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Mario Vargas Llosa: El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (Alfaguara, 2008)

Mario Vargas Llosa: El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (Alfaguara, 2008)

    TÍTULO
El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti

    AUTOR
Mario Vargas Llosa

    EDITORIAL
Alfaguara

    OTROS DATOS
Madrid, 2008. 248 páginas,.17,50 €



Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa

Juan Carlos Onetti

Juan Carlos Onetti


Reseñas de libros/No ficción
Mario Vargas Llosa: El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (Alfaguara, 2008)
Por Justo Serna, martes, 6 de enero de 2009
Un gran novelista, Mario Vargas Llosa, abandona temporalmente su oficio para escribir y publicar un ensayo. En dicha obra, ese narrador apreciado y reconocido analiza la obra de otro literato de la generación inmediatamente anterior: Juan Carlos Onetti. ¿Para qué? ¿Con qué provecho? ¿Cómo debemos interpretar dicho empeño? De entrada, es un acto de generosidad, pues el ensayo literario es un género ancilar, siempre dependiente de las obras y de los autores de los que es comentario, glosa o extensión. Por tanto, al escribir ese volumen, el gran autor destina su esfuerzo a una causa filológica: un volumen con menor audiencia y, por tanto, una causa peor recompensada que la nueva novela que sus lectores esperarían. A lo largo de su carrera como narrador, Mario Vargas Llosa ha hecho eso mismo en distintas ocasiones. O han sido obras de origen académico (una tesis, un encargo docente en esta o en aquella Universidad); o han sido libros de poética, de análisis de género, de estudio de caso; o han sido ambas cosas a la vez. Repasemos, por ejemplo, el primer volumen de sus Ensayos literarios, reunidos en las Obras Completas (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2006).
¿Cuál es el objeto de esas páginas? Unos pocos autores, unos grandes autores que formarían parte de la historia literaria, del canon pasado y reciente, y de la historia personal de Vargas Llosa, ciudadano hispano-peruano: Joanot Martorell, Gabriel García Márquez, Gustave Flaubert, José María Arguedas. Martorell aparece como motivo gracias a Cervantes, qué duda cabe, y gracias a la estancia barcelonesa de Vargas Llosa. García Márquez es objeto de interés por sus logros literarios de los años sesenta, el momento del Boom de la literatura latinoamericana, la época en que el propio escritor hispano-peruano comenzaba a despuntar como novelista. Flaubert está presente en nuestro autor como ejemplo del escritor total, abnegado y experimentalista, pero también por el primer afrancesamiento de Vargas Llosa, cosa que empieza a verificarse a finales de los años cincuenta. Arguedas despierta su interés desde fecha temprana por formar parte de la historia literaria del Perú, por el indigenismo del que aquél es muestra sobresaliente. En realidad, estos escritores serían maestros de la narración, de la novela concretamente, y es a sus obras principales a las que el novelista Vargas Llosa dedicará su atención y observación a lo largo de los años: Tirant lo Blanc, Cien años de soledad, Madame Bovary, Los ríos profundos.

El estudioso y avispado alumno no se fija en casos secundarios, sino en ejemplos egregios de los que aprender, de los que tomar buena nota. ¿Y qué halla en esos clásicos? Encuentra la motivación, los recursos, los instrumentos de la ficción: soluciones prácticas con las que componer una novela. Incorpora la tradición, las restricciones de un género y los logros comunes que sirven para contar una historia. O si se prefiere: con esas obras de referencia, con esos pares a los que admira y de los que asimila, Vargas Llosa se mide y se fuerza, se exige aplicación. Al igual que un galeote de la pluma, el escritor se obliga. De hecho, podemos tomar a esos novelistas como algunos de los interlocutores que el escritor hispano-peruano no tuvo cuando empezaba, como algunos de los maestros literarios a los que personalmente no pudo acceder o conocer siendo chico. Algo así admite en sus memorias, El pez en el agua (1993). Al glosar sus respectivas novelas y al analizar lo externo (el autor, el contexto) o lo interno (el tiempo, el espacio, los personajes, el narrador, la estructura), Vargas Llosa aprende y generaliza, estudia lo concreto y teoriza, aplica los hallazgos de la filología y elabora un vocabulario propio para desentrañar ese objeto llamado novela.

Imaginemos a Juan Carlos Onetti según imagen muy común, la del escritor en su exilio madrileño, ya en la última etapa de su vida: Onetti recostado en una cama, extraño y con desgana (...) El lecho es la renuncia operativa, la resistencia al estado de vigilia, pero es también el espacio de nuestros deseos, de nuestras frustraciones. Las pesadillas y los sueños son materia de Onetti, pesadillas y sueños bien reales de individuos urbanos, ajetreados y limitados, personajes de interior, podríamos decir

