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Juan Madrid: <i>Bares nocturnos</i> (Edebé, 2009)

Juan Madrid: Bares nocturnos (Edebé, 2009)

    TÍTULO
Bares nocturnos

    AUTOR
Juan Madrid

    EDITORIAL
Edebé

    OTROS DATOS
Barcelona, 2009. 264 páginas. 17,00 €




Reseñas de libros/Ficción
Juan Madrid: Bares nocturnos (Edebé, 2009)
Por José Cruz Cabrerizo, sábado, 1 de mayo de 2010
Un carguero chino con pabellón liberiano, el Shangai Sourprise llega al puerto de Motril, en la provincia de Granada. En sus bodegas 1.000 kilogramos de cacahuetes y veinte millones de euros en diamantes, producto de una de tantas sangrías africanas. Según fuentes solventes que no han querido ser identificadas, el dueño del botín, el gran Padre Marabú, o Izan Ben Abddraman Abadlá Zarkawi, o coronel Robert Pierre Jardín, jefe militar de un escuadrón de la muerte en Senegal y otras plazas africanas (además de consejero de Naciones Unidas, y presidente de una ONG), formado en la Academia Militar de Zaragoza, cuya maldad ha cristalizado en esos minerales, aventura que le van a salir enemigos, aunque todavía no sabe quiénes son ni dónde se esconden.
Bares nocturnos, a pesar de su, por momentos, desaliñada factura, de una escritura en ocasiones poco cuidada (debemos suponer que el señor Castro, un español empleado de una sociedad de blanqueo de capitales que ha sido capaz de liquidar en Dakar la fortuna del coronel, y que estará acostumbrado a la buena vida, sabría distinguir entre gambas y camarones), nos pega a las páginas con un interés, con una curiosidad primitiva. Alguna vez puede haberle pasado que usted acude por casualidad a un bar de cualquier barrio y un parroquiano al que puede confundir con un plasta empieza a condensarle su vida. Pero resulta que va descubriendo en él a un personaje ilustrado, viajado, poco corriente, que desmembra sus días lejanos y que son más interesantes que cualquiera de los que usted haya vivido. Pues bien, de una forma parecida, estas primeras hojas de papel cosidas y encuadernadas ya nos prometen una historia, empezamos a olisquear esa gavilla de sentimientos de culpabilidad, deseos de redención, ambiciones, anhelos por conocer la verdad de un pasado, mezquindades… Para eso Juan Madrid construye un traje llamado Silverio y apellidado San Juan, medio detective, medio cobrador del frac, medio normal, para que nos enfundemos en él. Y se me olvidaba lo más importante, el relleno que le van a ir metiendo a este pobre hombre nuestro de paja: mentiras. La base del género.

¿Cómo puede uno olvidarse de eso, de que la mentira es la piedra angular de todo ese armazón llamado novela? Porque el lector ya es Silverio San Juan. No desconfía, se ha dejado caer en los brazos del narrador y no sospecha nada de las intenciones que pueda abrigar. Sí le extraña la corrección política de algunos personajes (Clara, la monja misionera cada vez se nos va mostrando más abierta, hasta llegar a la conversación casi de chulapas madrileñas que mantiene con Helena. Pero es que sin esa línea ascendente de Clara, sin esa desinhibición creciente, sin señales como esas nos hubiéramos sentido engañados, no manejados que es de lo que se trata). Así, durante 4/5 partes de la novela, lo que creíamos una sólida estructura metálica, no es más que una verdad a medias, un mecano de palillos o mondadientes, una sucia trama cuyo pardillo es Silverio San Juan/lector-a que tiene el libro en sus manos. Porque a Silverio, ex modelo, ex paracaidista, ex ladrón de hotel (Juan Madrid dice en sus lecciones que en una novela las cosas suceden tres veces) se la juegan apuntándole directamente al corazón, no al bolsillo (en la novela de un autor estadounidense sería al revés).

