROS DATOS
Madrid, 2009. 420 páginas. 19,50 €



Luis García Montero

Luis García Montero


Reseñas de libros/No ficción
Luis García Montero: Mañana no será lo que Dios quiera (Alfaguara, 2009)
Por Eduardo Laporte, miércoles, 1 de julio de 2009
El poeta y profesor de Literatura Luis García Montero (Granada, 1958) cambia los versos por la prosa biográfica en Mañana no será lo que Dios quiera, un riguroso acercamiento biográfico al poeta Ángel González, en los años de la infancia. Un periodo que se prolonga hasta el inicio de los estudios de Derecho del poeta asturiano y que aborda los años más delicados de la historia de España, pero también los del niño que asiste al derrumbe de todo lo que le rodea. La muerte prematura del padre; el asesinato del hermano, comprometido con el bando republicano; la depuración de la hermana y el trance de la enfermedad, tuberculosis, en el joven que vio apagarse el paraíso. La infancia de Ángel González fue una sombra que se proyectó en toda su posterior quehacer poético y esto lo sabe su amigo y experto en su obra, Luis García Montero. Un material sensible que ayuda a entender mejor al personaje y ese tiempo denso de la guerra, cuyo biógrafo ha ordenado con admirable rigor, con profusión de datos e intrahistorias, con mirada lírica y abundantes digresiones, pero también con un exceso de carga informativa y una falta de selección de los relatos que puede saturar al lector.
Decía González Ruano que no hay nada más objetivo que la subjetividad. También Umbral era defensor de ese extraño mecanismo que parece seguir sus propias leyes y que es el de dejar abierta la caja de la imaginación y de la creación libre. Así abordó su primer libro, Umbral, una biografía sobre Larra, con la que, todo sea dicho, no llegó muy lejos.

Parece como si Luis García Montero, amigo íntimo de Ángel González (Oviedo, 1925 – Madrid, 2008) se hubiera propuesto radicalmente lo contrario: ser objetivo al contar la infancia del poeta amigo. No lo llega a ser tanto como para quitarse la chaqueta poética, pero sí que se acerca a la vida de González con precisión entomológica. Un rigor biográfico que puede ser una virtud quizá en biografías de aquellos que gozan de una reputación quizá injusta y que el biógrafo trata de ajustar con una nueva mirada, avalada con datos, fechas y diversas referencias. Pienso, por ejemplo, en el interesante ¿Qué hacemos con Baroja?, de Víctor Moreno Bayona, editado por Pamiela en 2008, en el que se aportan abundantes pruebas de los coqueteos filofascistas del ilustre escritor vasco. En el libro que nos ocupa, como iremos viendo, puede resultar un error de cálculo apostar tanto por un deseo de contarlo todo que lanzarse en pos de una subjetiva selección de acontecimientos.

En la obra de García Montero, no se aprecia ese prurito desmitificador, claro está, del caso de Baroja. Tampoco estamos ante un panegírico, sino ante una biografía hecha desde la admiración y el cariño hacia uno de los poetas más relevantes de la segunda mitad del siglo XX, punta de lanza de la Generación del 50. La que denuncia el hastío, la grisura y la estrechez de miras y horizontes del franquismo. La del recuerdo del pasado ominoso sobre los hombros, la del discreto discurrir de las vidas de los vencidos, ante la euforia y despreocupación de los vencedores, aquellos que, como recuerda Esther Tusquets en su libro reciente, Habíamos ganado la guerra. Y la infancia de Ángel González es clave para entender su poesía de después, su dimensión, su capacidad para diseccionar con cuatro versos ese tiempo complejo que fue el franquismo. Plácido para unos, insoportable para otros.

Estamos ante una biografía hecha desde la admiración y el cariño hacia uno de los poetas más relevantes de la segunda mitad del siglo XX, punta de lanza de la Generación del 50. La que denuncia el hastío, la grisura y la estrechez de miras y horizontes del franquismo

A lo largo de 420 páginas, que comprenden sólo la infancia y adolescencia del futuro poeta, Luis García Montero recrea con exactitud la vida de Ángel González. Se sirve de numerosas conversaciones que grabaron en los veraneos en Rota y de la carpeta azul, un valioso archivador de documentos claves en la historia de la familia González Muñiz. Una carpeta en la que se encuentra, por ejemplo, un pliego de cargos contra la madre del biografiado, con acusaciones del tipo: Cargo 2º, Haber manifestado ideología izquierdista. Con esos mimbres, vuelca García Montero todo ese material sin renunciar a la voz lírica, ni a la voz historicista, ni a la voz biográfica en su vertiente más fidelísima. Se permite, pues, poetizar la vida del poeta, e inserta ráfagas literarias de una cierta intesidad estética, a lo largo de todo el libro: “La gente que se dirige al campo de fútbol camina de forma especial, con un nervio controlado, con una ilusión brillante, como si todo el mundo se hubiese tomado dos copas de vino...”. También el biógrafo se muestra firme al situar las distintas coordenadas históricas, Revolución de Octubre, toma de Oviedo, presencia de los legionarios y de los “moros” en la ciudad para asegurar el aguante rebelde, el trabajo de un organismo como la Comisión Depuradora de la Enseñanza, los 13 diputados del Frente Popular frente a los tres de la CEDA, en las elecciones de febrero del 36 y así. Por último, las referencias a la verdad más sencilla, como las notas que sacaba Ángel González en la escuela, los ingreso que percibía la familia, si daban o no para hacer frente a los gastos, o todo el universo de vecinos, amigos, tías y comerciantes que trenza la vida en una capital de provincia. Y cuyo interés, al menos para este lector, es relativo.

