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Bruce Bégout: Lugar común. El motel americano (Anagrama, 2008)

Bruce Bégout: Lugar común. El motel americano (Anagrama, 2008)

    TÍTULO
Lugar común. El motel americano

    AUTOR
Bruce Bégout

    EDITORIAL
Anagrama

    GÉNERO
Ensayo

    TRADUCCCION
Albert Galvany

    OTROS DATOS
Barcelona, 2008. 192 páginas. 15 €




Reseñas de libros/No ficción
Bruce Bégout: Lugar común. El motel americano (Anagrama, 2008)
Por Justo Serna, lunes, 2 de junio de 2008
Bruce Bégout (1967) es un filósofo francés que se ocupa de la sociedad, de lo concreto, de lo pequeño, de aquello que siendo menor o irrelevante es a la vez genérico y constitutivo. Se ocupa también de lo cercano y de lo insólito, de aquello que siendo distante es a la vez extrañamente próximo, reconocible. Y, para ello, nada mejor que Norteamérica, ese espejo deformado en el que los franceses se miran con interés y aprensión desde hace un par de siglos. Como un nuevo Alexis de Tocqueville, Bégout observa los Estados Unidos con la actitud crítica, entre admirada y atenta, del recién llegado. Pero, a la vez, contempla Norteamérica como un lector instruido, como un viejo espectador de cine, como aquel que habiendo visto muchas películas se ha familiarizado con hábitos, costumbres y valores de aquel país. Y sí, en efecto: analiza los Estados Unidos para agrandar con su lente de aumento cosas que en Europa se nos antojan extrañas y corrientes a la vez. Al mirar como un antropólogo, como un sociólogo, como un filósofo…, en fin, distingue objetos que son aparentemente monstruosos, hechos a los que nos hemos habituado, realidades que creemos conocer a partir de mil y una referencias literarias o cinematográficas.
Bégout es un pensador de origen fenomenológico, discípulo remoto de Edmund Husserl (1859-1838). Como el maestro al que sólo pudo leer, Bégout se ha interesado por el mundo de la vida, por ese trasfondo de convenciones, de creencias, de valoraciones, de prácticas que constituyen los marcos o contextos de nuestra experiencia, esos códigos que condicionan el sentido de lo que vemos. O, como dice en una de sus páginas, intentemos conocer lo que deseamos, lo que nos inquieta o lo que nos angustia analizando lo que parece secundario. No lo es: todo, por pequeño que sea, es una vía de acceso a una cultura y, por ende, a aquellas otras que se inspiran en ella. Hay que estudiar los fenómenos menores, los lugares comunes, los tópicos: “los hechos más nimios y más comunes que, en su superficie reflectante y por ello cegadora, dibujan, para quien no se deja deslumbrar o adormecer, figuras significantes”. Como Husserl, el filósofo francés se ha ocupado de la fenomenología de nuestra experiencia, de las percepciones e intuiciones con que enfrentamos lo que nos rodea, tan americanizada desde tiempo atrás. Entre otras obras ha escrito Lugar común. El motel americano y Zerópolis, dedicada a Las Vegas. ¿El motel? ¿Y qué tiene que ver ese hotel de carretera con nosotros, con las percepciones e intuiciones que nos son próximas?

Bégout es consciente de que, después de la americanización del mundo, ya nada puede pensarse sin tomar lo estadounidense como el centro cultural sobre el que se edifican nuestras vidas. Y así, por ejemplo, la elección del motel es decisiva. Piénsenlo bien. El motel no es algo extraño, ajeno o distante. Es un espejo deformado de nuestras propias circunstancias; es un reflejo transfigurado e imprevisto de lo que nuestras vidas son o se van convirtiendo. “La elección del motel americano se explica, pues, por el hecho de que hace posible ese desvelamiento de las determinaciones comunes de la vida urbana contemporánea: marginalidad, pobreza, uniformidad, movilidad, estandarización, desocialización, despersonalización, desconfianza, anonimato”. No se trata de hacer metáfora con una parte minúscula del mundo, sino de observar el motel como el espacio simple, incluso transparente, de ciertas relaciones humanas, presentes allí y en tantos otros lugares: el motel como el reino de lo precario, de la inconsistencia, rasgos de hoy; el motel como provisional punto de anclaje en la huida del nómada contemporáneo. La reflexión filosófica de Bégout alcanza momentos de excelencia analítica verdaderamente deslumbrante. Cine y antropología, literatura y sociología, cultura y experiencia directa (¿podemos hablar de experiencia directa en un fenomenólogo?): el ensayista francés recorre con sabiduría un territorio en parte real, en parte fantaseado.
 
