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Ángel Rupérez: <i>Sensación de vértigo</i> (Izana Editores, 2012)

Ángel Rupérez: Sensación de vértigo (Izana Editores, 2012)

    AUTOR
Ángel Rupérez

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Burgos (España), 1953

    BREVE CURRICULUM
Poeta, crítico y traductor español, doctor en Filosofía y Letras y profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad Complutense de Madrid. En 1990 empezó a colaborar en el diario El País, tarea que no ha abandonado desde entonces. Su labor crítica se ha desarrollado también en el desaparecido Diario 16 y las revistas Ínsula, Revista de Occidente y Boletín de la Fundación García Lorca, entre otras

    OBRA PUBLICADA
Poesía: En otro corazón (Trieste, Madrid, 1983), Las hojas secas (Trieste, Madrid, 1985), Conversación en junio (El banquete, Madrid, 1992), Lo que han visto mis ojos (El banquete, Madrid, 1993), Una razón para vivir (Tusquets, Barcelona, 1998), Río eterno (Calambur, Madrid, 2006) y Sorprendido por la alegría (Bartleby, Madrid, 2012). Novela: Vidas ajenas (Debate, Madrid, 2002). Ensayo: Sentimiento y creación (Trotta, Madrid, 2007)

    PREMIOS
Su libro Conversación en junio (1992) fue finalista en el Premio Nacional de Poesía, ganado por el poeta José Ángel Valente

    FICHA DEL LIBRO
ISBN: 9788493964696. Madrid, 2012. 450 páginas. 23 €



Ángel Rupérez

Ángel Rupérez


Creación/Creación
Ángel Rupérez: Sensación de vértigo
Por Ángel Rupérez, jueves, 7 de febrero de 2013
Un encuentro azaroso en el transcurso de un viaje a Italia provoca un cambio inesperado en la vida del protagonista de esta novela de Ángel Rupérez, Sensación de vértigo. De vuelta a Madrid, con el peso sobre sí de ese aguijón que fue el sueño italiano – irreal y real a la vez -, se suceden historias con distintas amantes, todas ellas promesas que parecen mitigar –si no eliminar del todo-- enterradas insatisfacciones. Historias sentimentales se suceden mientras la vida profesional del protagonista le exige oscuras fidelidades al ministro de Cultura, de quien es asesor. Cuando menos lo espera, sin embargo, la catástrofe se asoma a la vida de este cínico buscador de aventuras sexuales y, a partir de entonces, empieza el intento por rehacer su vida. Una especie de fatal espiral, con algo de redención y mortificación, le lleva a volver los pasos sobre sí mismo, como si buscara así los cabos sueltos que le permitieran comprender su existencia. Ya sin su mujer, vuelve a Italia, acompañado de María, la sustituta de todas las mujeres perdidas (Lucía, Susana, Patricia, Soledad). La novela, por tanto, vuelve sobre sí misma, como si la vida consistiera en no poder escapar de sus más profundos espejismos.

     ¿Qué puedo hacer a partir de ahora? El calor aún atiza porque septiembre es así en Madrid. El trabajo empieza a pesar – informes, actos oficiales, Lucas quisquilloso y megalómano - y la cotidianeidad se empieza a notar – vida rutinaria, cuyas caligrafías conozco al dedillo y de las que no espero más que destellos afincados en el asombro del mejor y común amor. ¿No basta? Adiós fulgores irresponsables del verano, adiós.

       Pero – asquerosa mente indomeñable - experimentaba como una puñalada trapera la historia frustrada de Lucía, y notaba que sangraban mis costados, sin cura aparente posible, y cavilaba y cavilaba, en mis interminables horas ministeriales, para ver qué solución encontrar a mi sangría, hasta que, de repente, como suelen pasar estas y tantas cosas, se me vino a la cabeza  Patricia, un viejo amor, que no hacía mucho me había dejado su tarjeta (otra tarjeta) en un encontronazo casual en las calles de Madrid, y yo le había prometido llamarla, en cuanto pudiera.

