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Javier Memba: La Nouvelle Vague. La modernidad cinematográfica (T&B Editores, 2009)

Javier Memba: La Nouvelle Vague. La modernidad cinematográfica (T&B Editores, 2009)

    NOMBRE
Javier Memba

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Madrid (España), 1959

    BREVE CURRICULUM
Periodista y escritor. Colaborador habitual de El Mundo, es un estudioso del cine antiguo. En T&B Editores ha publicado El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia ficción (2005), La serie B(2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008). Asimismo ha sido guionista de cine, radio y tv. Es autor de tres novelas y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007)



Javier Memba (foto de www.noticiasirreverentes.com)

Javier Memba (foto de www.noticiasirreverentes.com)

Jean-Luc Godard

Jean-Luc Godard

Cartel de los "Cuatrocientos golpes" (1959)

Cartel de los "Cuatrocientos golpes" (1959)

Imagen de "Al final de la escapada" (1960)

Imagen de "Al final de la escapada" (1960)

François Truffaut

François Truffaut

Anouk Aimée en una escena de "Lola" (1960)

Anouk Aimée en una escena de "Lola" (1960)

Jean Seberg

Jean Seberg


Tribuna/Tribuna libre
La Nouvelle Vague. La modernidad cinematográfica
Por Javier Memba, lunes, 4 de mayo de 2009
Aunque desde los sempiternos sectores que rechazan lo moderno por el simple hecho de serlo se auguró tan efímera como suelen serlo las rupturas, cincuentas años después del estreno de sus película más representativas –Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), Hiroshima, mom amour (Alain Resnais, 1959) y Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960)—en la Nouvelle Vague se verifica el auténtico pórtico del cine contemporáneo. Lejos de ser un capítulo más de la historia del medio, sus influencias alcanzan a algunas de las propuestas más interesantes de la pantalla de nuestros días: Lars Von Trier, Wong Kar Wai y el cine independiente en general –como antaño lo fueron todos los nuevos cines surgidos en los años 60 y 70— son reconocidos herederos de aquel grupo de cineastas franceses que divide en un antes y un después de su brillante irrupción en la cartelera internacional esa historia del cine. La Nouevelle Vague provocó en todas las pantallas –incluida la de Hollywood— una catarsis equiparable a la desatada en su momento por el psicoanálisis en la novela. El cine de autor –-ya esbozado por Alexander Astruc, uno de los precursores de la nueva ola de cineastas parisinos—y la cinefilia, tal y como ahora la conocemos, nacen de la Nouevelle Vague.

A la grandeza por la animadversión

Si enemigos y detractores son un buen baremo para juzgar el tamaño de algo, y en lo que a la creación artística y literaria se refiere es frecuente que lo sean, la Nouvelle Vague (nueva ola) fue grande como ninguna otra escuela cinematográfica. Yo supe de ella hace ahora 23 años, cuando en dos cines de la cartelera madrileña coincidieron las reposiciones de Al final de la escapada (1960) e Hiroshima, mon amour (1959), ambas –junto con Los cuatrocientos golpes, presentada en Cannes también en el año 59- integrantes del tríptico inaugural del cine moderno.

A François Truffaut y a Claude Chabrol los había descubierto con anterioridad junto a mi madre, en esas salas de arte y ensayo del madrileño barrio de Argüelles, que aquí y en Francia fueron a mi adolescencia lo que son a nuestros días las de versión original. Pero mi primer Truffaut -La noche americana (1973)- ya no era aquel cineasta rompedor de sus comienzos, con lo que, en mi primer contacto con él, no me conmovió como lo hicieron Jean-Luc Godard y Alain Resnais.

Ello no fue óbice para que la primera película cuyo asunto era el cine que tuve oportunidad de ver -el díptico de Vincente Minnelli, Cautivos del mal (1952) y Dos semanas en otra ciudad (1962), llegaría mucho después- me descubriera a un cineasta magistral que con el tiempo llegaría a convertirse en uno de mis favoritos. De hecho, fue aquel título del gran Truffaut el que hizo que para mí el cine dejara de ser mi afición por excelencia, lo que venía siendo desde que en 1963, contando yo tres años de edad, me llevaron a ver Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935) y Hatari! (Howard Hawks, 1962). Vista La noche americana, el análisis de la realización cinematográfica empezó a convertirse en una monomanía, una suerte de adicción de la que obtendría el segundo de mis cuatro únicos placeres.