Porque hay sucesos en la vida de Ángel González que son fundamentales para entender la Guerra Civil, la posguerra, el drama de España y su posterior desarrollo poético. Sucesos que luego se materializarían en poemas como los que se recogen en libros como Áspero mundo; Grado elemental o Sin esperanza, pero con convencimiento. Sucesos como la muerte del padre por enfermedad, que deja una familia desamparada ante esa cosa tan tristemente viril que es la guerra. Sucesos como las peripecias de los hermanos, que acaban con Manuel fusilado cuando quería escapar de Oviedo y cuya trágica noticia comunica a su desolada madre un jovencito Ángel González. Sucesos como las argucias de la madre -raspar las afiliaciones políticas de los profesores que ella representaba, de unas fichas- para evitar que fueran depurados. Sucesos como la enfermedad de tuberculosis que contrae un Ángel González ya adolescente y que fue clave en su formación poética y en el desarrollo de una introspección necesaria para la poética. En una de sus últimas visitas a los cursos de verano de El Escorial, el poeta daba capital importancia a esa convalencia en Páramo de Sil, en la que pidió libros que no se agotaran nunca. Y qué mejor que los versos de Juan Ramón Jiménez, Segunda antolojía poética, sobre todo, para leer y releer encontrando nuevos matices e iluminaciones.

El libro acoge esos pasajes fundamentales y lo que es mejor, la visión del niño, el inocente niño, en el corrupto y derrumbado escenario de la guerra. Un escenario en que los peritos tasan los daños de los bombardeos, en que el estraperlo comienza a ser moneda de cambio, en el que un “moro” se hace amigo de un chaval y se lo lleva lejos, a un aparte de la ciudad. Cuando el pequeño, que luego será poeta, se siente intimidado por la mirada sucia del otro, éste le pregunta que dónde puede conseguir “mujera”. Con toda su buena fe, el niño González acepta el duro que le da el moro y se lo da a una tal Trini, tabernera, y ésta se escandaliza y un sargento se entera de las intenciones del legionario, al que le cae una morterada de golpes de fusil que éste encaja con total dignidad y silencio, ante la mirada atenta ya menos ingenua e infantil de Ángel González.

Puede que sea un excesivo respeto, no lo sabemos, hacia el género novelístico, hacia la prosa, vaya, el que haga que esta obra no acabe de conmocionar al lector, o al menos a este que firma

Mañana no será lo que Dios quiera es una biografía sobre un poeta escrita por un poeta y que nació con vocación de novela, o ese al menos fue uno de sus reclamos comerciales. En el acto de presentación del libro, Joaquín Sabina tuvo la ocurrencia de decir que era toda una osadía que un poeta que duerme junto a una de las más importantes novelistas actuales [Almudena Grandes] se atreviera a novelizar una vida. Puede que sea un excesivo respeto, no lo sabemos, hacia el género novelístico, hacia la prosa, vaya, el que haga que esta obra no acabe de conmocionar al lector, o al menos a este que firma. “Hay mucho ahí”, decía Samuel Beckett sobre la ópera. Otro de los grandes, Stefan Zweig, no lograba quedarse tranquilo hasta que eliminaba toda la paja del grano, y tan sólo lo esencial tenía el privilegio de quedar impreso. “Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual”, decía.

Están los capítulos fundamentales y también están muy bien traídos los principales poemas del biografiado. Pero también hay un exceso de otras cosas, detalles, nombres, amigos de González, los Taibo, la librería Cervantes, la tienda de comestibles, la tía Clotilde, la asistenta Sole, que crean un cierto ruido y embarullan la esencia de una infancia que quizá mereciera un enfoque menos acaparador. Exceso éste que trata de equilibrarse con el recurso al lirismo, a la digresión poética, pero que se traduce en más y más páginas que se juzgan prescindibles. Porque, a veces, los hechos pueden ser perfectamente elocuentes y desgarradores, y ahí está esa pequeña autobiografía de Patrick Modiano, Un pedigrí, que tanto sedujo a la crítica internacional hace unos años. El problema, en este caso, es que son demasiados los hechos. Y es en esa selección en donde reside la mágica manipulación, la gracia, el arte, en suma.

Querer contar una infancia desde la objetividad, es a veces, matarla, por mucho que luego se intente poetizar la cosa con añadidos. Sucede como con ciertas fotos, a todo color, que revelan la infancia sin la pátina deformadora de los recuerdos. Una deformación, que acaba siendo realidad, porque es así como la aprecia el propio interesado. Como el violín que evocamos en nuestra cabeza al pensar en violín. Seguramente se acercará más a los violines cubistas que pintó Picasso que a violín realista de otras escuelas pictóricas más antiguas.

Concluyamos con un poema de González, que aparece en las últimas páginas del libro titulado La verdad de la mentira, y que aparece en el poemario Nada grave:

Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le susurró al oído:
¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es de mentira?
Y él respondió:
-Lo sé;
pero lo que yo siento es de verdad.



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