Bernardo Vorace Martín tiene un problema. Es inmortal. Ha intentado, antes 
de descubrir su trágica condición, quitarse la vida en varias ocasiones, pero 
siempre sin éxito. Lleva en la cabeza el plomo de dos balas que no surtieron 
efecto y los músculos aún magullados por una caída sin consecuencias desde la 
ventana. Está condenado a la vida eterna y trata de resignarse, no sin ironía, a 
tan infinito destino. Mientras, alterna con Marta, aunque ella no le 
corresponde, y con la agobiante Débora y trabaja como mecanógrafo para el viejo 
David Peces. Las vidas de éstos últimos acaban mal, por el más que probable 
concurso homicida de Vorace. 
No hay trama, pero sí discurso, un poético 
discurrir, por las páginas de este palpitante libro o “novela diabólica”, en 
palabras de Fernando Aramburu, quien sostiene lo de “nuestro Rimbaud” al hablar 
de él en el prólogo. Porque la corta biografía de Casanova, si bien no se puede 
comparar a la paradigmáticamente bohemia de Rimbaud, fue intensa y de una 
precocidad para con las artes más que notable. Su muerte, con 19 años, en la 
bañera de su casa, aún no se ha esclarecido del todo y se vincula a la 
inhalación de gas, fruto de algún escape accidental. La sombra de la muerte 
voluntaria es alargada, y hasta la propia editorial, en el texto biográfico que 
incluye, alimenta las sospechas con una ambigua frase como esta: 
Murió a causa de un escape de gas... Unos elocuentes 
puntos suspensivos que engordan la leyenda del suicidio del joven autor, con el 
agravante morboso de que en esa su obra toca de manera directa la cuestión del 
suicidio. Un factor que puede aportar interés y, como digo, morbo sobre el 
universo casanoviano pero que, como dice el propio Aramburu en el texto 
introductorio, no garantiza la calidad literaria. “Confieso cierta resistencia a 
experimentar sorpresa cada vez que un poeta predice su muerte y, luego, en 
efecto, muere. (…) Supone en cualquier caso, una desgracia, no un valor 
literario”. 
¿Qué nos encontramos en El don de 
Vorace, a qué tanto jaleo? En primer lugar, una obra ágil, rica, fresca, 
espontánea, de un lirismo que rompe con la tradición, una prosa poética libre, 
nueva, deudora de nadie pero consciente de la 
tradición
Más allá de suicido o no suicidio, 
y de la evidente desgracia que una vida truncada significa, lo cierto es que 
treintayseis años después de su desaparición, la prensa cultural ha vuelto la 
mirada sobre este aspirante a genio de nombre aún no del todo reconocido. La 
publicación en Demipage de su obra capital y la participación activa de tanto 
Aramburu como Irazoki en distintas publicaciones culturales han reavivado el 
'cádaver literario' de Casanova. Una actualidad que bien puede estar condenada a 
resultar efímera, y que condenaría al autor a un ostracismo casi definitivo, 
pues no suele haber dos oportunidades para la gloria. “España practica de 
costumbre la tardanza en el reconocimiento de sus hijos más sobresalientes”, 
dice Aramburu en el citado prólogo. Que la obra de Casanova pase inadvertida, 
hecho probable, impregnaría de una nota realmente trágica una vida invertida con 
el precio más alto, el suicidio, a los mármoles de la gloria literaria. Un gesto 
que puede resultar dandi, hermoso, bello, ideal, si se traduce en ese 
reconocimiento. Pero que resulta del todo feo, triste, casi ridículo, si queda 
en nada (o en admiración de cuatro lectores exquisitos). En cualquier caso, hay 
que atenerse a la versión oficial, la del escape de gas... 
Dicho ésto, 
¿qué nos encontramos en 
El don de Vorace, a qué tanto jaleo? En primer 
lugar, una obra ágil, rica, fresca, espontánea, de un lirismo que rompe con la 
tradición, una prosa poética libre, nueva, deudora de nadie pero consciente de 
la tradición. Un grafiti literario, de los que le gustaban a Norman Mailer 
(
La fe del grafiti), pero que no nace de la nada, porque Casanova tenía 
un fecundo 
background de lecturas escogidas y eso se nota. El libro, de 
261 'engañosas' páginas (hay muchas en blanco y el cuerpo de letra es grande) lo 
escribió Casanova en mes y medio, y dicen que parte de él se lo dictó 
directamente al padre, que mecanografiaba a todo ritmo. Había que entregarlo a 
un concurso literario local, el Pérez Armas, que por supuesto ganaría. 
