Como un condenado, por amor, Zamir Bechara, de estatura 
media, de ojos caducifolios, con modales cortesanos, amó a su mujer, Montserrat 
Bordes, recientemente fallecida. La amó con todos los caracteres del amor, con 
las facetas de su astucia, con sus imprevisibles encuentros, y amó tanto y tan 
denodadamente y se vació tanto por dentro, como un géiser de amor, que cuando 
Montse murió, a Zamir sólo le quedaron las palabras, envueltas en versos. Con 
ellos compuso Naranjo amargo (Ediciones Carena, 2012), en recuerdo 
de quien fue, como dice en la dedicatoria del poemario, “la más completa forma 
de amor que he compartido”. 
Entiendo que has arriado las velas,
que partes hacia la luz más blanca
dejándome en completa oscuridad. 
En los años ochenta, Zamir y Montse se conocieron, y, unidos por 
gustos compartidos en campos heterogéneos, construyeron un amor que fue 
creciendo con los años: largas horas debatiendo sobre arte (el padre de Montse 
era pintor impresionista), literatura y, cómo no, ¡filosofía!, área de estudio a 
la que Montse dedicó y consagró su actividad académica e intelectual. Trabajaba 
en la Universitat Pompeu Fabra, como profesora de Bioética, de Lógica y de 
Filosofía de la Ciencia. Él, por su parte, se licenció y se doctoró en 
Literatura Hispánica, y se especializó en poesía hispanoamericana. Como fruto de 
esta actividad publicó, entre otros, Literatura Hispanoamericana Colonial: 
primeros siglos de poesía colombiana (siglos XVII y XVIII) (Frankfurt, Peter 
Lang, 1997).
Cuando él ya frisaba los treinta y tantos, ella se acercaba a la 
treintena. “La asimetría cronológica compensa la sabiduría de las mujeres”, 
pondera Zamir Bechara. Así, Zamir y Montse juntaron la lógica y la palabra, y 
ambos se embarullaron por el inoportuno aturdimiento que causa el amor. “En el 
amor, todo es locura”, escribió Shakespeare en Macbeth. Por esta locura vinieron al 
mundo Ana y Alberto, sus hijos. 
En todo este tiempo, Zamir no había dejado de amar. De su abuela 
vasca aprendió a amar la lengua de Cervantes, en todo su infinito 
vocabulario: perlesía, acrisolado, 
condominio. De su abuelo sirio, le quedó la testaruda visión de los 
constitucionalistas universales: Diderot, Voltaire, Camus. “Y mi padre 
me legó una biblioteca enorme…  Todavía recuerdo con emoción los libros 
de autores franceses, ingleses, rusos”, anota Zamir, que posee archivados en su 
casa más de cuatro mil volúmenes: “Tengo también muchísimos ejemplares, entre 
ellos algunos curiosos, como el epistolario –publicado por el Instituto Caro y 
Cuervo- entre Miguel Antonio Caro y 
Rubió y Lluch, catalán ilustre, en 
la que la correspondencia, aparte de la admiración del catalán por el 
colombiano, destila cierta familiaridad no exenta de petición de favores 
pecuniarios…”. 
“Siempre he amado las lenguas. Creo que a través de ellas se puede 
conocer mejor a las personas, a las sociedades; son puertas al alma, puertas a 
sus mundos. Dicen que el francés es el idioma que más ha evolucionado 
fonéticamente, pero la sonoridad de la lengua portuguesa, junto con su 
literatura, me tienen robado el corazón y el oído…”, reconoce Zamir, cuyos 
autores predilectos son una trilogía incuestionable: Fernando Pessoa, Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. “Y el catalán 
me entusiasma. Por eso me licencié en Filología Catalana, por la Universitat de 
Barcelona. Las epístolas entre Rubió y Balaguer y Rufino José Cuervo, así como 
con otros intelectuales hispanoamericanos de la época, por ejemplo, son de una 
familiaridad primorosa y de una curiosidad intelectual que maravilla”, añade 
acerca del catalán, lengua de la cual es catedrático. 
Zamir Bechara ama la arquitectura del lenguaje; no en vano, fue un 
admirador incondicional de Richard 
Rogers, uno de los constructores del Centro Pompidou, en París. Ama la 
perfección formal de la pintura, admira la obra de Lucien Freud, Egon Schiele, Christian 
Schad y Oskar Kokoschka, entre 
otros. De allí proviene sin duda, el denso cromatismo de sus versos. Quizá por 
esta afición a la pintura ha incorporado a Naranjo amargo dibujos de su mujer 
convaleciente, a modo de contrapunto de su obra poética.
Por otro lado, Zamir 
Bechara también ama el pensamiento crítico y la filosofía 
analítica de la que Montse era un gran ejemplo en el mundo académico y 
universitario. De esta incondicionalidad hacia la filosofía analítica nace el 
libro póstumo de Montse, su legado intelectual: Las trampas de Circe: falacias lógicas y 
argumentación informal (Cátedra, 2011), cuyo prólogo fue escrito por su 
marido. 
No me cabe la menor duda de que Zamir Bechara ama las palabras. La 
sombra de las palabras, el fragor de sus significados, la catarata de su 
pronunciación. Cuando, el 22 de julio del 2010 el alma de Montserrat Bordes, su 
compañera, regresó a los cielos, como una lluvia fina que cayera en sentido 
contrario, Zamir se empapó de versos. De los más de trescientos poemas que había 
escrito hasta entonces, se quedó con 97. Para una despedida amarga y dulce, como 
el fruto agridulce del Citrus 
aurantium que da nombre al poemario. Con sus propias palabras: “Quise abrir 
el grifo de la desesperación y la angustia y dejar que saliera el dolor”. 
Exorcismo resignado que hace el poeta de su propio 
sufrimiento.
Sé que mis más altos ruegos no te detendrán,
ni las lágrimas que he apurado en copas
de bruñido cristal, ni la angustia
que se ha anclado en mi garganta
dejarán que sea capaz de articular el mágico
conjuro para que se detengan los relojes
y se congelen el instante y la hoz que cegará tu 
vida.
Entiendo que te has ido para siempre
para entrar, serena, en mi tristeza.
Comprendo, pues, que carece de sentido 
llorar.