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Alfonso Montoro: <i>Igual el amor que la locura</i> (Ediciones Carena, 2010)

Alfonso Montoro: Igual el amor que la locura (Ediciones Carena, 2010)

    AUTOR
Alfonso Montoro: Igual el amor que la locura

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Arjonilla (Jaén, España), 1975

    BREVE CURRICULUM
Estudia Derecho en la Universidad de Granada. Posteriormente comienza —pero abandona— sus estudios de Periodismo. Se pierde en La Habana, donde perfila el proyecto de un libro: diversos estudios literarios, también de cine y de fotografía, y un posgrado en técnica narrativa, complementan su formación. Actualmente reside en Granada y trabaja para dar el salto a la novela



Alfonso Montoro

Alfonso Montoro


Creación/Creación
Alfonso Montoro: Igual el amor que la locura
Por Alfonso Montoro, viernes, 3 de septiembre de 2010
El amor y la locura —o uno igual que otro—, términos que se enredan ante el avance de un tiempo que se va, y que restan como única guarida ante el totalitarismo de la realidad o de un fatum que nos persigue. Putas, perros, perras, niñas fatales, delincuentes, una nodriza, viejos, viejas traficantes de armas, etc., o puede que todos al mismo tiempo en un personaje colectivo que no encaja, que no da el perfil. Así, a la conciencia individual sólo le queda rebelarse, pero no es una rebeldía vanidosa, calculada y predecible, sino que nace libre para ir allá donde tenga que ir en busca de salida, refugio o socorro. La certidumbre de una partida difícil de jugar: vida o muerte, infancia o vejez, verdugos o víctimas. La locura y el amor, con todo su pundonor y patetismo, se nos acerca para mostrarnos que aún seguimos vivos y para recordarnos, como en esta obra de Alfonso Montoro, Igual el amor que la locura, que la última palabra todavía es nuestra.
TRANQUILO, QUE TÚ NO TE MUERES

Yo pasaba la mayor parte del día en los patios traseros de casa jugando con mis vecinos. Eran dos patios. Uno de ellos, el más pequeño, se usaba para tender ropa y secar melocotones y pipas de melón al sol; aunque a mí también me valía como campo de tiro. Pegados a la pared, los cables del tendido eléctrico servían a los gorriones para descansar. Se posaban ahí contemplando el panorama, confiados, con sus pechugas infladas como gimnastas arrogantes, desconocedores de lo que se cocía a su alrededor. Siempre me resultaron simpáticos. Entonces, yo me ocultaba en el lavadero, y dejaba entreabierta la puerta: Quitecito como ellos sacaba el Cristo colgante de mi pecho fuera de la camisa y lo besaba. Sólo mi dedo índice se movía al apretar suavemente el gatillo de mi escopeta, esa puñetera escopetilla, refunfuñaba mi padre.

Una puerta verde repintada separaba el campo de tiro de un segundo patio o corralón en el que había una antigua cuadra con un granero encima y una palera frente a él. Del suelo irregular, mezcla de grava y cemento, a cada paso sobresalían piedras pulidas y parches de musgo junto a astillas de la palera y cagadas de animales. Por aquellos días teníamos una camada de cachorros; junto a ellos, mi madre se hizo con unos pollos para la cría y engorde. Nueve pollos que corrían de aquí para allá, corrían con sus patas de alambre, corrían estando quietos con sus ojos desorbitados, corrían hambrientos con sus picotazos resueltos en los cacharros de la comida, eléctricos, como si fueran rabos de lagartijas estaban hasta que se les encerraba cada anochecer.

De pocos meses, los cachorros, con muestras de una envidiable terquedad, trotaban a la caza de los pollos, en un torpe ritual de fracaso que no parecía importarles. Los pollos, que los esquivaban con cruel facilidad, hacían como si sus voluntariosas embestidas no existiesen.

Y así recluido en ese patio, esquivando a cachorros, pollos y cagadas, envejecían rojizas las tardes mientras jugaba al baloncesto con algún vecino en una canasta que fabriqué con gruesos alambres, cuerdas e imaginación.

