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Cartel de la serie <i>Frasier</i>

Cartel de la serie Frasier

    GÉNERO
Sitcom

    PAÍS
Estados Unidos

    CREACIÓN
David Angell, Peter Casey y David Lee

    REPARTO
Kelsey Grammer, Jane Leeves, David Hyde Pierce, Peri Gilpin Y John Mahoney

    TEMPORADAS
Once (1993-2004): 264 episodios
















Magazine/Cine y otras artes
Frasier, o el tiempo de la televisión
Por Carlos Abascal Peiró, martes, 1 de febrero de 2011
Fue aquel psiquiatra televisivo, Frasier Crane, mito de la era analógica, rescate obligado en el imaginario audiovisual de los noventa, vehículo de un humor de altos vuelos exclusivamente apto para aquellos que, zanjaría el doctor Crane, presumen de notable salud mental. Nostalgia irreprochable la que despierta Frasier (NBC, 1993), o la más brillante sitcom de todos los tiempos. También del nuestro.


Existió, advertía con frecuencia Jean Baudrillard, un (ya) remoto imperio de lo analógico, o aquel que -en un depurado ejercicio kamikaze- incubó la eruptiva pubertad del cosmos 2.0 contemporáneo. De veras, cabría confirmar, de veras que existió. Y sin embargo, exceptuando el pulso mercader que hoy ilumina la cultura vintage, la desatada cronología impuesta por la sociedad postindustrial instala en el terreno de lo inverosímil, gadget a gadget, toda conjetura relativa a un ayer huérfano de protocolos TCP, sistemas Web y redes interactivas, laboratorio del presente suprimido en el efímero combate de la memoria hardware. Al pasado próximo, anuncian, tan solo le resta el descrédito.

Where Everybody Knows Your Name”. Donde todos conocen tu nombre. Las series y el rescate de lo social

Agonía de aquel imperio, la década de los noventa, apunta el pensador galo, o la (pop)prehistoria que teloneó a Google, a Emule, nos surte de una manifestación última de cierta sociología del consumo cuya práctica transcendió el enclaustramiento del capitalismo individualista para afianzarse en lo colectivo, un placer gregario. El rito en cuestión, la serie televisiva, la sitcom, afianzaba en cada emisión los lazos de una progresivamente fidelizada comunidad, reforzada mediante la religiosa fascinación común por una narrativa, sus personajes y tramas, la rigurosa eucaristía del encuentro que supone la periodicidad.

Frasier Crane pertenece a una camada de productos pensados para la otra pantalla que, salvando las reposiciones, jamás compartió rancho con el actual, creciente (y controvertido) modelo, es decir, el del espectador que frente al portátil y en soledad (auto)administra su dosis de capítulos. Frasier Crane fue héroe de un tiempo cuyos pobladores, cautivos de los arbitrarios designios de un programador, disponían sus quehaceres de modo que, en el horario señalado, a menudo al final de la jornada, nada interrumpiese la inyección diaria de la serie. Como quizás también sucede con el fútbol, la fiebre entrañable del capítulo se consumía en grupo, o la conversión del televisor y su ficción en foco de identidad social, familiar, ceremonia periodizada, dotada de una calidez que el solipsismo del internauta destierra sintomáticamente. Tal vez con el recuerdo, quién sabe, recojamos una tarea pendiente: dotar de cierto sentimentalismo al filtro tecnológico. Qué no se agote el relato en la máquina.

“Soy el doctor Frasier Crane, le escucho”

Llovía, siempre llovía, en las aceras de Pike con la 3ª, enclave del café Nervosa, Seattle. Fue, efectivamente, la capital más lluviosa de América -o el asfalto que una vez arropó el llanto grunge de Cobain, Vedder o los Pixies- la siguiente parada del recién divorciado psiquiatra Frasier Crane (Kelsey Grammer).