Chabrol, descubierto en El carnicero (1969), simplemente me inquietó. Pero Truffaut me catapultó a la cinefilia de idéntica manera que Hergé me descubrió el cómic belga, Malcolm Lowry la literatura maldita y alucinada y Gene Vincent el rock & roll.

Aún daba mis primeros pasos en la Filmoteca -cuya sala de proyecciones se encontraba entonces en el hoy desaparecido cine Príncipe Pío-, aún descubría los clásicos norteamericanos, cuando los paseos de Patricia Franchini (Jean Seberg) por los Campos Elíseos, voceando el “New York Herald Tribune”, y la sensualidad de Emmanuelle Riva me llegaron a lo más hondo del corazón. Corría 1980 y la Nueva ola española hacía furor. Aunque nuestra Nueva ola, trasunto de la New Wave inglesa, se circunscribió básicamente al rock, el parangón con la Nouvelle Vague surgió inevitable: Patricia Franchini se me antojaba tan moderna como las musas más admiradas del Rock-Ola, La Bobia y demás cenáculos de la Movida madrileña. Es más, el atuendo de muchas de ellas parecía inspirado en el de la más maravillosa vendedora que jamás haya tenido el “New York Herald Tribune”.

Yo ya era -como sigo siendo- un apasionado espectador del cine antiguo -amado hasta la obsesión, pero antiguo- cuando la Nouvelle Vague, entre tanta grandeza pretérita, me descubrió el cine moderno. La primera vez que vi Al final de la escapada -y días después, en la misma sala Pierrot el loco (1965)- me senté en la butaca creyendo que me aguardaba el testimonio de un tiempo perdido del que vendrían a darme noticia sus mejores ficciones, sus mejores películas, imágenes tan fascinantes como todas las que iba descubriendo en mi aún incipiente cinefilia, pero que, al igual que Ayesha, -la divinidad que imaginara Henry Rider Haggard- sólo admitían ser vistas por quien rindiera un verdadero culto a su belleza. Me equivoqué. Veinte años después de que revolucionara el cine mundial, la propuesta estética de Godard era mucho más moderna que la de cualquiera de los videoclips que no tardarían en proliferar



Tráiler de Los cuatrocientos golpes, de Françcois Truffaut (vídeo colgado en YouTube por javalz19)

Fue ése, el de la modernidad ni más ni menos, el capítulo que abrió en la Historia del cine la Nouvelle Vague. De ahí mi sorpresa cuando, en vez de ser algo incuestionable como John Ford, el Neorrealismo italiano o el cine de terror producido por la Universal, empecé a apreciar en mis primeras discusiones de cinéfilo una clara animadversión hacia aquella generación de cineastas galos. Me chocaba sobremanera que hubiera, como había, alguien capaz de defender a Pier Paolo Pasolini, un realizador tan repelente como cualquier otro creador obsesionado con lo escatológico, en detrimento del gran Godard, quien -como con tanto acierto señala Esteve Riambaul (1)- «incluso antes de estrenar su primer largometraje estaba sentando las bases del cine moderno».

En el fondo del desdén a la Nouvelle Vague que encontré en mis primeras discusiones de cinéfilo se hallaba la reacción, el odio a lo nuevo por ser nuevo. Reacción que, aunque revestida de algo tan supuestamente revolucionario como lo era el marxismo cuando Pasolini -como el buen comunista que fue- dudaba de Godard y Truffaut desde el prisma marxista, no era más que ese miedo cerril que suscita en el reaccionario la novedad, lo desconocido.

Mucho antes de mis primeras discusiones de cinéfilo con aquellos compañeros de la Filmoteca, junto a quienes intenté dilucidar una de las grandes dudas que atormentan mi existencia: si el cine abandonó la imagen silente -que no muda- antes de haber experimentado con ella hasta sus últimas consecuencias, las primeras líneas que inspirara aquella impagable generación de cineastas galos, definidos por François Truffaut como un «grupo de fanáticos» (2), ya rezumaban esa animadversión a la que me refiero por parte de los comentaristas. Así, en 1960, Jacques Siclier, uno de los primeros críticos en dedicarles un estudio, les niega en sus páginas lo único que era a todas luces innegable, la novedad, cuestionándola en el mismo título original -La Nou velle Vague? (3)- mediante un signo de interrogación. Con tan desafortunado plan tea miento, abre el texto argumentando la perogrullada de que todos los cineastas franceses que se han dado a conocer anteriormente -ante cuya obra, aunque rebata aquí la tendenciosa utilización que hace Siclier de su debut, me descubro emocionado-, constituyeron una Nouvelle Vague si los primeros estrenos de dos o tres de ellos tu vieron lugar en las mismas fechas. «Todos los meses se anuncia la agonía de la Nouvelle Vague», escribió Truffaut con motivo del estreno de Paris nous appartient (4).