Hay instantes que no se olvidan, fotogramas que, en efecto, persisten: ya nadie se asea igual después de la secuencia de la ducha en aquel motel regentado por Norman Bates (Psicosis, 1960). Una tras otras sus imágenes son una representación de lo que en un motel o en… la vida te puede pasar: la huida, la soledad, el aislamiento, el anonimato, la muerte; aquello que nos sucede, más o menos, a todos
 
Hemos visto mucho cine, hemos leído mucha literatura o, al menos, hemos absorbido claves y referencias múltiples tomándolas de un depósito de imágenes casi infinito. ¿Infinito? Las imágenes de Hollywood han multiplicado hasta el vértigo el número de los fotogramas disponibles. Hay instantes que no se olvidan, fotogramas que, en efecto, persisten: ya nadie se asea igual después de la secuencia de la ducha en aquel motel regentado por Norman Bates (Psicosis, 1960). Una tras otras sus imágenes son una representación de lo que en un motel o en… la vida te puede pasar: la huida, la soledad, el aislamiento, el anonimato, la muerte; aquello que nos sucede, más o menos, a todos, aquello que es la existencia ignorada de millones de personas, condenadas a que nadie las recuerde. Son mil, que digo mil, miles y miles de fotogramas, instantes de una película que forma parte de nuestras vidas sin habernos hospedado jamás en Bates Motel. Pero el Bates Motel aún tiene vida para nosotros.

Las cosas que nos circundan no son sólo objetos inertes de que nos servimos instrumentalmente. ¿Tienen alma? Por supuesto que no: carecen de intenciones, de percepciones, de sentimientos, de reflexiones. Al menos de momento. Que no tengan no significa, por supuesto, que los literatos o los cineastas no hayan dejado de fantasear con esa posibilidad. ¿Recuerdan Christine, aquella película de John Carpenter? El film no era gran cosa, pero tenía su atractivo perverso: un coche adoptaba decisiones propias con grave riesgo de sus propietarios. ¿Un automóvil? Pese a lo que pueda parecer, que soñemos con coches que se comportan como humanos no parece muy sorprendente: seguramente porque a nuestra imaginación le resulta fácil fantasear con trastos meramente funcionales que cobran vida. Parece previsible aplicar el animismo sobre dichos objetos. ¿Cuántas veces no habremos tenido la sensación de que las cosas que nos rodean disponen de automatismos que se ponen en funcionamiento por voluntad propia? Nuestro desconocimiento de la tecnología cotidiana hace que nos abandonemos a estas ensoñaciones.
 
Pero, si lo pensamos bien, no han sido los objetos móviles el único fermento fantasioso del animismo. Son principalmente los lugares –grutas, casas u otras construcciones arquitectónicas-- aquello a lo que se le atribuye vida o aquello en lo que ocurrió algún hecho sobrenatural. Para las confesiones religiosas, éstos son centros de peregrinación, espacios en donde se obraron determinados milagros: si se peregrina es por recordar ese portento, pero también por esperar un nuevo prodigio, por beneficiarse uno mismo. Peregrinación: “los emigrantes o, como ellos se llamaban a sí mismos, los peregrinos (pilgrims)”, decía Tocqueville, “buscaron una tierra tan bárbara y abandonada del mundo que les permitiese vivir en ella a su manera y orar a Dios en libertad”, un desierto inacabable a través del que avanzar haciendo realidad un milagro europeo. Esperaban que allí se obrase un nuevo prodigio sublunar, una utopía humana basada en la comunidad y el individuo.
 
Bégout dedica páginas y páginas a perfilar la efigie del nómada contemporáneo, habitante ocasional de los moteles y emblema de nuestro yo en la modernidad tardía. No nos conocemos ni tampoco queremos cargar con compromisos gravosos
 
Pero no nos perdamos en el desierto de lo real, no nos desviemos. Regresemos a lo habitado y a lo sobrenatural. También las casas… encantadas son un recurso habitual de la imaginación humana (o de la falta de imaginación humana), de la tradición popular, de los cuentos de hadas: viviendas rodeadas de un aura especial, sitios en los que algo sucedió y que, tiempo después, se repite para incomodo de los vivos, de los contemporáneos, de los nuevos moradores. En las Ghost Stories hay siempre fantasmas juguetones o perversos, rincones de dimensiones ocultas. O en los relatos de H. P. Lovecraft hay siempre una morada ruinosa, un pasado aciago que vuelve: un linaje maldito de Nueva Inglaterra que no se extinguió, unos pioneros que perversamente se aparearon con nativos o con razas inferiores para producir mestizos, una pena por la que aún deberá pagarse. Estamos ya habituados a esto: a los fantasmas que pueblan habitaciones, que moran en lujosas mansiones condenadas. Como estamos igualmente acostumbrados a espíritus que se hospedan en hoteles durante décadas o siglos. Hoteles, en efecto.

