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Primo Levi

Primo Levi

    AUTOR
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya), 1951

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Además de sus libros, entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco", un análisis de las implicaciones económicas de una hipotética independencia del País Vasco



Antonio Beristain

Antonio Beristain

Antonio Beristain: Protagonismo de las víctimas de hoy y mañana (Tirant Lo Blanch)

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Roman Gary

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Jean Améry

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Jean Améry: Más allá de la culpa y la expiación (Pre-Textos)

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Enrique Echeburúa: Superar un trauma. El tratamiento de las víctimas de sucesos violentos (Ediciones Pirámide)

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Luis Rojas Marcos: Más allá del 11 de Septiembre. La superación de un trauma (Espasa)

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Tribuna/Tribuna libre
Víctimas del terrorismo
Por Mikel Buesa, lunes, 2 de marzo de 2009
La conmemoración, en este mes de marzo, del Día Europeo de las Victimas del Terrorismo —instituido con ocasión de los terribles atentados del 11–M— constituye una buena oportunidad para volver a reflexionar acerca de este fenómeno moderno de la victimación terrorista, más allá de las gélidas celebraciones oficiales que, aun cuado siempre han estado presididas por una persona tan cercana a las víctimas como el Rey Don Juan Carlos, se han caracterizado por la vaciedad de los discursos pronunciados y por ignorar a los sufrientes seres humanos que se dice recordar. Primo Levi, evocando su experiencia victimal, declaró en cierta ocasión que «tenemos necesidad de monumentos, de celebraciones», para añadir inmediatamente que «monumento, en su etimología, quiere decir advertencia, amonestación». Así pues, trataré de tener en cuenta su exhortación al hablar aquí de las víctimas españolas del terrorismo; unas víctimas cuya historia se extiende sobre el último medio siglo, a partir de aquel aciago siete de junio de 1968 en el que el etarra Javier Echevarrieta asesinó José Antonio Pardines, disparándole por la espalda, cuando este guardia civil estaba agachado, y rematándolo cuando cayó al suelo, boca arriba.
Desde entonces, las víctimas del terrorismo en España se cuentan por miles. Miles han sido, en efecto, los asesinados, secuestrados, heridos, extorsionados o damnificados en atentados terroristas perpetrados no sólo por ETA, sino también por otras muchas organizaciones como el FRAP, los GRAPO, Terra Lliure, la Triple A, el Batallón Vasco Español, los GAL y un largo etcétera de grupos de origen nacional, amén de los extranjeros Al–Fatal, Yihad Islámica y Al–Qaeda. Miles han sido también los familiares de esas víctimas que sufrieron con ellas el zarpazo material y moral de la violencia. Y muchos miles más sus amigos y conocidos, sus conciudadanos desconcertados ante unos crímenes que se antojan de imposible explicación racional. «Todo delito terrorista —señala el profesor Antonio Beristain desde la atalaya que le concede su dilatada experiencia como penalista estudioso de la victimología— produce muchas víctimas, en plural: la directa y muchas más indirectas; por eso —añade— sus víctimas merecen el nombre de macrovíctimas».

Aunque hayan sido muy numerosas las víctimas del terrorismo en España, no se conoce con precisión su cuantía. Las autoridades políticas y la sociedad en general, durante muchos años, dieron su espalda a las víctimas y trataron de eludir cualquier expresión de solidaridad con ellas; y tampoco les dieron respaldo institucional. Ello cambió durante los años noventa, especialmente durante la segunda mitad de esta década; pero entretanto se había perdido una buena parte de la información acerca de los estragos humanos causados por el terrorismo. Tal es el motivo de que aún hoy carezcamos de una idea precisa sobre cuántas personas han sufrido las consecuencias de los atentados.