Terriblemente esnob, sibarita excesivo, amante de la verborrea académica, el doctor Crane es para el que firma estas líneas una de las criaturas más irresistibles que pueblan la historia de la ficción televisiva. Carácter de segunda fila en la antológica barra de Cheers (NBC, 1982), David Angell, Peter Casey y David Lee –o la alineación que nos regaló el spin-off (desarrollo serial de un carácter extraído) Frasier– apostaron por adjudicar al bueno del doctor una sitcom (comedia de situación) a su medida. Era 1993 cuando la NBC lanzó el episodio piloto –veintidós minutos experimentales en cuanto a share- de aquella inédita ficción en torno al desternillante cosmos de un psiquiatra radiofónico que, superviviente de un naufragio matrimonial en Boston, aterrizaba en Seattle dispuesto a rehacer la jugada; aquella era toda una apuesta por un elevado sentido del humor que se mantuvo -en un dato que induce a reconsiderar a la maltratada audiencia norteamericana- durante once temporadas en la parrilla de la poderosa network.

Se conformaba así la que seguramente sea la sitcom más brillante de todos los tiempos -ácida, superdotada, delirante-, por supuesto deudora de los rígidos códigos del formato, esto es, relato compacto, nula pretensión crítica, culto a la eficacia del diálogo/gag, metahistorias encapsuladas bajo la digerible química del episodio -sin rehuir la novedosa voluntad narrativa de sugerir algo similar al arco histórico- y una puesta en escena conducida por una ya memorizada trinidad espacial: del modélico apartamento de Frasier, las dependencias de la emisora, la KCL, al refugio eterno del café Nervosa.

Y estaba Frasier, estirado, pelmazo insoportable, ser de humanidad desbordante. Estaba Niles Crane, o el hermano menor, igualmente refinado, esnob, frágil y enamoradizo, atado a una endiablada e invisible esposa, Maris. Y la risueña Daphne Moon, la ingenua asistenta británica de Martin, el señor Crane, oficial de policía retirado, rezongón entregado a su terrier Eddie, amante de las pasiones sencillas, un viudo cuyos achaques le obligan a compartir morada con ese tipo antagónico que es su primogénito. O Roz Doyle, la productora de Frasier, soltera cuarentona a la caza de un marido; y Bulldog, Gail y tantos otros, los miembros del estrafalario e inolvidable equipo de la emisora, el dial local KCL.

Sweet Neo Con”, afinaban los Stones. Sí, Frasier lo era y nos daba lo mismo. Complexión gruesa, frente despejada, vestuario eurófilo, vértice de la serie, el doctor Crane, pese a discursos freudianos y pretensiones varias, se revela en cada trama como un enfangado párvulo que merodea a trompicones ciénagas sentimentales por explorar, terrenos sobradamente conocidos por la experimentada, cínica Roz; paisaje hostil según el hipocondríaco Niles, devoto no declarado de Daphne. Seducido por el querible patetismo que destilan todos ellos, desarrolla el espectador de Frasier -acaso de modo inconsciente- una suerte de impulso maternal, cierta servidumbre amorosa hacia los rocambolescos enredos de la familia Crane, castigada por ese carácter espectral, la esposa de Niles, Maris, o una silueta beckettiana de cuya corporeidad no tendremos noticia, última virguería de genialidad en el guión.

‘Frasier’, o la vindicación del espectador inteligente, desplegaba una ternura vocacional por sus criaturas, sumergidas en angustiosas torpezas, enfrascadas en diálogos que transitan la desnuda(da) cotidianidad de Seinfeld (NBC, 1989) para rozar el socarrón ingenio high-class de Wodehouse, articulándose, temporada a temporada, un refinado alegato por la arquitectura maestra del guion. Tragedia generacional, el desenlace terminal de Frasier se produjo al son de 2004, cuando despegaba el tráfico de contenidos online. Los fieles torcieron el gesto y disolvieron la comitiva. “Frasier has left the building”, bromeaba un tema crooning al cierre de cada capítulo. Hay quien, recuerdan algunos, a modo de zapping, rondaba invariablemente las cuatro horas en abierto que entonces ofrecía Canal+. Luego llegó la confirmación. Era cierto, Frasier había abandonado el edificio.



Frasier (vídeo colgado en YouTube por eximeta)
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