Hasta lo menos portentoso que se nos pueda ocurrir ha sido objeto de recreación fantasiosa: residencias que tienen algo inaprensible y maligno, hoteles efectivamente malditos en los que pernoctaron transeúntes también condenados. ¿Recuerdan el Overlook Hotel, el de El resplandor (1980), de Stanley Kubrick? Aquel lujoso albergue de montaña no era sólo el lugar que acogió al escritor norteamericano Jack Torrance y a su familia. Desde luego era algo físico, fijado en el espacio: era, además, un bucle en el tiempo o, si prefieren, un momento indeterminado, sin contexto. Encarnado por Jack Nicholson, Torrance era un escritor irritable, un autor en plena sequía creativa, alguien que esperaba aislarse en un hotel vacío para recobrarse a sí mismo y, sobre todo, para hallar sus fuentes de inspiración. Nada mejor, pensó, que un lugar despojado de cualquier vivencia actual o de cualquier presencia humana. No lo logró, claro: entre otras cosas, porque ciertos hogares parecen cargar con el alma de sus antiguos moradores, con las culpas de sus antiguos habitantes o porque los contemporáneos reproducen, sin saberlo, las condiciones de los primeros hospedados. Hay simetrías imprevistas o, si prefieren, hay repeticiones: no conseguimos desembarazarnos de un pasado en el que, quizá, ya pudimos estar… Torrance había equivocado el hotel. Su decisión había sido errónea. En efecto, si lo que pretendía era aislarse no era recomendable instalarse en un albergue tradicional, un lugar de los años veinte en donde ya se habían dado situaciones extrañas: un hotel con fotografías de otros tiempos, con testimonios gráficos, visuales, con muebles recios, bruñidos. Lo que debería haber hecho es acudir a un motel de carretera, el lugar sin alma, sin pasado, sin referencias, despojado de toda nostalgia.

Bégout cita numerosos testimonios literarios y cinematográficos: Nabokov, Hitchcock, Pynchon, entre otros. Raramente, no cita El resplandor. Lo que a Torrance le deteriora ese hotel equivocado. Quizá un motel pudo haberle salvado. Su precariedad arquitectónica, su mera funcionalidad, su aislamiento periférico, su desterritorialización anodina, su condición fronteriza: todo evita el arraigo y la sorpresa, la adhesión y el afecto, el pasado y los anclajes; todo facilita la huida, la vida anónima y clandestina, condición ideal para ese transeúnte que es el escritor. Bégout dedica páginas y páginas a perfilar la efigie del nómada contemporáneo, habitante ocasional de los moteles y emblema de nuestro yo en la modernidad tardía. No nos conocemos ni tampoco queremos cargar con compromisos gravosos.
 
Creemos posible hacernos un porvenir ordenado y previsible y de repente descubrimos que todo propósito sólo es una prerrogativa accidental o una parca casualidad. Todas aquellas cosas que nos importan, como la paternidad, el amor, la amistad, tardan en conseguirse y, una vez alcanzadas, se disipan tarde o temprano, de repente o lentamente. Ignoramos qué nos espera y ese dato banal cobra una fatalidad dramática y retrospectiva, una premonición que luego vemos en el pasado más inmediato
 
Como advierte Bégout, allí, en el motel, nadie conoce a nadie y ésa es una de sus ventajas y horrores. Quizá fuera bueno que aún conserváramos “un mundo de cosas menos incoloras, desvaídas y unilaterales que los centros comerciales, los moteles de franquicia y las zonas industriales”. Quizá fuera bueno confiar aún y “sin prejuicios en una constitución comunitaria del sentido”. Pero el motel, que tanto le inspira para radiografiar las relaciones impersonales de nuestro tiempo, no es sólo el lugar común de la Nada: es un primer espacio de la libertad incodicionada. Su naturaleza, pues, es ambivalente. Puedes inscribirte sin demasiadas precisiones, no estás obligado a mantener contactos con los presentes, no hay un hall que te obligue a establecer relaciones. El motel parece estar ideado para evitar novedades, es decir, lo común de nuestras vidas: nuestros familiares sorprendentes, nuestros afectos cambiantes, nuestras responsabilidades nuevas. La vida es una experiencia que te cambia con esas sorpresas de las que a veces queremos protegernos.

