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Evelyn Waugh: Un puñado de polvo (RBA Libros, 2009)

Evelyn Waugh: Un puñado de polvo (RBA Libros, 2009)

    AUTOR
Evelyn Waugh

    DATOS BIOGRÁFICOS
Londres, 1903-Taunton, Somersetshire, 1966

    BREVE CURRICULUM
Exhibió desde su primera novela, Grandeza y decadencia (1928), el humor y la ironía que le hizo célebre y caracteriza toda su obra, exceptuando Retorno a Brideshead (1945). Entre sus novelas destacan: Fechoría negra (1932), Un puñado de polvo (1934), El ser querido (1948) y la trilogía antimilitarista. Su trayectoria narrativa simbolizó la ruptura con la novela decimonónica e inauguró un nuevo estilo literario que marcará toda la novela del siglo XX



Evelyn Waugh (foto wikipedia, realizada por Carl van Vechten en 1940)

Evelyn Waugh (foto wikipedia, realizada por Carl van Vechten en 1940)


Creación/Creación
Evelyn Waugh: Un puñado de polvo
Por Evelyn Waugh, lunes, 4 de mayo de 2009
Los felices años 20 fueron también años de prejuicios, de irresponsabilidad y de vacío. Y nadie mejor que Evelyn Waugh para desenmascararlos. El genial escritor británico recrea ese Londres de clases adineraras, de chismes inconfesables, de fiestas desenfrenadas y de adulterios de moda. Uno de ellos es el que viven Lady Brenda Last, después de siete años de aburrido matrimonio, y John Beaver, un joven ávido de éxito social. Tony Last, que pensaba que su esposa era maravillosa y fiel, emprenderá una desesperada huida. De ellos se sirve Waugh para certificar la ausencia de valores, la desintegración, el cinismo y crueldad de un mundo entreguerras. Una crónica de una alta sociedad en decadencia que Waugh emprende con su brillante dominio de tragedia, comedia y salvaje ironía, en el que es posible entrever, además, una cáustica caricatura de la separación que vivió el escritor de su primera esposa. Una novela imprescindible para conocer el siglo XX. En opinión de John Banville es “Una obra maestra de la sátira, divertidísima… un libro maravilloso” (Irish Times).
Du coté de chez beaver

«¿Ha habido algún herido?»

«Por fortuna, ninguno», dijo la señora Beaver, «excepto dos criadas que perdieron la cabeza y saltaron por una claraboya al patio. No corrían peligro. Según creo, el fuego no llegó a alcanzar los dormitorios en ningún momento. Aun así, va a haber que restaurarlos, eso seguro, todo ha quedado tiznado y anegado y menos mal que tenían uno de esos extintores antiguos que lo dejan todo perdido. No podemos quejamos, la verdad. Las habitaciones principales quedaron completamente destruidas y todo estaba asegurado. Sylvia Newport conocía a esas personas. Tengo que ponerme en contacto con ellas esta mañana, antes de que esa siniestra señora Shatter les eche la zarpa.»

La señora Beaver estaba de espaldas al fuego tomando su yogur matinal. Mantenía el envase justo debajo de la barbilla, lo recogía con una cucharita y lo tragaba muy rápido.

«¡Cielos, qué horrible es este potingue! Me gustaría que te acostumbraras a tomarlo, John. Últimamente pareces muy cansado. No sé cómo iba a resistir yo toda la jornada sin tomarlo.»

«Pero, mami, yo no tengo tanto que hacer como tú.»

«Eso es verdad, hijo.»

John Beaver vivía con su madre en la casa de Sussex Gardens a la que se habían mudado tras la muerte de su padre. Poco había en ella que recordara a los interiores austeros y elegantes que la señora Beaver proyectaba para sus clientes. Estaba atestada con el mobiliario invendible de dos casas mayores, sin pretensiones de representar época alguna y menos aún el presente. Los mejores y los que tenían algún interés sentimental para la señora Beaver estaban en el salón en
forma de L del primer piso.