       - Te he visto de refilón desde el coche. Iba con  mi marido y unos amigos a cenar. “Para, frena, detén el coche”, le he dicho. Quería saludarte. Hace tanto tiempo que no te veía.

       - Oh, sí, hace tanto tiempo, ¿cuánto tiempo? – respondí mientras sus ojos se habían clavado en mí y los míos en ella, y la luz de las farolas nos iluminaba sin querer, con una luz ambarina y mate, casi de escenario cinematográfico, o de bombillas extenuadas y exánimes  por los repentinos bajones de tensión en la red eléctrica (¿recuerdos míos de infancia?). Sí, esa clase de luz crepuscular, de penumbra que duerme en cualquier remoto desván de la memoria…Calle Marqués de Riscal, otoño, casi invierno, esas hojas errantes en el suelo, ese ligero viento que las transporta, esos poetas…

     Qué difícil es medir el tiempo en esas circunstancias y qué raro es retroceder y recordar brevemente, fugazmente. ¿Qué es lo primero que se viene a la cabeza?  ¿Qué imagen? ¿Qué imágenes? ¿En qué circunstancias? Mucho tiempo, qué belleza, ¿verdad? Un acceso de entusiasmo y melancolía mientras examino el rostro de Patricia y observo que  sus ojos son muy negros y chispeantes, y que sus labios son redondos, muy brillantes por el carmín, y que su voz resulta juguetona y graciosa, con algo de picante inocente en su sonoridad, como si siguiera siendo una niña. ¿Emerge del pasado alguna imagen en ese momento del anochecer de un día otoñal? ¿Aquella vez en que, en aquella casa, te pedí que te pusieras sobre un sofá, y luego te pedí, y más tarde te pedí, y luego gemiste, y aún te oigo? ¿Aquella imagen? ¿Es posible? ¿Aún es posible? ¿Es también tu imagen? ¿Qué recuerdas exactamente tú? Un cierto aturdimiento, un sentimiento enrevesado y complejo, no saber qué hacer, casi suplicarle que se quede y deje a su marido con sus amigos,  que se vaya él a cenar con ellos y tú te vienes  conmigo, yo qué sé adónde, a cualquier bar cercano y charlamos, ¿qué puede pasar? Miro hacia el coche, aquellos son, un coche parado entre dos calles – Marqués de Riscal y Zurbano, creo recordar -, faros encendidos, rostros desconocidos que nos miran, ella viste con un abrigo de piel - ¿tanto frío? – que no me gusta, demasiado señora rica, ¿demasiado inútil lujo? En fin, melancolía, sorpresa, nos veremos, claro que nos veremos. Me da su tarjeta (otra tarjeta, otra Lucía), con su nombre y el de su marido impresos en ella. ¿Por qué también el de su marido? ¿Por qué no una sola tarjeta para ella? ¿Por qué los matrimonios se funden tanto en una sola persona y aspiran a tanta unión? ¿Se protegen así de algo? ¿Me protegía yo también con Susana de algo? Pero mi tarjeta era solo mía y la de Susana solo suya…

     “Llámame, me encantaría que nos viéramos”.

     “Te llamaré, claro que te llamaré, a mí también me gustaría hablar contigo”.  