La obra deslumbra por sí sola y deja perplejo al lector cuando se conoce 
el dato de que la escribió con 17 años. Sobrevuela la obra un tono como de 
vuelta de todo, de una insólita e irónica madurez que sorprende una vez se 
conoce ese dato, como sorprende ese desparpajo literario fuera de toda 
ostentación, ese peligroso vicio del que ya advertían autores como Tolstoi o 
Nabokov. Recuerda en su soltura al Cabrera Infante de la recientemente publicada 
La ninfa inconstante, con diálogos rápidos, descaradados, y neologismos 
propios de un lenguaje en permanente ebullición. Rastros de ese dandismo que 
valoraba una conversación elegante, exclusiva, transgresora y atrevida en su 
justa medida.
En la parte de los deméritos, cabría 
preguntarse sobre el fin último de esta novela, más allá de un juego, 
divertimento, experimento y feliz vómito literario. Queda en el lector, al menos 
en este lector, una cierta sensación de asistir a las perfectas piruetas del 
niño prodigio, pero cuya razón de ser no acaba de entenderse 
bien
No obstante, Casanova camina con 
extraños pies de plomo por ese desparpajo que tanto cuesta conquistar, más si se 
es un autor novel. Así, a menudo encuentra el lector pequeños destellos de 
talento que dejan un grato sabor de boca. Tomemos un fragmento cualquiera para 
comprobarlo: 
“
Las relaciones con Débora crispan mis nervios, es más 
pesada que un sermón y más difícil de quitar de encima que mi alma. 
Continuamente va colgada de mi brazo, como un paraguas inservible, y habla de 
nuestro noviazgo a voz en grito”. 
Porque Vorace, Bernardo Vorace, 
es un chico (inmortal) de 25 años, en edad ya de casarse, en cuya piel se mete 
Casanova con fascinante habilidad. Calidad, pues, y una soltura trufada de un 
insólito dominio del lenguaje poético, con frecuentes cultismos (“vírgulas”, 
“enjaezar”) y un riguroso empleo del castellano. El autor usa el español con 
mimo y cuidado, y conoce mejor que muchos escritores y periodistas actuales las 
normas que rigen su empleo. Escribe 'plausible' en su correcta acepción (que 
nada tiene que ver con 
posible), al igual que 'debe de ser' (distinto a 
'debe ser') y 'dignarse hacer algo' (que no dignarse 
a hacer algo). Un 
celo lingüístico que no hay que pasar por alto, pese a que se podría pensar que 
la influencia del padre, un odontólogo amante de las letras y las artes, tuviera 
algo que ver en esa pulcritud de estilo. 
Hasta aquí, y seguramente me 
quedo corto, los méritos. En la parte de los deméritos, cabría preguntarse sobre 
el fin último de esta novela, más allá de un juego, divertimento, experimento y 
feliz vómito literario. Queda en el lector, al menos en este lector, una cierta 
sensación de asistir a las perfectas piruetas del niño prodigio, pero cuya razón 
de ser no acaba de entenderse bien. Hay un placer, raro placer estético, en la 
trama de Vorace, en su angustia por no poder morir, en la vida extraña y fuera 
de toda convención que le cae en suerte al inmortal. Pero quizá se abusa 
demasiado de ese elemento y la historia no avanza por cauces que retengan la 
atención del lector como al inicio de la novela. Pasan las páginas y sobreviene 
una peligrosa sensación, que tiene que ver con un cierto empacho lírico y una 
desconexión con lo escrito. Como en algunas películas de acción, 
superproducciones ellas que, de tanto golpe, mamporro y explosión a cada cual 
más espectacular, terminan por perder su efecto y se suceden las escenas de 
mayor voltaje sin que el espectador sienta nada. Algo de eso hay en el tramo 
final de 
El don de Vorace, lo que impide que sea ésta una obra completa, 
pero sí un libro de gran valor literario, prueba de un talento fuera de serie 
que podría haber dado hermosas obras de no haberse cruzado la muerte de por 
medio.