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Jon Lee Anderson: “Che Guevara. Una vida revolucionaria” (Anagrama, 2006)

Jon Lee Anderson: “Che Guevara. Una vida revolucionaria” (Anagrama, 2006)

    AUTOR
Jon Lee Anderson

    GÉNERO
Biografía

    TÍTULO
Che Guevara. Una vida revolucionaria

    OTROS DATOS
Traducción de Daniel Zadunaisky y Susana Pellicer. Barcelona, 2006. 756 páginas. 25 €

    EDITORIAL
Anagrama



Jon Lee Anderson

Jon Lee Anderson

Ernesto "Che" Guevara (foto de Alberto Korda)

Ernesto "Che" Guevara (foto de Alberto Korda)


Reseñas de libros/No ficción
Jon Lee Anderson: “Che Guevara. Una vida revolucionaria” (Anagrama, 2006)
Por Rogelio López Blanco, martes, 31 de octubre de 2006
Ernesto Guevara de la Serna (1928-1967) es el icono revolucionario por excelencia del siglo XX, nadie como él encarna la figura del rebelde romántico que lucha contra el imperialismo y sacrifica su propia vida por el ideal de emancipar a los explotados. Para que ese halo de revolucionario intrépido y sacrificado alcanzara el éxito global, hubo de reunir dos condiciones más, una personalidad magnética y una imagen física fascinadora, perfectamente retratada en la difundida foto de Korda (5 de marzo de 1960). Por otra parte, tampoco hay que descartar la influencia del sorprendente paralelo entre la proyección de la figura del Che y la iconografía cristológica.
No obstante, en el libro de Jon Lee Anderson aparece un Guevara de carne y hueso quien, sin perder su perspectiva personal, con el tiempo se convierte voluntariamente en una figura pública que está dispuesta a desempeñar su papel sin artificio alguno, asumiendo las consecuencias negativas que conlleva para su individualidad. Algo que finalmente condujo a un encorsetamiento que influyó en la deshumanización del personaje hasta extremos que unos pueden juzgar como heroicos y otros como grotescos y fanáticos, según el punto de vista ideológico desde el que se parta en la valoración. En cualquier caso, lo que Jon Lee Anderson expone son hechos y con ellos hay que contar para argumentar una posición crítica o laudatoria, siempre, por supuesto, con la perspectiva del tiempo en el que se produjeron los acontecimientos y circunstancias que rodearon la vida de Ernesto Guevara.

Este condicionante, la época, es capital para entender la biografía del Che. Se trata del apogeo de la Guerra Fría, años 50 y 60 (Corea, Vietnam), de la etapa histórica de la descolonización motivada por las luchas de independencia en los continentes asiático y, principalmente, africano (Congo, Argelia, Suez y Oriente Medio,...), de la pugna, dentro del bloque comunista, entre la China de Mao y una Unión Soviética a cargo de los gestores de la herencia de Stalin, Jrushov y Brezhnev. En definitiva, un periodo complejísimo donde el empleo de la violencia como instrumento político estaba en toda su plenitud y contaba con amplia legitimidad entre los intelectuales y medios de la izquierda, incluyendo a buena parte de los sectores más moderados.

De su vocación aventurera, lo que sí conviene retener pues es un factor que subyace a lo largo de toda su trayectoria, espíritu que compaginaba perfectamente con un personalidad irreverente y anticonvencional, parten sus ansias por viajar, por conocer y experimentar, un método que más adelante el propio Guevara interpretó como una búsqueda de sí mismo

En el caso particular de la lucha de guerrillas, todavía era incluso mejor vista, revestida como estaba por un halo romántico muy propio de la época que incluso tuvo graves repercusiones en Europa (entre otros, IRA en Irlanda del Norte, RAF en Alemania, Brigadas Rojas en Italia, ETA en España). Y no digamos ya si esta perspectiva se aplica a América Latina, donde el elemento romántico y los factores de la explotación y el imperialismo convergen con los excesos de los Estados Unidos en lo que se ha denominado, nada desencaminadamente, su “patrio trasero”. Todos estos aspectos y elementos dejan su huella en la historia del Che escrita por Anderson, una obra que, a menudo, más bien parece la materialización de los anhelos biográficos de toda una generación.

Como tantos revolucionarios, Guevara, que pertenecía una familia argentina venida a menos pero de clase acomodada, tuvo una infancia y adolescencia relativamente desahogada. No es que el clan nadara en la abundancia, pero lo relevante fue que mantuvo un nivel de vida, de confort, de educación y de relaciones sociales que lo asimilaban a la gente bien de la sociedad argentina. Es sobradamente conocido que el principal problema del joven Ernesto fue la salud, estaba aquejado por una enfermedad asmática crónica que le condicionó durante toda su vida. La cual, por un lado, tantas veces puso su vida en peligro, pero, por otro, también representó un desafío al que vencer, convirtiendo la pugna en una escuela de afianzamiento y prueba de la firmeza de su voluntad y de constante reto a la muerte, a la que, si se sigue el discurrir de su vida y actos, terminó por acostumbrase a restarle valor desde muy pronto.