Pero a los pollos sí que los pillaba yo; a la primera o después de cansarlos. Solían resistirse a su final y aguantaban corriendo hasta no poder más, que era cuando los cogía, para volver a soltarlos luego. Un día, tras un descuido, los pollos, furtivos, cruzaron la puerta repintada —ya que solían ir todos a una— y se colaron al patio contiguo, el de mis prácticas de tiro. Uno a uno los atrapé y los fui pasando a todos al corralón; a todos menos a uno, que habitualmente me daba problemas. Yo le llamaba El Güero, puesto que era el más amarillo de todos. Así era como me llamaba a mí una niña que vino una vez al pueblo en verano, y que era de México ―un buen día dijo adiós diciendo que iba a volver pronto; fue el abrazo de despedida más bonito y cálido que nadie jamás me ha dado―. El Güero era el pollo más rebelde de todos; rápido y listo sabía aguantar sin miedo los engaños que yo utilizaba para asustarlo al zapatear contra el suelo, ¡y cómo costaba engancharlo! Yo a ti te cojo, hasta lo vas a ver..., y cuando pareció que ya lo tenía, y después de torearme un buen rato, algo desquiciado y embrutecido alargué mi mano para cogerlo. Él, inmóvil, parecía exhausto, como resignado; pero el pillo dio un salto para escapar, con tan mala suerte que intentó colarse por un frondoso y trenzado arriate de pitas y rosales. Nunca habría salido de allí, pensé. En el intento de cerrarle el paso con mi pie estrujé su cabecita contra la pared manchada de pitas. Obstinado y en su afán de libertad quiso meterse hacia adentro con otro impulso; y allí los aguijones de las plantas a la espera, impasibles y astifinos. Metí la mano entre ellos para sacarlo; su cuello colgaba como el de una marioneta. Tenía una herida en la cabeza, sus ojos estaban abiertos como en busca de una señal tranquilizadora, y en la mirada perdida un gesto angustioso... como si ya hubiese visto la imagen de un desastre del que no pudo avisarme y que yo no acerté a presentir.

Metí al pollo bajo mi camisa y salí ametrallado hacia el cuarto de baño de casa: tranquilo, que tú no te mueres, le repetí al pollo una y otra vez. Hace un año que llevaban mis padres encerrados en el salón recibiendo familiares, gente que yo no conocía y posibles compradores de algunas fincas que aún les quedaban por vender. La puerta del salón siempre estaba entreabierta; allí el humo denso del tabaco le daba a todo un aire espectral; y sus conversaciones obsesivas: pero ése qué se ha creído, ¿que va a venir aquí a robarnos?, y esa parcela... pues se tuvo que vender... sí es que ya no daba para nada, ¿ya estás otra vez con eso?, siempre en mi contra, ¿verdad? Tu padre, tu padre fue el culpable, que con quitar el regadío lo puso todo patas arriba, pero yo a ése creo que le podemos sacar algo más de dinero, le pediremos algo más de dinero, de dinero, algo más de dinero, de dinero. Con las palabras sonámbulas y sus voces en el eco frío de las paredes y de los lentos pasillos; revoloteaban como moscas atontadas en su prisión, en su aturdimiento, como fantasmas que apenas distinguían su silueta entre el humo que como un incienso pegajoso lo impregnaba todo. Tras cerrar a conciencia la puerta del baño, llené el lavabo de agua fría. Tranquilo, que tú no te mueres. Allí mismo le remojé la cabeza, empapé de alcohol un trapito y se lo apliqué en la herida con lo atropellado de mis manos. No sé el porqué de aquellos primeros auxilios. Repetí la operación varias veces, con mi Cristo apretado contra su pechuga improvisé según me salía. La mirada de El Güero, todavía incrédula, estaba clavada en mis ojos, y al poco, lenta en el espejo y en los azulejos... como si no reconociera el mundo en el que estaba o como si no recordase el que dejó atrás. Lo cierto es que al poco sus patas, que antes como un péndulo marcaban el paso del tiempo y la cercanía de la muerte, comenzaron temerosas a moverse y como a pedalear, y su cuello volvió a tensarse. Y a mí, una sonrisa, y a mis manos de la muerte loca llegó la vida igual de loca o más, aleteando, amarillo chillón, empeñado en seguir viviendo; el pollo que revivió. Pero su mirada no era la de antes, ausente y remota, sus ojos no brillaban igual. Lo dejé en el suelo y comenzó a andar haciendo eses: más lento que antes, más torpe que antes, más triste que antes; pero no importaba, yo me encargaría de que saliese adelante. Puede que con el paso del tiempo recobrara poco a poco su estado anterior, supuse.