Beaver tenía una salita de estar obscura detrás del comedor, con teléfono propio, en la planta baja. La anciana doncella se ocupaba de su ropa. También quitaba el polvo, lustraba y mantenía, en el tocador y encima de la cómoda, el simétrico orden de la colección de voluminosos y lúgubres objetos que habían pertenecido al cuarto de vestir de su padre, regalos indestructibles recibidos en su boda y en su vigésimo primer cumpleaños, de marfil, chapados en cobre, forrados de piel de cerdo, con remates y engastes de oro, característicos de una masculinidad dispendiosa de la época eduardiana: frascos para llevar bebidas a las carreras y a la caza, estuches para puros, petacas, gorras de jockey, trabajadas pipas de espuma, abotonadores y cepillos para sombreros.

Había cuatro sirvientes, todas mujeres y todas, salvo una, ancianas.

Cuando alguien le preguntaba por qué vivía allí, en lugar de poner casa propia, Beaver decía unas veces que, por lo que le parecía, a su madre le gustaba tenerlo allí (pese a su negocio, se sentía sola) y otras que se ahorraba al menos cinco libras a la semana. Como sus ingresos totales ascendían a unas seis libras a la semana, se trataba de un ahorro importante.

Tenía veinticinco años. Desde que había salido de Oxford hasta el comienzo de la Depresión, había trabajado en una agencia de publicidad. Desde entonces nadie había podido encontrarle algo que hacer. De modo que se levantaba tarde y se pasaba gran parte del día sentado cerca del teléfono y con la esperanza de que lo llamaran.

Siempre que podía, la señora Beaver se tomaba una hora de descanso a media mañana. Llegaba siempre a las nueve en punto a su tienda y hacia las once y media necesitaba un descanso. Entonces, si no era inminente la llegada de algún cliente importante, tomaba su dos plazas y se dirigía a su casa en Sussex Gardens. Se había ido aficionando al intercambio matinal de chismorreos con su hijo, que a esa hora solía estar ya vestido.

«¿Qué hiciste anoche?»

«Audrey me llamó a las ocho para invitarme a cenar. Éramos diez en el Embassy: bastante aburrido. Después fuimos todos a una recepción que daba una mujer llamada De Tromet.»

«Ya sé quién es: americana. Aún no ha pagado las fundas de toile-de-jouy que le hicimos el pasado abril. Yo también me aburrí: no me vino ni una sola carta en toda la noche y salí perdiendo cuatro libras y diez chelines.»

«¡Pobre mami!»

«Voy a almorzar en casa de Viola Chasm. ¿Qué vas a hacer tú? Es que, mira, no he encargado que prepararan nada aquí.»

«Aún no he sabido nada. Pero en último caso puedo darme una vuelta por el Brat’s.»

«Pero es carísimo. Estoy segura de que, si se lo pedimos, Chambers puede ir a comprarte algo. Pensaba que sabías seguro que ibas a salir.»

«Pues puede que aún salga. Todavía no han dado las doce.»

(Beaver recibía la mayoría de las invitaciones en el último momento; a veces más tarde incluso, cuando ya había empezado a comer a solas en una bandeja... «John, cielo, ha habido una confusión y Sonia ha llegado sin Reggie. ¿Podrías sacarme de este apuro, mi amor? Pero tienes que darte prisa, porque estamos a punto de sentarnos a la mesa». Entonces él salía precipitadamente en busca de un taxi y llegaba, excusándose, después del primer plato... Una de las pocas peleas recientes con su madre se había debido a que hubiera abandonado de ese modo un almuerzo ofrecido por ella.)

«¿Adónde vas a ir este fin de semana?»

«A Hetton.»

«¿Quién vive allí? Se me ha olvidado.»

«Tony Last.»

«Sí, claro. Ella es encantadora; él, bastante pelmazo. No sabía que los conocieras.»

«En realidad, no los conozco. Tony me invitó en el Brat’s la otra noche. A lo mejor se ha olvidado.»

«Mándales un telegrama para recordárselo. Es mucho mejor que telefonear. Así tienen menos oportunidad de excusarse. Mándalo mañana justo antes de salir. Me deben una mesa.»

«¿Cuáles son sus antecedentes?»