La enfermedad y el difícil temperamento de su progenitor, Ernesto Guevara Lynch, convirtió a su madre, Celia, en la figura de referencia desde sus primeros años. Toda la familia tuvo que ceñirse a las necesidades del hijo asmático, empezando por el lugar de residencia, y aquélla se convirtió en su principal amparo y motor de empuje para emprender aventuras y arriesgar. Así, señala, el autor, era el carácter de ambos, madre e hijo. No parece que haya que ir muy allá en la interpretación de estos primeros datos, ha habido y hay ejemplos históricos que como Stalin o Hitler o, por poner un ejemplo de signo positivo, Vargas Llosa tuvieron grandes dificultades en las relaciones con sus padres respectivos, en consonancia con esa celosa protección materna, sin que ello derive necesariamente en la creación de una personalidad determinada por la sociopatía, sea en versión de asesino de masas emancipador o de nacionalista racial (por lo pronto, Vargas Llosa nos salva de caer en ese determinismo). Habrá que quedarse con los datos de una familia acomodada, de una educación esmerada, de unos contactos y relaciones y de una enfermedad que contribuyó a forjar un carácter, pero que no necesariamente condujo hacia un camino dado.

Sobre el compromiso de Fidel con las ideas comunistas, en el libro queda claro desde el principio de la lucha en Sierra Maestra que aquél se había decantado desde antes por ellas y que su táctica fue disimularlas para afianzarse en el poder, tanto frente al conjunto de los grupos de oposición al régimen que operaban en las ciudades y el llano como entre las distintas facciones guerrilleras. Nada hay de cierto, por lo tanto, en que la posición de los norteamericanos obligase a Fidel a echarse en brazos del oso soviético

De su vocación aventurera, lo que sí conviene retener pues es un factor que subyace a lo largo de toda su trayectoria, espíritu que compaginaba perfectamente con un personalidad irreverente y anticonvencional, parten sus ansias por viajar, por conocer y experimentar, un método que más adelante el propio Guevara interpretó como una búsqueda de sí mismo. Aunque este apetito por ver mundo empezó antes, alcanzó su apogeo cuando, a punto de acabar sus estudios de medicina, en 1951 decidió recorrer América Latina con su amigo Alberto Granado, viaje iniciático bien retratado por Walter Salles en su película Diarios de motocicleta (2004). Más decisivo aún fue el siguiente periplo, con la carrera ya rematada, iniciado en 1953, aquel que terminó llevándole a la Guatemala de Arbenz, un experimento político socialista frustrado por la presión de los Estados Unidos, en conjunción con las fuerzas interiores enemigas, y por las propias debilidades del gobierno progresista. De aquí extrajo Guevara lo que consideró provechosas lecciones que incorporó a sus concepciones y experiencias revolucionarias, sobre todo acerca de cómo consolidarse en el poder una vez alcanzado.

Desde luego, la consolidación de su odio al imperialismo, a los Estados Unidos, la creencia en la continuidad de un impulso liberador de América Latina fruto de una comunidad de países hermanos, la asunción de la vocación revolucionaria, la consideración del marxismo como fuente y método de acción, entre otras, nacieron y fueron consecuencia de su presencia en aquella Guatemala de Jacobo Arbenz, el presidente derrocado en 1954. Sus opiniones y creencias, fruto de la lectura y el estudio constante, se consolidaron en México, cuando estudió a fondo la figura de Stalin, lo que cambió definitivamente su vida (p. 533). Allí tomó contacto y se incorporó a la lucha de los hermanos Castro, líderes de Movimiento 26 de Julio, que pretendían liberar la isla de Cuba de la dictadura de Fulgencio Batista. Tras un dilatado periodo de preparación y aprendizaje, partió con ellos y sus hombres en el yate Granma y desembarcó en Cuba a principios de diciembre de 1956.