Meses después, Félix Martialay, en la introducción a la edición española del texto de Siclier (5), sostiene: «No hay duda de que la Nouvelle Vague responde a los jóvenes acomodados, un poco los hijos de papá de vida artificiosa, de Saint-Tropez más que de Saint-Germain-des-Prés. Inconformismo derechista en el fondo perfectamente de limitado por sus personajes, monocordes en lo social, en lo ciudadano y hasta en el amor. Los héroes se parecen unos a otros, tal y como se parecen los jóvenes de hoy entre sí. A las heroínas les ocurre otro tanto, son portadas, todas ellas, de revista europea. Los ambientes y las calles, los problemas y su solución... todo está dentro de una línea burguesa que, como algunos han notado bien, puede ser una reacción a la mugre existencialista». Leído esto, sorprende que bajo la dirección de Martialay, la revista “Film ideal” fuera un calco de “Cahiers du cinéma”, como veremos en las páginas siguientes, una de las principales referencias de la Nouvelle Vague.

En 1969, cinco años después de concluido un movimiento que como mucho podemos prolongar hasta 1965, José María Picó Junqueras apunta en la entrada que le dedica en el segundo tomo de la “Enciclopedia ilustrada del cine” (6), que el de estos realizadores franceses «es una apología del libertinaje y no refleja, salvo raras excepciones, la realidad objetiva de su país ni del mundo que los rodea, por lo cual repiten casi siempre los mismos ambientes y personajes esnobs». Si bien incluso el mismo Martialay situó «fuera de lugar» a los críticos que pretendieron enjuiciar a la Nouvelle Vague desde una perspectiva marxista, a este respecto cumple recordar que El soldadito (1960), la segunda película de Jean-Luc Godard, permaneció prohibida durante tres años por sus continuas referencias al conflicto argelino que se libraba a la sazón. Más aún, a todos aquellos necios de las condiciones objetivas, que todavía es ahora cuando olvidan el stalinismo confeso de Pablo Neruda con la misma alegría con que ignoran que el pasado siglo, los comunistas, puestos a matar gente, superaron incluso a los nazis, cabría recordarles que el gran Godard -siempre acomplejado por su orígenes burgueses- abandonó el cine comercial para dedicarse al cine militante tras las revueltas que conoció París en mayo de 1968. Para los convencidos de que el cine estaba obligado a contribuir a la emancipación de un proletariado que estaba dejando de serlo, tampoco contaba el antimilitarismo de Truffaut. Para ellos, con la misma mentecatez con que exigían que el sujeto narrativo de cualquier ficción fuera un obrero o un campesino, sólo valía la debilidad que el autor de Los cuatrocientos golpes sentía por Peatin; sólo consideraban el catolicismo de Rohmer.

Una animosidad idéntica, aunque con distintos argumentos, inspiró -y aún inspira- a quienes no entienden más lenguaje fílmico que el del plano y el contraplano como mandan los cánones. Sin menoscabar en modo alguno el cine clásico, al que como cualquier cinéfilo que se precie reverencio y rindo culto con el mismo entusiasmo con que execró el adocenamiento de la producción actual; a esos dogmáticos que se negaban a que los trávelings dejaran de seguir o acercarse a actores u objetos, como mandaba la tradición, para convertirse en «un enunciado moral» -Godard dixit- hay que compararles con quienes desprecian el surrealismo, el arte abstracto o el teatro del absurdo porque no lo entienden. Como apuntaba Truffaut en sus combativas reseñas, los enanos criticaban a Gulliver.