    Tal vez pensara algo más, no estoy seguro pero tal vez lo pensara, no es fácil estar seguro de lo que se piensa en un momento dado, el pensamiento es muy rápido y suelen ser muchos los pensamientos en un mismo segundo, una inextricable madeja de pensamientos fugaces. Tal vez piense en el cuerpo de Patricia, cómo será ahora, ¿será como entonces?, ¿cómo será tu cuerpo?; y tal vez la recuerde desnuda sobre el sofá, abierta de piernas, y casi suplicándome que... ¿Así la recuerdo? Un beso de despedida, no en los labios, aunque hubiera querido besarla en ellos, el carmín brillante me atrajo, pero nos besamos en la mejilla, y me quedé con la tarjeta y no me volví para ver cómo regresaba hacia el coche, tal vez con un sentimiento de melancolía que procedía de la sospecha de que, en el fondo, no la volvería a ver nunca más porque, realmente, no habría ninguna razón de peso para hacerlo. Además, me conocía y sabía que muchas veces me desentendía desdeñosamente de cualquier nostalgia que supusiera un intento por recuperar inútilmente el tiempo perdido, pues – a pesar de mi admirado Marcel Proust – sabía que ese tiempo, por experiencia propia, nunca se recupera, porque lo que se recupera es otra cosa distinta, una especie de cruel imposibilidad de volver a revivir lo que se vivió en otro tiempo, con huella señera en el espíritu desde entonces, pero, al mismo tiempo, con la enseña de la muerte en sus doradas insignias. Por tanto, lo mejor en esos casos en los que la casualidad depara esa clase de trampas es dejarlas pasar, no hacer caso de ellas, desentenderse de ellas, para, precisamente, no caer en ellas y no sufrir después las consecuencias, que siempre son, inexcusablemente, las heridas de la decepción y quizás de algo más: las heridas, sin más, de la vida humana entendida en toda su crueldad, sin escapatoria posible, sin paliativos, sin paños calientes, sin ideales escenarios que no sean los del perfecto y absoluto acabamiento, que  es en lo que consiste todo tiempo pasado feliz.

      Reanudé el camino con ese pensamiento, más bien fatalista y oscuro, dando vueltas a las imágenes que querían regresar y, al mismo tiempo – para ser coherente con mi miedo a las pegajosas ensoñaciones de la nostalgia – queriéndome desprender de ellas, como si fueran remotas ocurrencias del más remoto pasado, con puro fulgor en sus entretelas, sí, pero a la vez con las telarañas de lo definitiva e irreversiblemente envejecido o de lo irreversiblemente terminado, sin posibilidad de volver a ser de ninguna otra manera. Por qué existirá la memoria, me pregunté, como si fuera un filósofo, o incluso un poeta atormentado por el paso del tiempo y sus extraños embrujos y encrucijadas pero, a la vez – oh insensato y contradictorio corazón humano – agradecí que regresaran, casi en tropel, algunas de aquellas imágenes, como cuando Patricia, en aquella casa que invadimos mientras su hermana pasaba fuera unas vacaciones con su marido, se desnudó y, ni corta ni perezosa, como si estuviera imbuida de imágenes captadas en películas porno, se sentó en el sofá, se abrió de piernas y permaneció así, mirándome casi cándidamente, en espera de que yo me decidiera a hacer algo. Y me decidí, claro que me decidí, y las imágenes volvían, con aquel embrujo del atardecer, y la soleada iridiscencia del sol en las cortinas que velaban la ventana y permitían adivinar frondas a punto de oscurecer, como la de la alameda de Nimes, pienso ahora. ¿Para qué más?  

     Cuando llegué a casa, con todo ese revoltijo en la cabeza, casi estuve a punto de contarle a Susana que me había encontrado con una vieja amiga - ¿un viejo amor? – porque así – pensé – aliviaría la presión, cada vez más sombría, que ejercía sobre mí la memoria – vívida actualidad de las imágenes, sobrecargadas de grávidas y densas emociones y, al mismo tiempo, absoluta imposibilidad de revivirlas como el deseo quisiera (y lo quería) -,  en una maquinación gravosa y dañina cuya única confortación hubiera sido poder hablar de ella con alguien, aunque solo fuera para salir de la propia memoria, convertida en lo más parecido a un espejismo salvajemente placentero y, por ello mismo, salvajemente carcelario, por encerrar a la mente en sus ensoñaciones y no poder salir de ninguna manera (eso parecía) de esa prisión. Aire libre, realidad, presente, solo eso quiero.  ¿Pero cómo desahogarme con Susana? La besé ligeramente en los labios, y enseguida fui a ver a los niños, quizás mi única y auténtico consuelo en ese caso, puesto que me sugerían que la vida podría ser también esa efervescencia del presente sin extraños filos cortantes en ninguna de sus caras (y el presente también puede tener multitud de caras, como todo tiempo humano, capaces de hacer sangre muchas de ellas). 