«A ella solía verla mucho antes de que se casara. Se llamaba Brenda Rex, hija de lord St. Cloud, muy rubia, tez subácuea. Cuando era una muchacha, volvía locos a los hombres. Todo el mundo pensaba que acabaría casándose con Jock Grant-Menzies. ¡Qué lástima que se casara con ese pedante de Tony Last! Ya es hora, la verdad, de que empiece a aburrirse. Llevan cinco o seis años casados. Marchan bastante bien, pero todo se les va en mantener la casa. Nunca la he visitado, pero tengo idea de que es enorme y horrenda. Tienen por lo menos un hijo, tal vez más.»

«Mami, eres maravillosa. La verdad es que conoces vida y milagros de todo el mundo.»

«Resulta muy útil. Basta con escuchar con atención a la gente, cuando habla.»

La señora Beaver fumó un cigarrillo y después volvió a su tienda. Un americano compró dos centones a treinta guineas cada uno, lady Metroland telefoneó para preguntar detalles sobre un cielo raso de cuarto de baño, un joven desconocido pagó al contado un cojín; en los intervalos, la señora Beaver pudo bajar al sótano, donde dos muchachas mustias estaban empaquetando pantallas de lámparas. Allá abajo, pese a que tenían una estufita de petróleo, hacía frío y las paredes siempre estaban húmedas. Las muchachas estaban adquiriendo —observó complacida— mucha destreza, en particular la más baja, que manejaba las cajas de embalaje como un hombre.

«Así se hace», dijo, «lo está usted haciendo de maravilla, Joyce. Pronto la pondré a hacer algo más interesante.»

«Gracias, señora Beaver.»

Más valía que siguieran haciendo paquetes por un tiempo, dijo la señora Beaver para sus adentros: mientras lo resistiesen. Ninguna de las dos tenía suficiente chic para trabajar arriba. Las dos habían pagado sus buenas sumas para aprender el arte de la señora Beaver.

***

Beaver estaba sentado junto a su teléfono. Sonó una sola vez y una voz dijo: «¿El señor Beaver? ¿Tendría la amabilidad de esperar un momentito, señor? Lady Tipping desearía hablar con usted.»

Siguió un intervalo de silencio cargado de grata expectación. Lady Tipping daba un almuerzo ese día, lo sabía; habían pasado un rato juntos la noche anterior y Beaver había tenido mucho éxito con ella precisamente. Alguien había fallado...

«¡Oh, señor Beaver, siento tanto molestarlo! Quisiera saber si le sería posible decirme el nombre del joven que me presentó anoche en casa de madame De Trommet: el del bigote pelirrojo. Creo que era diputado.»

«Me imagino que se referirá a Jock Grant-Menzies.»

«Sí, así se llama. ¿Sabe usted por casualidad dónde podría encontrarlo?»

«Figura en la guía, pero no creo que esté en casa ahora.

Tal vez pueda encontrarlo en el Brat’s hacia la una. Suele estar casi siempre.»

«Jock Grant-Menzies, Brat’s Club. Muchísimas gracias. Ha sido usted muy amable. Espero que venga a verme alguna vez. Hasta pronto.»

Después, no volvió a sonar el teléfono. A la una, Beaver perdió las esperanzas. Se puso el abrigo, los guantes y el sombrero hongo y, con el paraguas pulcramente enrollado, salió y se dirigió a su club en el autobús, del que se apeó en la esquina de Bond Street.

***

El aire de antigüedad que se respiraba en el Brat’s y que se debía a su elegante fachada georgiana y a los hermosos paneles que recubrían sus salas era enteramente espurio, pues se trataba de un club de origen reciente, fundado en el período de bonhommie desencadenado al fin de la guerra. Era un lugar destinado a gente joven, para que pudiesen repantigarse frente al fuego y divertirse jugando a las cartas sin exponerse a las miradas ceñudas de los miembros de más edad. Pero ahora esos fundadores estaban entrando, a su vez, en la edad madura; aunque persistía su jovialidad, eran más gruesos, más calvos y de rostro más rubicundo que cuando habían sido desmovilizados y les había llegado ya el turno de avergonzar a sus sucesores deplorando su falta de hombría y caballerosidad.