Si son tal como las presentamos, no sorprenderá que el volumen de sus Ensayos literarios que antes citábamos acabe precisamente con unas Cartas a un joven novelista. Ese texto, que editaron originariamente Ariel y Planeta en 1997, es una suerte de colofón o compendio de su teoría literaria y en sus páginas están buena parte de esos vocablos o fórmulas que Vargas Llosa ha popularizado para analizar las novelas. ¿Qué expresiones son ésas? Forman el léxico de Vargas Llosa desde que escribiera García Márquez: historia de un deicidio. Enumeremos esas fórmulas. Habla de los demonios para referirse a los objetos internos de los autores, a sus obsesiones, a esos elementos inconscientes que determinan de algún modo las distintas novelas o los diferentes relatos. Habla de la verdad de las mentiras, para aludir al poder de persuasión de una historia bien contada. Habla del deicidio para designar la rebeldía de los autores frente al mundo y frente a lo dado, esos suplantadores de Dios. Habla de las mudas para calificar los cambios espacio-temporales o narrativos, los variados puntos de vista desde los que se relata. Habla de la caja china para nombrar el recurso de las historias paralelas o derivadas, especulares. Habla del dato escondido para denominar el escamoteo o el narrar callando, narrar por omisión, ese procedimiento que consiste en silenciar una parte explícita de la historia para así provocar la ambigüedad o la conjetura del lector. Habla de los vasos comunicantes para referirse a esos episodios que ocurren en tiempos o espacios distintos y que el narrador hace confluir a partir de fundidos o vínculos explícitos, a partir de diálogos que convergen.

Si nos fijamos bien, esas Cartas a un joven novelista son la interlocución que él no tuvo o el diálogo personal del que no pudo disfrutar cuando sólo era un novelista en ciernes. Adopta el expediente epistolar (al modo de las Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke, por ejemplo). ¿Y para qué hace eso? Primero, para hablar al muchacho que Vargas Llosa fue, teniendo consigo mismo un gesto de piedad y de indulgencia, de afecto e ironía. Y segundo, para mostrar lo que él ya aprendió, ejerciendo la mejor pedagogía, un modo de leer bien y escribir mejor: otro gesto, pues, de desprendimiento y generosidad con sus discípulos potenciales. Esas obras y esos autores los ha ido tratando a lo largo del tiempo y, precisamente, a lo largo de los años los ha ido analizando hasta componer un pequeño edén con sus escritores predilectos. La verdad de las mentiras –el libro de prólogos que Vargas Llosa firmó a finales de los años ochenta y luego reeditado y comentado en Ojos de Papel— también puede y debe leerse así: como el del ejercicio analítico del novelista, como las confesiones del escritor cuando revela los ejemplos en que se inspira, como las inquisiciones y los tanteos del lector en busca de interlocutor.

En ese cielo literario faltaba otro ángel tutelar al que dedicarle un volumen, un caso local y universal a la vez, un guía. Es el de Juan Carlos Onetti (1909-1994), un maestro de la generación anterior, un novelista de Montevideo que se abrió al mundo, atento a los logros de la ficción contemporánea. Ahora, cuando se cumplen cien años de su nacimiento, Mario Vargas Llosa le dedica una obra que resume toda su trayectoria, que sintetiza toda su preocupación creadora: de manera explícita, la del escritor uruguayo; de manera implícita, la del propio autor hispano-peruano.

La vida no nos consuela ni nos repara. Somos desecho y finitud, en efecto, y nuestra desaparición carecerá de épica: moriremos como escombros oxidados, como los restos de aquel astillero que Juan Carlos Onetti concibió para una novela homónima: El astillero (1961)

Imaginemos a Juan Carlos Onetti según imagen muy común, la del escritor en su exilio madrileño, ya en la última etapa de su vida: Onetti recostado en una cama, extraño y con desgana (o con desgano, según el americanismo tan frecuente). Como tantos de sus personajes, al novelista lo recordamos remiso, impasible, desaliñado, con un whisky cercano: rodeado de sábanas, ajeno al mundo, quizá incapaz de resolver eficazmente lo común; distante, sumido en una ensoñación compensadora, fantaseando con algo que no existe, oponiendo resistencia a la vida gris, ordinaria e insólita a un tiempo. O quizá lo imaginamos como él pensó a William Faulkner: “capacitado para ver vivir y mantenerse, a la vez, fuera de los hechos”, con una cualidad fantasmal que “si los lectores meditan podrán atribuir”, dice Onetti, “a los personajes más importantes de su obra y a sus mismas peripecias”. Eso es lo que le leo en uno de sus textos, en uno de los que forman las Confesiones de un lector, que se editaron póstumamente en Alfaguara (1995).