Sobre el compromiso de Fidel con las ideas comunistas, en el libro queda claro desde el principio de la lucha en Sierra Maestra que aquél se había decantado desde antes por ellas y que su táctica fue disimularlas para afianzarse en el poder, tanto frente al conjunto de los grupos de oposición al régimen que operaban en las ciudades y el llano como entre las distintas facciones guerrilleras (no hay que olvidar el asunto de Huber Matos, que saltaría a finales de 1959). Nada hay de cierto, por lo tanto, en que la posición de los norteamericanos obligase a Fidel a echarse en brazos del oso soviético. La astucia de Fidel, frente al claro alineamiento de su hermano Raúl y de Guevara con el comunismo, le permitió hacerse con la jefatura de la revolución y consolidarla, primero ante el pueblo y, luego, ante occidente. Otro comportamiento hubiera sido un proceder incauto y muy arriesgado para la supervivencia de la revolución. Esos manejos incomodaban al Che, un tipo cuyo dogmatismo le vedaba la flexibilidad suficiente para captar esas sutilizas. También jugó mucho la sagacidad de Fidel a la hora de hacerse con las riendas de la cúpula del Partido Popular Progresista que obedecía las directrices del Kremlin, que no tuvo inconveniente en consagrar a Castro como líder comunista de referencia en cuanto se percató del significado político de su conducta y la relevancia estratégica que suponía tener ese formidable aliado en el Caribe para contrarrestar la amenaza norteamericana emplazada en Turquía. El verdadero artífice de la alianza con la URSS fue el Che, con la colaboración de Raúl Castro.

En lo que respecta a la política internacional, el Che, siempre con el respaldo de Fidel, situado en un plano de menor protagonismo para no incomodar en exceso a los soviéticos, encarnó el ariete de la revolución y la política antiimperialista allí donde fuera (giras y reuniones internacionales, encuentros políticos, negociación de tratados, etc.)

Tras la victoria de los rebeldes, en enero de 1959, tiene lugar uno de los episodios más sórdidos de la vida de Guevara, cuando se encuentra a cargo de la guarnición de La Cabaña, allí donde son juzgados los esbirros de la dictadura de Batista, no los grandes jerifaltes, que habían salido a escape de la isla, sino los torturadores, policías, espías, membrillos y, en general, colaboradores, pero también aquellos otros que se iban oponiendo a la deriva comunista de los nuevos amos de la situación, los católicos y demócrata-liberales antibatistianos. El Che enfocó el asunto desde la experiencia negativa de Arbenz, el de la ejecución preventiva: “...si no matas primero te matan a ti” (julio de 1960, p. 452). Para Guevara, si no se depuraba sobre todo el ejército (y la administración), aquél terminaría volviéndose en contra del nuevo poder revolucionario. Conforme a este criterio, actuó en consecuencia. Anderson atribuye más de 2.000 sentencias de muerto, la mayoría, en opinión del autor, con las suficientes garantías procesales. Pero lo cierto es que parece que Jon Lee Anderson no ha estudiado a fondo este capítulo de la vida de Guevara.

Aparte de las tareas represivas, mientras estuvo en Cuba desarrollando la revolución, el Che desempeñó sin mucho acierto puestos administrativos de gran responsabilidad como la dirección del Banco Central, la de ministro de Industria y director de la Planificación Central, donde sus teorías, basadas en un voluntarismo sin concesión a los incentivos, que para él conducían a un giro completo hasta volver el capitalismo, se comprobaron finalmente calamitosas. Su intento de crear una base industrial fracasó, además, por la sangría de técnicos y mano de obra capacitada que salieron de Cuba hacia el exilio. Conservando buena parte de autonomía, sobre todo por la distancia y su posición estratégica, Cuba pasó a depender económicamente de la Unión Soviética y el modelo que finalmente se impuso fue el burocrático que allí imperaba, como en todo el bloque socialista. Como gestor económico, pese a su ejemplo y esfuerzo con el trabajo físico voluntario en los almacenes y la dedicación espartana, Guevara fue una calamidad más para su pueblo de adopción.

En lo que respecta a la política internacional, el Che, siempre con el respaldo de Fidel, situado en un plano de menor protagonismo para no incomodar en exceso a los soviéticos, encarnó el ariete de la revolución y la política antiimperialista allí donde fuera (giras y reuniones internacionales, encuentros políticos, negociación de tratados, etc.). El momento clave fue la crisis de los misiles, octubre de 1962, cuando el mundo estuvo más cerca de la hecatombe nuclear que nunca. Tanto el Che como Fidel eran partidarios de una postura de fuerza, pero Jrushov jugó sus bazas en términos de los intereses estratégicos soviéticos y se puede decir que obtuvo un trato satisfactorio, puso a buen recaudo la seguridad de Cuba y, lo más importante para la URSS, se desmontaron los emplazamientos de misiles norteamericanos en Turquía. El colofón fue una política de distensión entre los dos grandes bloques, la denominada política de “coexistencia pacífica” que repateaba el orgullo, los planes y concepciones tanto de Fidel como del Che, pese a lo cual prosiguieron con su intento de convertir la isla en una vivero exportador de revoluciones a todos los continentes.

