Necesito 
oírlo
 
Llevaba 
abrazada la copa que me habían dado por ganar el torneo de Delray Beach, 
Florida. Nunca antes había ganado nada. Suelta la copa un segundo, Clayton y 
coge el mapa. Ya te lo he dicho, papá. En la salida 435 nos tenemos que 
incorporar a la I-10 W en dirección Tallahassee. Todo está aquí apuntado. 
Quedaban más de 240 millas para Mobile. Aún no había cumplido los dieciocho y 
llevaba más de seis años en la carretera con mi padre. Ni siquiera me preocupaba 
si iba a llegar a ser tenista profesional. Decían que yo era el mejor junior del 
país, que mi único problema era la falta de ambición. Llevarían razón. Más que 
el tenis a mí lo que me gustaba era sentir cómo la brisa me alborotaba el pelo 
cuando quitábamos la capota del Packard. Ya habíamos dejado atrás DeFuniak 
Springs. Mi padre encendió un Winston. Coge uno. Nunca había fumado delante de 
él. Obedecí. Dime que no me odias, hijo. Necesito oírlo. Yo no entendía nada. 
Dímelo, Clayton. Sabes que te quiero, papá. Mi padre apagó el cigarrillo, puso 
la cinta de Johnny Cash y no volvimos a hablar hasta llegar a 
casa.
 
Fui 
jugador del circuito profesional. Nunca estuve cerca de volver a ganar. Ahora 
doy clases en el Oakwood Swim & Racquet Club. Mi hijo tiene siete años. Gana 
a niños 
cuatro o cinco años mayores que él. Lindsay dice que deberíamos intentarlo con 
Clayton Jr. Es entonces cuando vuelvo a sentir el metal frío de la copa. Me veo 
sosteniendo el Winston con dedos temblorosos mientras digo a mi padre que le 
quiero. Ya veremos, cielo. Es un poco pronto todavía. Bajo la escalera. Mi hijo 
juega en el salón con dinosaurios de trapo. Éste tan enorme se llama Axel, papá. 
Ya lo sé. Le pregunto si puedo sentarme con él en el 
suelo.
 
Última 
primavera en Gaskins City
 
Viene 
a mí cada vez con más fuerza la última primavera que pasé en Gaskins City, 
Illinois. Ella pensaba que yo era distinto a mis amigos e incluso al resto de 
los hombres. Son unos pesados, me confesaba. Se llamaba Caitlin Laird y apareció 
a mediados de abril. Unas cuantas semanas después acepté la oferta de una 
empresa de productos químicos, alquilé una casita en Chicago, conocí a Estelle y 
nos casamos a los pocos meses. Me gustaba hacer reír a Caitlin, ella pensaba que 
de manera desinteresada. Durante algún tiempo, al menos eso creo, no se 
equivocaba. Con Estelle la cosa fue muy distinta desde el principio. El sexo y 
el tolerarnos el uno al otro nos bastaban. A ella no parecía preocuparle si yo 
era o no distinto a la mayoría de los hombres.
 
Una 
noche, en el bar de Jake, Caitlin me dijo que lo mejor iba a ser que no 
quedásemos más. Ahora que cada día que pasa me parece estar más atrapado en 
aquellas últimas semanas en Gaskins City, me siento como un extraño en mi propia 
casa. Intentando ocultar a mi esposa que lo único que deseo es volver con una 
mujer con la que coincidí apenas un mes hace más de veinte años.
Nota de la Redacción: agradecemos a Izana 
Editores en la persona de su director, Javier Gil 
Carmona, la gentileza por permitir la publicación de los dos relatos de 
Peter 
Redwhite, autor de Cortos 
americanos (Izana Editores, 2012), en Ojos de 
Papel.