Seis anchas espaldas impedían a Beaver llegar hasta la barra. Se sentó en uno de los sillones del salón y se puso a hojear el New Yorker, en espera de que apareciese algún conocido suyo.

Llegó Jock Grant-Menzies. Los que estaban en la barra lo saludaron así: «Hola, Jock, majo, ¿qué vas a tomar?», o simplemente: «¿Qué tal, majo?» Era demasiado joven para haber combatido en la guerra, pero caía bien a aquellos hombres; les resultaba mucho más simpático que Beaver, al que, en su opinión, no deberían haber admitido siquiera en el club. Pero Jock se paró a hablar con Beaver. «¿Qué tal, majo?», dijo. «¿Qué tomas?»

«Hasta ahora, nada.» Beaver se miró el reloj. «Pero creo que ha llegado el momento: coñac y ginger ale

Jock llamó al barman y después dijo:

«¿Quién era el vejestorio que me endosaste en la fiesta de anoche?»

«Se llama lady Tipping.»

«Ya me parecía que podía ser ésa. Ahora lo entiendo. Abajo me han dado el mensaje de que una señora de ese nombre quería que almorzara con ella.»

«¿Vas a ir?»

«No, no se me dan bien los almuerzos. Además, cuando me he levantado, he decidido tomarme unas ostras aquí.» Llegó el barman con las bebidas.

«Señor Beaver, en mis cuentas del mes pasado figura una deuda del señor de diez chelines.»

«Ah, gracias, Macdougal, recuérdemelo un día de estos, ¿quiere?»

«Muy bien, señor.»

Beaver dijo: «Mañana voy a Hetton.»

«¿Ah, sí? Saluda a Tony y a Brenda de mi parte.»

«¿Cómo es el ambiente?»

«Muy tranquilo y grato.»

«¿No jugarán a las cartas por dinero?»

«Oh, no, nada de ese estilo. Un poco de bridge y backgammon y partidas poco cuantiosas de póquer con los vecinos.»

«¿Es cómoda la casa?»

«No está mal. Bebida no falta. Lo que no sobran son baños, pero puedes quedarte en la cama toda la mañana.»

«No conozco a Brenda.»

«Te gustará, es una muchacha espléndida. Muchas veces pienso que Tony Last es uno de los hombres más felices que conozco. Tiene dinero suficiente, le gusta el lugar, tiene un hijo al que adora, una esposa devota y ni la menor preocupación.»

«De lo más envidiable. ¿No conocerás a alguien más que vaya a ir? Me gustaría que me llevaran en coche.»

«La verdad es que no. Es muy fácil por tren.»

«Sí, pero más agradable por carretera.»

«Y más barato.»

«Sí: y más barato, supongo... Bueno, me voy a almorzar. ¿No quieres tomar otro?»

Beaver se levantó para marcharse.

«Sí, creo que sí.»

«Ah, muy bien. Macdougal, dos más, por favor.»

Macdougal dijo: «¿Se los pongo en su cuenta?»

«Sí, hágame el favor.»

Después, en la barra, Jock dijo: «He logrado que Beaver me invitara a una copa.»

«No le debe de haber hecho gracia.»

«Por poco no se muere. ¿Sabéis algo de cerdos?»

«No. ¿Por qué?»

«Es que no cesan de escribirme ciudadanos de mi circunscripción para exponerme problemas al respecto.»

Beaver bajó a la planta baja, pero, antes de entrar en el comedor, pidió al portero que llamara a su casa y preguntase si había algún mensaje para él.

«Lady Tipping ha llamado hace unos minutos y ha preguntado si podía usted ir hoy a almorzar con ella.»

«¿Quiere hacerme el favor de llamarla y decirle que tendré mucho gusto, pero que tal vez llegue con unos minutos de retraso?»

Cuando salió del Brat’s y se dirigió a buen paso hacia Hill Street, era ya la una y media.



Nota de la Redacción: este texto corresponde al primer capítulo de la novela Evelyn Waugh: Un puñado de polvo (RBA Libros, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a la RBA Libros por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.
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