Cuando hablo de cualidad fantasmal no me refiero, claro, a la sábana previsible con la que se cubre el espectro, sino al lecho como espacio de desaparición, de reclusión y también de observación. Oponiendo resistencia a la vida gris, ordinaria e insólita a un tiempo, decía más arriba. En efecto, lo ordinario es la cama: el dominio de lo cotidiano y el lugar de los sueños, el ámbito de lo onírico. El lecho es la renuncia operativa, la resistencia al estado de vigilia, pero es también el espacio de nuestros deseos, de nuestras frustraciones. Las pesadillas y los sueños son materia de Onetti, pesadillas y sueños bien reales de individuos urbanos, ajetreados y limitados, personajes de interior, podríamos decir. Igualmente, en la cama la persona está en duermevela, en esa fase imprecisa del día en que no nos hemos incorporado a la realidad, mezclando lo soñado con lo vivido, lo deseado o lo temido con lo sabido. El primer gran personaje de Onetti, Juan María Brausen de La vida breve (1950), empieza a componer un mundo distinto, a juntar lo real y lo ficticio en la cama, precisamente en la cama, semidespierto, aturdido. Allí, tumbado, lamenta el ultraje que la vida le ha infligido: su querida Gertrudis se ha sometido a la extirpación de una mama. Allí, distante, escucha conversaciones ajenas, vecinas, las palabras de la prostituta Queca, situaciones que no ve pero sobre las que conjetura e interviene. Allí, fantasioso, comienza a edificar una ciudad de ficción hecha con restos diurnos y con sueños nocturnos, una realidad alternativa llamada Santa María y habitada, entre otros, por el doctor Díaz Grey.

Vargas Llosa rastrea a Onetti en sus obras, indaga en su biografía, examina sus maestros (James Joyce, Louis-Ferdinand Céline, William Faulkner, etcétera). Pero también nos muestra sus disfraces, las máscaras que el narrador uruguayo emplea para tratar del hombre moderno, de su derrota y de sus tímidas rebeldías, de la anomia y de la fatalidad, del desconcierto y del cinismo, de los esfuerzos que fracasan. La vida no nos consuela ni nos repara. Somos desecho y finitud, en efecto, y nuestra desaparición carecerá de épica: moriremos como escombros oxidados, como los restos de aquel astillero que Juan Carlos Onetti concibió para una novela homónima: El astillero (1961). Ya lo dije tiempo atrás cuando la glosaba. Permítaseme reproducirlo ahora: “La vida es absurda, escandalosamente corta y absurda; la vida nos limita y niega una tras otra las esperanzas que ideamos y con las que nos estimulamos. Las empresas más enérgicas y obstinadas en las que nos empeñamos están condenadas al fracaso: bien por la estupidez en la que incurrimos irreparablemente, bien por la fatalidad absurda que nos cercena. Hasta los trabajos más respetables, hasta las vidas más acomodadas, hasta las existencias menos temerarias, aquellas con las que claudicamos para mejor adaptarnos o integrarnos, son siempre una ruina previsible, el fin ocioso que a todos aguarda”.

Vargas Llosa sigue en plena forma aunque sólo sea para contarnos lo mismo con historias parecidas, con historias que remiten frecuentemente a un muchachito que debió crecer sin padre o sin la referencia masculina. Historias de varones huérfanos que buscan interlocutor: que buscan al padre perdido o al padre severo y decepcionante

Por eso necesitamos la ficción. Así, si leemos La vida breve, descubrimos, según había subrayado Vargas Llosa en sus Cartas a un joven novelista, “que el verdadero tema de la novela no es la historia del publicista Brausen, sino algo más vasto y compartido por la experiencia humana: el recurso a la fantasía, a la ficción, para enriquecer la vida de las gentes y la manera en que las ficciones que la mete fabula se sirven, como materiales de trabajo, de las menudas experiencias de la vida cotidiana. La ficciones no es la vida vivida, sino otra vida, fantaseada con los materiales que aquélla le suministra y sin la cual la vida verdadera sería más sórdida y pobre de lo que es”.

El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti desarrolla, completa y documenta esa impresión temprana en poco más de doscientas páginas. ¿Algo objetable en dicha operación? La impresión que los lectores pueden tener cuando se acercan a esta obra de Vargas Llosa es que el esquema teórico y analítico ya estaba armado mucho tiempo atrás: en los años sesenta, en los años setenta, en aquel ensayo que el escritor hispano-peruano dedicó a García Márquez y en aquellos otros que vinieron después (Gustave Flaubert, Victor Hugo, etcétera). Los lectores que le han seguido han de reconocerle genio, una cualidad especial para sumar algunas obras memorables. Y ha de reconocerle también oficio, una capacidad particular para escribir con disciplina novelas y ensayos que no añaden gran novedad a lo que ya había logrado. Ésa era la impresión, por ejemplo, que me causó Travesuras de la niña mala (2006): la del didactismo, la de la repetición.

Pero qué digo: bendita repetición. Vargas Llosa sigue en plena forma aunque sólo sea para contarnos lo mismo con historias parecidas, con historias que remiten frecuentemente a un muchachito que debió crecer sin padre o sin la referencia masculina. Historias de varones huérfanos que buscan interlocutor: que buscan al padre perdido o al padre severo y decepcionante (La ciudad y los perros, 1963; Conversación en La Catedral, 1969). Algo semejante sucede con el ensayista. El lector llamado Mario Vargas Llosa regresa para mostrarnos nuevamente quiénes fueron sus idolatrados escritores, sus guías juveniles: como ese posible Onetti, que aprendió a novelar al tiempo que aprendía a mentir.
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