Reportero de guerra del diario 
La Vanguardia, Garcia-Planas ha 
publicado 
Como un ángel 
sin permiso. Cómo vendemos misiles, los disparamos y enterramos a los 
muertos (Ediciones 
Carena, 
2012), recopilatorio de crónicas de los dos últimos años en los más dispares 
lugares, marcados por el fuego eterno de la guerra: Afganistán, Venezuela, 
Libia.... 
“La primera guerra que cubrí fue la del Golfo, en 1991. Yo era 
un chico con una libreta en la mano que, sin quererlo ni beberlo, se vio 
trasladado a un conflicto del que no entendía nada. De mis artículos publicados 
entonces, no sé salva ni uno”, repasa mentalmente, mientras come un plato de Bún 
bò hué en el restaurante vietnamita Hanoi, y cernido por la locura de los 
bombardeos y de la terminología bélica que, en aquellos días de manifestaciones 
escolares, se puso de moda: aviones Mirage, misiles Scud, misiles antimisiles 
Patriot… Cuando Plàcid se presenta al público, a menudo añade: “Sí, soy Plàcid, 
y no soy un misil programado”. Lo hace conscientemente, con la intención de que 
las personas que tiene delante (los alumnos del máster en el que da clases, por 
ejemplo, y que se maravillan con los fogonazos virtuales de los videojuegos de 
guerra Battlefield, Counter Strike y Armed Assault) sepan que su voz es crítica 
porque es propia y es propia porque es crítica. “¿Qué es el periodismo si no 
contar lo que uno ve? Escribir un reportaje es como hacer el amor, no hay una 
ciencia que lo explique, cada uno encuentra su forma.” Por eso, el reportero de 
La Vanguardia ha aprendido a localizar los eufemismos en los textos 
encriptados de los comunicados de agencia: “institución correccional”, en lugar 
de decir 
cárcel; “neutralizar” por 
matar, e “intervención 
militar”, por 
guerra. La guerra. Las “malditas guerras y aquellos que las 
alientan”, como adjetivó el excoordinador general de Izquierda Unida, 
Julio 
Anguita, cuando su hijo, el enviado especial 
Julio Anguita Parrado, 
empotrado en la Tercera División de Infantería del Ejército estadounidense, 
falleció en Iraq, el 7 de abril del 2003. 
“Al final, en 
La 
Vanguardia, me acabaron considerando el chico de las guerras, pero con el 
tiempo me dejó de molestar, y lo encontré una oportunidad para reflexionar. ¿Qué 
es la guerra? Yo tengo comprobado que, excepto en Normandía, las guerras obvian 
las playas, vacías, aparentemente lejanas, de agua cristalina y límpida. Y yo, 
en la medida que puedo, me intento escapar a las playas y me apetece muchíiisimo 
tumbarme y dormir, dormir, dormir profundamente. Yo estaba en Libia, y después 
de recorrer 250 kilómetros para ir al frente, en la parte trasera de una 
pick 
up, sobre las cananas de los guerrilleros del Consejo Nacional de 
Transición, cuyas balas se te clavaban en el culo, y después de deshacer el 
camino, ya en el hotel, cubierto aún con el polvo de las tormentas del desierto, 
me urgían desde la redacción, vía satélite, para que entregara la pieza que 
saldría publicada al día siguiente, pero yo lo que quería era dormir, dormir.” 
Hablábamos de la guerra, hablábamos de los misiles (“los libros sí son 
misiles”) y hablábamos de guerras (“pasar miedo es bueno, porque hace que estés 
tenso”), hablábamos de 
Como un ángel sin permiso, alegoría entre 
Algo 
supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de 
David Foster 
Wallace, y 
De calles y noches de Praga, de 
Egon Erwin Kish. Y 
hablábamos de dormir a pierna suelta en un colchón Pikolin “acolchado de fibra y 
copos de látex, ergodinámico, de estructura alveolar y células abiertas”. Plàcid 
bosteza.