     Como un relámpago cegador, como un trallazo restallante y aturdidor, surgió la pregunta, mientras parecía hacer algo con los papeles que atiborraban la mesa de mi despacho, a cierta distancia del ministro Lucas, mi aparente benefactor pero también mi perro sabueso: ¿dónde tengo esa tarjeta? Revolví en los cajones, entre los libros, en mi agenda, y no la encontraba. Me empezó a obsesionar esa tarjeta, y seguí buscándola como un obseso, hasta que no era una tarjeta lo que encontré, sino su número escrito en un cuaderno de los que usaba para que no se me olvidaran tareas y obligaciones – una especie de diario para andar por casa -, en una especie de recóndita esquina (cautela, por si acaso, nunca se sabe), precedido por una inicial, P. (cautela, por si acaso, nunca se sabe).

     En cuanto encontré el número, todo fue un impetuoso abrirse paso en mí de la necesidad de llamarla, como si me jugara la vida en ello. Imposible de comprender semejante reacción, al menos yo no puedo comprenderla, ni entonces pude ni siquiera ahora puedo hacerlo. Mucho tiempo un número dormido en un cuaderno, a punto de hundirse para siempre en el olvido - ¿cuántas veces no pasa eso con múltiples números que anotamos dios sabe por qué y para qué? – y, de pronto, ese número adquiere una actualidad casi obsesiva, y limita con urgencias inaplazables e inextirpables, y empieza a comprometer del todo la plácida existencia, como lo hizo la aparición de Lucía en Milán, exactamente igual.  Por supuesto, Susana no notaba nada especial en mí, porque mi vida no había cambiado en absoluto. Rutinas y sobresaltos ministeriales, vida matrimonial y familiar perfectamente regularizada por la costumbre, sin sobresaltos,  todo igual que siempre, la vida que cualquiera anhelaría y desearía preservar con el máximo candado de seguridad imaginable. Pero, pero… 

      Siguió ardiendo el número en el cuaderno, siguieron sus  llamaradas cada vez más insoportables, siguió la intriga desatada por aquel encuentro otoñal, siguieron aquellas luces de la penumbra horadando mi mente, siguió aquel encuentro y desencuentro persiguiéndome, hasta, hasta…que  decidí llamarla, sin intentar computar al menos el tiempo que había pasado desde aquella escena hasta el momento en que decidí arrojarme a la piscina, casi sin saber nadar, como quien se ve obligado a un acto de arrojo sin poder calcular previamente las consecuencias de su gesto.

     Me había quedado solo en casa y decidí acercarme a la zona del teléfono y tomar mis precauciones – no viene nadie – y examinar mi interior a fondo: ¿debo hacerlo?, ¿lo haré?, ¿pasará algo si lo hago?, ¿qué puede pasar? ¿Estará seca y cortante por haber tardado tanto en llamarla?, ¿por qué la llamo ahora y no antes?, ¿cómo se lo explicaré si me lo pide? Pero a veces la obcecación es más fuerte que las precauciones previsoras y me lancé sin haber preparado una respuesta adecuada por si acaso (también por el gusto de la improvisación, por el placer de tirarse  sin red a un precipicio).