Al fina de la escapada (1960), de Jean-Luc Godard y música de Miles Davis (vídeo colgado en YouTube por quintaespada)

Una variación de estos mentecatos, que desprecian al gran Godard -junto con Jacques Rivette, el realizador más representativo de la Nouvelle Vague de todos sus integrantes- porque nos propone voces en off sobre planos de la nuca de sus actores, son los que denostan la Nouvelle Vague por literaria. A estos que se permiten criticar a Alain Resnais por sus voces en off, hay que decirles que en el cine, lo que no es literatura, es fontanería. Una película es una narración. La narración, y más aún si ésta se debe al gentil arte de la ficción, tal es el caso del noventa por ciento de las cintas, es literatura. Todo lo demás: la belleza plástica de la fotografía, la fiel reproducción de la realidad de una puesta en escena..., en última instancia, a ese edificio que es la narración, son su fontanería. Lo que verdaderamente importa es lo contado, la narración, que la literatura conmueva o divierta al espectador. Avaricia (1919), Nanook, el esquimal (1922) y El fantasma de la ópera (1925) sólo son tres de las muchas películas silentes que han llegado hasta nosotros en copias maltrechas, donde la fotografía es prácticamente inapreciable. No obstante lo cual, nos conmueven. Nos emocionan como no consiguen hacerlo la mayor parte de los churros que nos enjareta el Hollywood de nuestros días con todo el preciosismo de su fotografía y la colección de Oscar que la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas estadounidense tenga a bien concederles. Ese desprecio a todo lo que no sea el cine de acción enmarcado en el más rancio esquema de planteamiento, nudo y desenlace, es la prueba irrefutable de lo alienante que es para el espectador el adocenamiento que caracteriza a Hollywood desde comienzos de los años ochenta. Cuando Godard dice que sólo hay una postura de cámara: la ética, porque todas las de más son inmorales, no está, en modo alguno, mezclando la velocidad con el tocino, como suponen los adoradores de Indiana Jones, Luke Skywalker y la repelente Scarlett O’Hara. Lo que el maestro sugiere es que para fotografiar la secuencia sólo se puede emplazar el tomavistas donde el realizador crea que debe hacerlo. Colocar la cámara en cualquier otro sitio, obedeciendo al postalismo del paisaje, el lado bueno de la actriz o la suntuosidad del decorado, como es la norma entre el noventa por ciento de los cineastas, es una falta a la ética de la realización cinematográfica.

Moderna en el sentido peyorativo en que la grey, la mayoría, los temerosos de cuanto sea nuevo dan a la palabra, la Nouvelle Vague -placer de una minoría de cinéfilos tan fanáticos como los cineastas que la integraron- lo fue tanto que aún ahora, más de cuarenta años después de su irrupción en el panorama cinematográfico internacional, sus imágenes tienen plena vigencia. Ahora, que en nuestro primer mundo el campesinado es algo mucho más próximo a la ciencia ficción que la cibernética, cualquiera de los planos de Patricia Franchini y Michael Poiccard, alias Laszlo Kovaks (Jean-Paul Belmondo), bajando los Campos Elíseos en Al final de la escapada proporcionaría un atractivo salvapantallas para el ordenador. De hecho, el famoso gesto de Belmondo pasándose el pulgar por los labios se ha convertido en todo un clásico dentro de los tics de la publicidad. Seguro que significa algo que el diseño, según parece el arte de nuestro tiempo, recurra con tanta frecuencia al primer largometraje de Godard.

De todos los nuevos cines surgidos entre finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta: el Free-cinema inglés -Tony Richardson, Karel Reisz, Lindsay An der son...-, el cine underground norteamericano -Jonas y Adolfas Mekas, John Casavettes, Kenneth Anger, Lionel Rogosin, Andy Warhol...-, el Cinema Nôvo brasileño –Glauber Rocha, Carlos Diegues, Ruy Guerra...-, el Nuevo Cine español -Basilio Martín Patino, Miguel Picazo, Francisco Regueiro-, el nuevo cine japonés -Nagisa Oshima-, la Nova Vlna checoslovaca -Milos Forman, Jan Nemec, Karel Kachyna...-, la Nouvelle Vague -que fuera ejemplo de todos ellos- fue el único que tuvo una incidencia directa en la transformación del lenguaje cinematográfico. Al día de hoy, la Nouvelle Vague es el único de aquellos nuevos cines que sigue plenamente vigente. Desde Bertolucci hasta Lars Von Trier, la mayor parte de los cineastas más sugerentes de los últimos cuarenta años son epígonos del gran Godard.