Crees conocer a una persona y de repente te decepciona o te maravilla con un giro inesperado. Nos levantamos cada día pensando que hoy es ayer, que todo seguirá igual y súbitamente el pequeño destino cambia: el significado que debes dar a las cosas, el sentido con que te conduces. Creemos posible hacernos un porvenir ordenado y previsible y de repente descubrimos que todo propósito sólo es una prerrogativa accidental o una parca casualidad. Todas aquellas cosas que nos importan, como la paternidad, el amor, la amistad, tardan en conseguirse y, una vez alcanzadas, se disipan tarde o temprano, de repente o lentamente. Ignoramos qué nos espera y ese dato banal cobra una fatalidad dramática y retrospectiva, una premonición que luego vemos en el pasado más inmediato. No hay cansancio posible en las relaciones humanas, no hay automatismo ni duplicación; hay siempre sorpresa, novedad. A pesar de lo que queremos creer, la identidad del hijo, del camarada o del que creemos nuevo amigo no lo conocemos, ni su rostro ni sus pliegues internos. No hay nada dado de antemano, no hay amistad asegurada, hay riesgo y hay fantasmas que emergen, que se desbordan y que muestran rencores o afectos, emociones que no sospechábamos.

El motel, el motel de Bégout, frena la irrupción de la vida, de esa vida que tantas veces nos desarbola. Pero es también el triunfo del individuo frente al arraigo que lo ata, frente a la muerte de lo ordinario. Raramente, el filósofo francés no cita al nómada E. M. Cioran que, aunque no vivió en moteles, siempre prefirió el desarraigo, al modo de ese transeúnte que tan bien se describe en Lugar común. De hecho, Cioran parece la quintaesencia del personaje trazado por Bégout: aquel que vive en hoteles, que se sirve de las pequeñas cosas de la vida sin darles la trascendencia grave y esencial de las que carecen; aquel que observa a distancia y con algo de ironía su propio fracaso, que en eso consiste vivir, un vivir ajeno, anónimo, sin arraigo. Los afectos que irrumpen quizá nos salven temporalmente pero, a la vez, son la causa de nuestra disolución inevitable. Eso parece pensar el nómada contemporáneo: esos afectos son peligrosos, son invasivos, hasta el punto de destruir los espacios de supervivencia que creíamos nuestra protección y defensa. De ahí la huida, el motel.
 
Vivir juntos es también compartir muebles que siempre se quedan cortos, metros que siempre resultan escasos, un espacio de relaciones afectivas en las que estamos bajo la supervisión del otro, de los otros. Si los habitantes de la casa tienen sentimientos destructivos o locuras contagiosas, esa convivencia los desarbolará
 
Pensaba en estas cosas, en los moteles de Bégout, y de repente recuerdo una película española: Vete de mí (2006), de Víctor García León. Interpretada por Juan Diego y Juan Diego Botto. Pemítanme esta digresión: Bégout es muy dado a ellas. La historia que se cuenta en esta película es la de un derrumbe, la de un actor ya viejo, Santiago, que sobrevivía felizmente representando vodeviles en teatros de segunda, piezas dramáticas de salón, para un público poco exigente, quizá adocenado. Su existencia no es envidiable, pues muchos de sus sueños se han evaporado o han sido desmentidos por la realidad tozuda. Pero, a pesar de todo, ha conseguido rehacer su biografía después de un primer matrimonio: vive en un pequeño apartamento, un cubículo, con una mujer más joven a la que quiere y con la que comparte el trabajo. Cree estar ya a salvo de todo. En efecto, su enamorada representa un papelito en ese vodevil: poca cosa... Todo empieza a hundirse el día en que en casa de Santiago aparece el hijo que tuvo de su primer matrimonio: es un joven de treinta años, un soltero ya mayor (aunque de aspecto aniñado) que dice haberse ido de casa de su madre. Por haberse enemistado con ella pide auxilio al padre para pasar allí, en el apartamento, sólo unos días. De casa en casa: en realidad, lo que él también necesitaba era un motel...