Guevara, pues, vivía por y para del lanzamiento de una revolución mundial contra el imperialismo, había concebido la creación de muchos Vietnam para debilitar el poder de occidente y nada ni nadie le apearía dicho propósito. Para cumplirlo, nada mejor que las circunstancias revolucionarias que ofrecía el panorama mundial en aquella época, con una plétora de conflictos anticoloniales en Asia y, muy particularmente, Africa

Antes, durante y después de estos acontecimientos que tuvieron en vilo a la humanidad en el otoño de 1962, hay declaraciones y confesiones de Guevara muy significativas, que explican hasta dónde había llegado su extremismo ideológico. Proclamaba la belleza del sacrificio colectivo por la liberación (p. 453), la necesidad del sacrificio de inocentes (p. 436: “la sangre del pueblo es nuestro tesoro más sagrado, pero hay que derramarla para ahorrar más sangre en el futuro” p. 503), la inevitablidad del choque entre las dos fuerzas antagónicas, algo que no se debía detener (pp.568-569), concepciones que explican la personalidad de un iluminado capaz de haber disparado los misiles en octubre de 1962 si la posibilidad de hacerlo hubiera estado en sus manos (p. 515). Y lo más terrible son estas palabras que Guevara, un tipo poco dado a la baladronada, dirige a la concurrencia del Primer Congreso de Juventudes latinoamericanas en La Habana (24-7-1960): “Y ese pueblo (el cubano) que hoy está ante ustedes, les dice que, aun cuando debiera desaparecer de la faz de la tierra porque se desatara a causa de él una contienda atómica..., se consideraría completamente feliz y completamente logrado si cada uno de ustedes al llegar a sus tierras es capaz de decir: `Aquí estamos. La palabra nos viene húmeda de los bosques cubanos (...) tenemos nuestra mente y nuestras manos llenas de la semilla de la aurora, y estamos dispuestos a sembrarla en esta tierra y a defenderla para que fructifique´” (p. 453).

Guevara, pues, vivía por y para del lanzamiento de una revolución mundial contra el imperialismo, había concebido la creación de muchos Vietnam para debilitar el poder de occidente y nada ni nadie le apearía dicho propósito. Para cumplirlo, nada mejor que las circunstancias revolucionarias que ofrecía el panorama mundial en aquella época, con una plétora de conflictos anticoloniales en Asia y, muy particularmente, Africa. Inicialmente, como Fidel no quería malquistarse con los soviéticos, de quienes ya empezaba a depender económica y defensivamente la isla, aquel continente se ofrecía como el mejor marco para poner en práctica las teorías del Che sobre la revolución. Así, tras despedirse del pueblo cubano, de sus más estrechos colaboradores, amigos y familia, ya encumbrado como “alto sacerdote de la revolución internacional” (p. 453) se produjo la aventura fracasada del Che en el Congo (1965), preámbulo del desastre final en Bolivia (1967).

Allí fue fanáticamente coherente hasta el final, para dar ejemplo de sacrificio y lograr que ese modelo de comportamiento que él representaba (heroico, consecuente, firme hasta el final) calara hondo en las almas de los jóvenes, simples rebeldes unos, revolucionarios en ciernes otros, y entre las élites de los pueblos y minorías que se consideraban oprimidas. Esa muerte voluntariamente buscada en plena juventud, a diferencia de la decrepitud que exhibe ese otro gran baluarte de le revolución que fue Fidel Castro, el otro gran líder de la liberación cubana que en su día tuvo una imagen tan poderosa como la del Che, es la que le ha liberado de los tremendos lastres, en forma de ejecuciones y errores, que salpicaron el corto recorrido de su vida.

En definitiva, Jon Lee Anderson ha construido una biografía del Che muy equilibrada. No incurre en el tono hagiográfico propio de la prensa progresista, no hay que olvidar que colabora en New Yorker, aunque tampoco se puede decir que haga una crítica acerba del personaje pese a los puntos siniestros de su trayectoria (ejecuciones, muertes, ruina económica, etc.) y al pésimo resultado que dieron sus directrices económicas y concepciones sobre el uso de la violencia. En términos generales, mantiene esa distancia prudente a que nos tienen acostumbrados los escritores anglosajones, un apasionamiento muy contenido que permite que sea el lector quien juzgue y evalúe al retratado sin presiones, ni en forma de manipulaciones ni con omisiones de los episodios más oscuros, aquellos que van en detrimento de esa visión heroica que siempre ha caracterizado la imagen pública del Che. Quizá lo más definitorio de la personalidad del aquel que se convertiría en un mito se lo proporcionó Celia, su madre, a Eduardo Galeano cuando le manifestó al escritor que su motivación era “una tremenda necesidad de totalidad y pureza” (p. 571).
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    Yokai, monstruos y fantasmas en Japón, de Andrés Pérez Riobó y Chiyo Chida (Satori, 2012)
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