Según Gesto por la Paz, más de 40.000 personas soportan algún grado de amenaza y, de ellas, un millar se desenvuelven en su vida cotidiana con una escolta. Además, teniendo en cuenta los resultados del Censo de Población de 2001, se puede estimar que unas 125.000 personas han abandonado el País Vasco para eludir las amenazas y el clima opresivo al que el terrorismo les ha sometido

En julio de 2005 el Gobierno, en respuesta a una pregunta parlamentaria informó escuetamente de que en los registros del Ministerio del Interior constaban 17.816 víctimas. Y desde esa fecha ha habido, al menos, pues la contabilidad no es completa, otras 3.872 adicionales, con lo que se totalizarían, hasta el momento actual, 21.856 personas directamente afectadas por el terrorismo. Pero esta última cifra no recoge toda la extensión de los daños causados por las acciones de las organizaciones armadas, pues sólo hasta 2007 el Consorcio de Compensación de Seguros —que cubre los riesgos de terrorismo sobre las personas o los bienes para los que se han suscrito pólizas de seguro— había resuelto 31.871 expedientes, de los que 1.875 correspondían a daños sobre las personas y 29.996 a daños sobre bienes materiales. Teniendo en cuenta estos datos, así como los referentes a los más de seis mil expedientes resueltos por el Ministerio del Interior en aplicación de la Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo, creo que se puede estimar razonablemente que en España ha habido unas 37.700 víctimas directas.

La distribución de este balance del terror según el tipo de daños causados por las organizaciones terroristas, arroja el siguiente resultado:

· En primer lugar, 1.273 personas muertas, de las que casi dos tercios se deben a ETA (65,1 %) y el resto de reparte casi por igual entre las organizaciones de signo islamista (16,4 %) y todas las demás (18,5 %).

· Por otra parte, 94 personas secuestradas, de las que doce fueron asesinadas, casi todas ellas por ETA.

· En tercer lugar, 5.098 personas heridas con diferente gravedad, de las cuales aproximadamente una cuarta parte soportaron lesiones invalidantes.

· Y, por último, 31.235 personas damnificadas por los daños materiales causados en los atentados.

Más allá de la cuantificación, desde mi punto de vista lo más relevante en la victimación terrorista es la comprensión del trauma vivido por la mayor parte de las personas que han tenido esa experiencia. Una experiencia que nace del conocimiento íntimo de que se ha sufrido un daño sin que hubiera una previa culpabilidad, de tal manera que se experimenta la ruptura de ese vínculo esencial que nos conduce a todos los seres humanos a esperar, en cualquier circunstancia, el respeto y la ayuda de los demás

La victimación indirecta ha sido mucho más extensa, en la medida en la que el terrorismo —fundamentalmente el de ETA— se ha complementado con la ampliación de las amenazas sobre determinados grupos de población y la realización de numerosas acciones de violencia callejera —unas 9.200 entre 1987 y 2008—. De este modo, sólo en el País Vasco, según Gesto por la Paz, más de 40.000 personas soportan algún grado de amenaza y, de ellas, un millar se desenvuelven en su vida cotidiana con una escolta de policías o vigilantes privados. Además, teniendo en cuenta los resultados del Censo de Población de 2001, se puede estimar que unas 125.000 personas han abandonado el País Vasco por razones extraordinarias, principalmente para eludir las amenazas y el clima opresivo al que el terrorismo les ha sometido, engrosando la que ha dado en llamarse «diáspora democrática vasca». Y añádanse a todos ellos los familiares y amigos de las víctimas directas. El balance final es difícil de establecer con precisión, pero si acudimos a los resultados de la investigación sociológica realizada por los profesores Francisco Llera y Alfredo Retortillo, un poco más del siete por ciento de las personas adultas residentes en Euskadi —es decir, unas 130.000— se consideran personalmente afectadas por los delitos terroristas; y si se tienen en cuenta a los que afirman conocer a alguna víctima, la anterior proporción se eleva por encima del veinte por ciento —lo que hace un total de 380.000 individuos—. Las macrovíctimas del terrorismo sumarían entonces a unas 543.000 personas en España.