    Empezó a latirme el corazón y más aún cuando marqué el número y mucho más aún una vez que pegué el auricular a la oreja y oí los temibles ruidos telefónicos que significan: “Está comunicando”, “no lo coge”, “tendré que esperar”, “tendré que intentarlo otra vez”…. Latía el corazón, no sabría cómo explicar a Patricia que había tardado tanto en llamarla... ¿Cómo justificarlo? Tal vez por eso latía el corazón, y también porque temía la voz de su marido - ¿qué decirle?  – y porque no sabría qué decir, no lo había premeditado porque nunca lo hago a pesar de que sé que sería bueno hacerlo. Latía el corazón, oía el bombeo de la sangre, el dichoso ruido del teléfono, esa  inseguridad que se  abre tras él, ¿estarán, no estarán?  Por fin, descuelgan.

       - ¿Sí?

  Voz de mujer, un triunfo, y me lanzo, seguro y radiante:

       - ¿Patricia? 

    Sí afirmativo, felicidad total, no se ha puesto su marido, no he tenido que dar explicaciones, o no he tenido que pensar que las tendría que dar. Me identifico y oigo un saltarín y repetitivo “¡Hola!”, con un eco que colma todas mis aspiraciones. Sin duda he sido bien recibido. Está claro que bendice sin reparos mi reaparición telefónica. No obstante, amago una disculpa, pero ¿qué digo? No me da tiempo, no me lo consiente:

       - ¿Dónde te has metido? -, me dice, como si no hubiera nadie en casa. Porque, si estuviera su marido, y la estuviera escuchando, ¿qué le diría? ¿Cómo le explicaría que estaba hablando con un antiguo amigo que fue un antiguo amor con el que tuvo grandes encuentros en inolvidables camas? ¿Cómo le iba a explicar lo que ocurrió en aquella ocasión en que follamos mientras la televisión estaba encendida, y la mirábamos los dos sin que nos importara mirarla porque no nos distraía y, si lo hacía, recuperábamos de nuevo  la excitación y nos reíamos por ello y después seguíamos mirándola, una vez agotados, reconciliados con el mundo y el universo por nuestro placer satisfecho y nuestro deseo aplacado?  

       - Discúlpame, suelo estar muy ocupado (nada de Lucas y el ministerio, qué horror esas intromisiones).

      Siempre la misma excusa para justificar mi tardanza en llamar a la gente más o menos amiga. Si le hubiera contado la verdad, es muy probable que me hubiera cortado y me hubiera mandado a paseo.

     “Patricia, me cuesta mucho retomar el contacto. A veces me entra una pereza espantosa. Me desentiendo de las tarjetas y direcciones hasta que se mueren de asco y me olvido de ellas, y no sé por qué lo hago. Tardo y tardo en llamar, y no sé muy bien por qué tardo tanto, no lo puedo entender. A veces tardo tanto que no vuelvo a llamar nunca más porque, al haber pasado tanto tiempo, me da una vergüenza espantosa  llamar porque ya no sabría qué decir ni cómo justificarme”. 

    Patricia se muestra comprensiva. 

       - No es ningún problema que hayas tardado en llamar, no importa – dice -. A veces tardabas en llamar, me acostumbré a tus tardanzas.

       - ¿Cómo? - digo.

  Patricia se ríe.

       - Siempre desaparecías y tardabas en reaparecer.

         - ¿De veras? - digo yo, incapaz de  reconocerme en sus palabras, hasta tal punto nos olvidamos de nosotros mismos, de lo que hemos sido alguna vez en nuestra vida, o hasta tal punto no hemos sabido nunca que hemos sido así, como nos dicen que hemos sido.

         - Sí, sí - asegura Patricia -. No me extraña que hayas tardado tanto, incluso ya había dado por supuesto que nunca llamarías.

     Me volví a disculpar y al final, después de muchos circunloquios telefónicos que no llevaban a ninguna parte, excepto a recordar viejas y tal vez periclitadas formas de ser, quedamos, que era lo que yo pretendía, quedar con ella.

  



Nota de la Redacción: agradecemos a Izana Editores en la persona de su director, Javier Gil Carmona, la gentileza por permitir la publicación del extracto del libro de Ángel Rupérez, Sensación de vértigo (Izana Editores, 2012), en Ojos de Papel.

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