El perfecto final sorpresivo cierra la novela, pero no la historia, porque al lector le quedan sin contestar algunas preguntas (que por supuesto no voy a citar) para las que él mismo tendrá que fabricar una respuesta satisfactoria

Sí, ya digo que a veces me ha parecido encontrar refregones en la barra de este bar nocturno, como cuando se limpia con una bayeta que no está bien enjuagada, pero la sustancia narrativa, la sintonía empática que uno establece con Silverio, la manipulación que el lector sufre (por ejemplo, el autor lo engatusará para que Gerardín Draper le caiga mal-bien-cabronazo según el momento de la novela), requiere de un oficio que no es de tres días. Me ocurre lo mismo con Vázquez Figueroa: no hay una escritura de factura brillantísima, pero eso da igual, porque comunica, transfiere unos sentimientos, hay efecto en el lector. De modo que pasada la contrariedad inicial ante el plato mal presentado porque Arguiñano no le ha puesto la ramita de perejil, a uno tanto se le da. Porque prefiere la trama perfectamente urdida, la sucesión de acontecimientos (en el origen de la palabra contar no está sino la idea de ordenar), la cercanía amigable de estas narraciones a pie de calle en la que tres euros por un botellín de agua es una pasada (cierto, por mucho que sea Perrier o agua de Caravaña). Hay una familiaridad de barrio con estos medio detectives que sí reparan en gastos y tienen reparos en cuanto a las armas de fuego, y con los delincuentes (antiguos), que son capaces de atracar un banco sin pistola.

Otros aspectos muy de mi gusto en esta novela: claridad expositiva (por ejemplo El sueño eterno de Chandler me costó trabajo en su día), y oscilación. Vengo a decir lo mismo que antes: el lector evoluciona porque los personajes evolucionan. Ahora te engañan, te van a sisar unos buenos euros si pueden y si hace falta te meten un dedo en el ojo, pero dos páginas después se parten el pecho por ti si hace falta, y cometen errores, son humanos, no autómatas programables. Para no chafardear más de la cuenta, diremos que A le da una buena tunda a B por error, aunque B podría haber machacado a A si no fuera por el factor sorpresa. Le descubren su error a A y este piensa en disculparse, así, mismamente, sin pensar que B, en cuanto lo vea aparecer le va a caer encima para tomarle medidas. Ahí, en esas conductas ilógicas, los personajes se nos hacen personas, y ya no me importa que antes algunas intervenciones de determinados personajes se me hayan hecho explicativas en lugar de ilustrativas, a tomar por saco las infusiones depurativas, dame un tercio de cerveza. El perfecto final sorpresivo cierra la novela, pero no la historia, porque al lector le quedan sin contestar algunas preguntas (que por supuesto no voy a citar) para las que él mismo tendrá que fabricar una respuesta satisfactoria.

Buen binomio, en fin, el de la noche y los bares, tal para cual. Página 214: La teoría de Jesús era que los mayores de cuarenta años, y qué decir de los que tenían más de cincuenta, ya no salían de noche. A veces era por el trabajo, otras por la falta de dinero y la inseguridad ciudadana nocturna y, las más, porque estaban casados, con niños y tenían achaques de salud o sus señoras no les dejaban. Antes –siguió Jesús- esto se llenaba de bohemios..., escritores, pintores, poetas…, toda esa gente…, pero la mayoría ha muerto de cirrosis, sobredosis, enfermedades malignas, derrames cerebrales o de fumar y la mala vida. Ya quedan muy pocos, son una especie en extinción.

Visto lo visto, mejor seguir el consejo que hace muchos años, en los periódicos, mostraba una viñeta. Un insomne aparecía acostado en la cama cono los ojos muy abiertos: Mejor con un libro, decía el texto. Según a qué edades, mejor con Bares nocturnos, que en esos andurriales de la vida que son los bares nocturnos. Por mucho que le duela al tal Jesús quedarse sin discípulos.
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