Volví a esconder al Güero para devolverlo al corralón y que nadie sospechara, entonces escuché una voz desde el salón: Paquito, ¿eres tú?, pasa a saludar a los tíos que han venido; y como mi padre nunca pudo aprender eso de que el mundo no es siempre lo que uno quiere, tuve que entrar a saludar a los tíos, que vivían dos calles más abajo y veía casi a diario, con el pollo que abultaba bajo mi camisa: Qué, Paquito, cómo estás. A esa pregunta el pollo movió la cabeza bajo su escondite, me recordó la nuez del tío cuando tragaba, cómo salió el curso, éste lo de estudiar... no le da la gana, no le da la gana. Tú estudia, que tus padres estén contentos; incluso las patas del pollo asomaban a cada poco por fuera de la camisa, que hay que ir por el camino recto. Intenté ocultar las patas de pollo con mis manos, me ponía un poco como de lado para disimular que estaba allí; hasta empecé a pensar en mentiras para poder salir airoso de aquella situación. Son los niños de ahora, que son así, hasta me arañaba el maldito que no paraba quieto,... para el día de mañana ser algo. Lo que sí sabe es estar todo el día perreando, dijo mi padre. Entonces comprendí que no tenía nada que temer, que nunca se darían cuenta de que escondía un pollo que acababa de resucitar, aunque éste se me hubiera subido a la cabeza y les hubiera hablado. El camino recto, Paquito, el camino recto, pude escuchar que seguían repitiendo mientras yo me alejaba.

Como un padre orgulloso que acompaña a su primogénito el primer día de colegio, me sentí al soltarlo en el corralón entre sus hermanos. Más capaces y prestos iban y venían; él, detrás, sinuoso, errático, confuso, empeñado en continuar con la vida a pesar de todo, y sin seguir la línea recta de la que hablaban los tíos. Todo voluntarioso, perseguía a sus hermanitos varios metros atrás, como buscando su compañía, como bien le era posible.

En los días siguientes, a cada rato iba a ver cómo iba su recuperación. Nunca le dejaban comida. Entonces yo se la daba, él entre mis brazos y entre mis dedos el pan mojado, que los primeros días no acertaba a comer; pero luego le pilló el truco y sí que se lo comía, tragón sí que era. Y luego, venga a estirar las patas, a ver si poco a poco vas cogiendo la forma, daba tumbos por su nuevo mundo; ¡jugar con él!, les insistía yo a sus hermanos; y estos, ya desde la lejanía, todos en piña, miraban hacia atrás estirando el cuello con arrogancia. El Güero intentaba ir tras ellos; pero le costaba guardar el equilibrio, las distancias para él eran mayores, empeñado en no continuar la línea recta de la que hablaban los tíos.

Hubo una tarde que pille a sus hermanos por turnos y a picotazos contra su cabeza. Todos formaban a su alrededor. Él, resignado, se agazapaba. En ese momento me dieron ganas de coger la escopetilla o patear a alguno; pero nada más me vieron llegar, todos huyeron. De nuevo su herida estaba abierta. Al acercarme a socorrerlo, se incorporó sobre sus patitas renqueantes con la mirada entristecida, como sí de pronto hubiera empezado a comprender... Aun así, me dio la sensación de que se alegraba de verme, como si yo fuera uno de sus hermanos, esos que perdió aquella fatídica tarde.
 
Pasadas un par de semanas, la herida pareció ir cerrando. El pollo incapaz y ya acostumbrado a su nueva vida, no recuperó ninguna de sus facultades, todo se había borrado, se había perdido en una nebulosa de tabaco: como las últimas fincas familiares, como aquella mejicanita, como su mirada de pillo y los movimientos eléctricos con los que escapaba y parecía corcovear como un gato, siempre al frente de sus hermanos, más ágil y cuco, y más amarillo.

Una tarde de final de ese verano llegué al corralón con el pan mojado de costumbre. El cielo del atardecer estaba cubierto y todo parecía teñirse de un extraño gris pálido y como anaranjado. Al abrir el portón; los cachorros, cada vez más crecidos y tan cariñosos como de costumbre se me acercaron, cómo están señoritos, no, no, esto no es para vosotros. Busqué al Güero, y no lo encontré: entre sus hermanos, en la palera, en las cuadras, por los rincones, debajo de esto y de aquello, no lo encontré. Y en este errar, fue cuando vi un montoncito de huesos esparcidos en un rincón, como si fueran los restos de una vajilla rota. Ahí fue donde lo pillaron. Se enredaban entre mis zapatos los cachorros juguetones y hambrientos mordiendo mis calcetines. Recogí los huesos y los enterré en el arriate de pitas y rosales. Nadie nunca notó su ausencia. Luego me senté en un escalón y acaricié con desgana a los cachorros mientras lamían las migajas del pan mojado que se escurría entre mis dedos.
 

Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este fragmento del libro de Alfonso Montoro, Igual el amor que la locura (Carena, 2010).
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