Si en lo que al aspecto cinematográfico se refiere, de la vigencia de la Nouvelle Vague viene a dar prueba hasta la obsesión de Hollywood por hacer remakes de los éxitos del gran Truffaut -con un desatino que excuso decir, por supuesto-, respecto al aspecto cinéfilo podemos expresarnos en idénticos términos. La cinefilia es por excelencia revisionista, nunca mejor dicho. Aunque, como bien afirma el autor de Al final de la escapada, para el cinéfilo, Nosferatu (1922) no es una película antigua, la cinefilia se alimenta de placeres y delicias que para los amantes de los efectos especia les, las secuelas y los artificios que constituyen el cine de nuestros días, no son más que antiguallas. Pues bien, la Nouvelle Vague es el único de los mitos cinéfilos plenamente vigentes, plenamente modernos hoy en día. La imagen de cualquiera de sus películas podría ser –y puede que lo sea- la de la portada del ultimo cd del dj de moda. Con la Nouvelle Vague -con el nunca bien ponderado Jean-Luc Godard especialmente, quien divide en antes y después de él la historia de la pantalla sonora- nace el cine independiente, a la vez que el experimental da su paso más grande. Con la Nouvelle Va gue -que es al cine lo que al rock la New Wave- nace ese amor a la filmoteca, esa pasión desmesurada por las películas, la cinefilia misma como hoy la entendemos. De ahí mi asombro en el año ochenta al apreciar esa animadversión que inspiraba a buenos cinéfilos.



Hiroshima, mon amour (1959), de Alain Resnais (vídeo colgado en YouTube por cfreidrichs)

Y así, mientras dilucidaba cómo podía haber compañeros de pasión que denostaran a quienes habían inventado -si se me permite la expresión- el placer de nuestra monomanía, descubrí a Eric Rohmer en la misma pantalla que Al final de la escapada. Fue con La mujer del aviador (1981), uno de los grandes éxitos de la sala. Sala cuyo nombre, tomado de Lemmy contra Alphaville (1965), una de las cintas claves de Godard, es toda una declaración de intenciones. Aunque minoría -a la minoría siempre (Juan Ramón Jiménez)- tampoco faltaban incondicionales de la Nouvelle Vague. Lector ya de todo lo referido a sus integrantes que caía en mis manos, sabía que durante años, la única razón de ser de la revista “Positif” fue rebatir las tesis de “Cahiers...” y denostar a Godard. Ante este panorama llegué a creer que todos mis camaradas de monomanía escribían para “Positif”. Comprobar que no era cierto fue un alivio.

El descubrimiento de Rivette, el otro miembro de la plana mayor, fue una labor tan placentera como pausada que comenzó en una proyección de La religiosa (1967) que tuvo lugar en uno de aquellos cinestudios, cuyo nombre no recuerdo, que animaron el Madrid de mi juventud.

No olvido, sin embargo, que en 1980 tuve oportunidad de asistir al cineforum con Godard que se celebró en los Alphaville con motivo del estreno de Sálvese quien pueda (la vida) (1980). La primera de las fotos que decoran la barra del bar de aquellas salas da prueba de aquella velada. Dicho cuanto precede, creo que no hará falta que escriba sobre la satisfacción que supuso para mí conocer en persona a un cineasta que, con la de vueltas que ha dado el mundo desde entonces, sigue fiel a cuanto escribió en sus artículos de “Cahiers...” Ni siquiera el gran Truffaut fue tan coherente como aún ahora lo sigue siendo Godard.

Para mí, la Nouvelle Vague es un dogma de fe. Como al cómic belga, al rock & roll y a la literatura alucinada y maldita, a sus integrantes les debo algunos de los mejores momentos de mi vida. Su obsesión por el análisis de la realización cinematográfica aún sigue siendo ejemplo de la mía.

NOTAS
1.- El cine francés 1958-1998. Paidós (Barcelona, 1998). Pág. 57.
2.- Las películas de mi vida. Ediciones Mensajero (Bilbao, 1976) pag. 325.
3.- La nueva ola. Ediciones Rialp (Madrid, 1962) pág. 32-33.
4.- París nos pertenece, no estrenada comercialmente en España. La películas no exhibidas comercialmente en nuestro país serán citadas por su título original. Igualmente, el año facilitado, lo será sólo en la primera vez que se las aluda y corresponderá al de su estreno.
5.- Op. Cit. Pag. 21.
6.- Editorial Labor (Barcelona, 1970).



Nota de la Redacción: este texto corresponde a la introducción del libro de Javier Memba, La Nouvelle Vague. La modernidad cinematográfica (T&B Editores, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a T&B Editores por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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