Pero más allá de la cuantificación, desde mi punto de vista lo más relevante en la victimación terrorista es la comprensión del trauma vivido por la mayor parte de las personas que han tenido esa experiencia. Una experiencia que nace del conocimiento íntimo de que se ha sufrido un daño sin que hubiera una previa culpabilidad, de tal manera que se experimenta la ruptura de ese vínculo esencial que nos conduce a todos los seres humanos a esperar, en cualquier circunstancia, el respeto y la ayuda de los demás. Ello envuelve a las víctimas en confusos sentimientos de vergüenza, culpa y desamparo. Vergüenza, porque el sufrimiento extremo les hace saber de que los hombres son capaces de una extrema violencia y les proporciona la conciencia íntima de que comparten con sus atacantes una misma condición humana. Como apuntó Romain Gary, evocando su experiencia en la Resistencia, «tanta vergüenza, tanta rabia suben a mi corazón que éste pierde el derecho a su nombre». Culpa, porque muchas veces albergan el síndrome del superviviente y se preguntan por qué no son ellos los caídos en vez de sus compañeros o familiares asesinados. Y desamparo, porque ser objeto del crimen terrorista supone un desafío que reta todo lo esperado y, como escribió Jean Améry, hace perder la «confianza en el mundo, la certeza de que los otros cuidarán de mí, la esperanza de socorro», de modo que el daño sufrido «se torna en una forma consumada de aniquilación total de la existencia».

Una buena parte de las personas que han sido víctimas del terrorismo —como también ocurre con las víctimas de otros delitos violentos— experimentan un trauma y, como ha descrito Enrique Echeburúa, profesor en la Universidad del País Vasco, viven «la quiebra del sentimiento de seguridad en sí mismas y en los demás seres humanos» y pierden «la confianza básica … y la integridad del propio yo»

Las víctimas del terrorismo viven así abatidas el acontecimiento de su victimación, se quedan sin saber qué hacer ni qué decir y, para ellas, las palabras, si se pronuncian, no logran articular enteramente su propia experiencia. Es entonces cuando se ven sacudidas para buscar la explicación imposible de su sufrimiento. Ello produce, en muchos casos, severos daños psicológicos. Una buena parte de las personas que han sido víctimas del terrorismo —como también ocurre con las víctimas de otros delitos violentos— experimentan un trauma y, como ha descrito Enrique Echeburúa, profesor en la Universidad del País Vasco, viven «la quiebra del sentimiento de seguridad en sí mismas y en los demás seres humanos» y pierden «la confianza básica … y la integridad del propio yo». El psiquiatra Luís Rojas Marcos, en su magnífico análisis de los acontecimientos del 11–S en Nueva York, donde en aquél momento dirigía el Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de la ciudad, ha explicado que la causa básica de ese trauma y, sobre todo, de su mayor intensidad y duración con respecto a otros tipos de conmociones como los accidentes, las enfermedades o las catástrofes naturales, estriba en que «la violencia entre las personas no forma parte de lo que esperamos en general de nuestros compañeros de vida, y contradice los principios que dan sentido a la existencia».

Pues bien, los estudios empíricos españoles sobre las víctimas directas del terrorismo han concluido que la prevalencia del trauma psicológico entre ellas se sitúa por encima del 50 por 100 —es decir, unas cinco veces más que entre la población en general— con un recorrido temporal que se extiende desde el 70 por 100 antes de que hayan transcurrido dos años desde el atentado, hasta el 45 por 100 una vez que han pasado veinte años. Esta probabilidad es, entre los familiares de las víctimas directas, más reducida y se sitúa en el 36 por 100, con un recorrido que va del 40 al 30 por 100 en el mismo período. Son prevalencias muy elevadas y claramente superiores a las que se han medido para las víctimas de accidentes de tráfico —14 por 100— y de catástrofes naturales —20 por 100—, aunque resultan similares a las que registran las personas que han sido objeto de agresiones sexuales o de maltrato en el ámbito doméstico.

En definitiva, las víctimas del terrorismo soportan en muchos casos una existencia difícil, con una permanente sensación de injusticia y de desamparo, en especial con respecto a las instituciones políticas y sociales. Su comportamiento es, en proporciones elevadas, atípico, pues suelen eludir el conocimiento de los actos concretos de terrorismo —que les causan zozobra e inquietan su espíritu—, desconocen voluntariamente el resultado de las investigaciones policiales sobre los hechos que les causaron daño, raramente son espectadores de los procesos judiciales que les afectan y evitan volver al lugar del atentado que les causó su desgracia. Son personas que reclaman compasión y justicia, pues no en vano llevan sobre sus hombros el sufrimiento que sus atacantes querrían haber inflingido a toda la sociedad. Bueno sería, por ello, que ésta las recordara con respeto y viera en ellas la advertencia de que sólo derrotando a sus agresores podrá lograr la concordia civil, la verdadera paz.

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