Esos pocos días de estancia se alargan, los suficientes como para que el progenitor descubra cómo es o cómo cree que es su hijo. Es un nómada exacto, sin arraigo: un transeúnte sentimental del que hay que protegerse. No tiene oficio ni beneficio: dice haber empezado mil carreras y dice haber trabajado de esto y de aquello; de nada, en fin. Pero sabe ser atractivo, seductor: fascina a las mujeres e irrita al padre. Por su simpatía, por su entusiasmo, todo parece que se le perdona, pero su actitud es destructiva y eso el espectador lo ve: parece que con lo que dice sabe manipular a los demás, palparles la parte más frágil o más débil o más necesitada de cariño. A los espectadores puede hacérsenos detestable, justamente porque estamos viendo cómo empieza la destrucción del padre, un derrumbe que es autodestrucción. ¿Por qué razón? Porque la simple convivencia de ambos remueve un interior amansado o remansado. Otra vez: ¿dónde hay un motel cercano...?

Durante esos días, el hijo hará preguntas acerca del pasado, pero sobre todo hará que el interlocutor –el padre– se plantee interrogantes sobre la existencia ordenada que cree disfrutar o sobre el determinismo cobarde con el que parece haber aceptado sus derrotas y renuncias. Con amargura, el viejo distingue lo que no quería ver: su propia mediocridad, que durante tanto tiempo tapó creyéndose mejor de lo que era… Ahora bien, el hijo no se va, no se aleja, queda allí también adherido a esa mediocridad demolida de su padre, sin nada que ofrecer, compartiendo la soledad y disputándole unos tallarines fríos. No hay más, no hay nada. El padre ha vivido su existencia protegiéndose con respuestas falsas y reparadoras, defensas contra su propia decepción, con frases hechas, con esquematismos, con soluciones triviales.
 
Bégout recrea el sentimiento de frontera norteamericano, que es ya el sentimiento transeúnte de cada uno de nosotros. La sociedad se ha configurado de modo descentrado y muchos de los anclajes que tenemos son ahora provisionales. “Todo lo que es sólido se desvanece”, dice Bégout citando indirectamente a Marx. La propia existencia es un chiripa que dura poco
 
Pero sobre todo ese viejo ha alcanzado la tercera edad creyéndose una fábula conspirativa: si no ha podido llegar a más ha sido por culpa de los restantes o del teatro, de esa profesión en retroceso que, además, no lo ha reconocido. El hijo también queda derribado por su propia miseria, por su desidia, pero sobre todo por sus quimeras de excelencia: como cree ser alguien destinado a cumplir altas metas no puede conformarse con lo cotidiano, con un trabajo regular y con una felicidad ordinaria. La solución de ambos, desde luego, era no haberse encontrado (o, mejor, reencontrado), no haber compartido espacio o residencia. Vivir juntos es costoso y obliga a componer un lugar común y a aceptar convenciones que a todos obligan. Vivir juntos es también compartir muebles que siempre se quedan cortos, metros que siempre resultan escasos, un espacio de relaciones afectivas en las que estamos bajo la supervisión del otro, de los otros. Si los habitantes de la casa tienen sentimientos destructivos o locuras contagiosas –si me permiten la expresión--, esa convivencia los desarbolará: es precisamente lo que sucedía con Jack Torrance y su familia, en El resplandor. Residían temporalmente en un hotel vacío pero habían transportado hasta allí el espacio común de la familia.

Por su parte, en Vete de mí, el hijo, encarnado por Juan Diego Botto, ha regresado a casa del padre, Juan Diego: la casa del padre es una metáfora de lo que nos une y de lo que a la vez siempre está a punto de destruirnos. La experiencia de ambos es desastrosa por lo que remueve, por lo que agita: los lugares tienen el poder de afectarnos y ese pequeño apartamento repleto de referencias paternas es un sitio inhóspito, igualmente destructivo. No tiene metros suficientes para albergar dos conciencias incompatibles. Pero, si nos fijamos bien, tampoco el gigantesco Overlook Hotel era espacio suficiente para Torrance y familia, para la conciencia torturada, fracasada, de Torrance, que necesitaba soledad, anonimato: propiamente la habitación de un motel para él solo, para auparse o hundirse él solo. Por eso, quizá, la salida menos destructiva para el personaje de Nicholson podría haber sido la de abandonar, la de romper esos lazos con los que carga, vivir cada uno bajo distinto techo, encerrados cada uno también entre paredes distintas. Dejar de hablar entre ellos, no hurgar en las heridas. Había tiempo para frenar aquello, para huir, para marchar de motel en motel sin afectos, sin sentimientos.

Bégout recrea el sentimiento de frontera norteamericano, que es ya el sentimiento transeúnte de cada uno de nosotros. La sociedad se ha configurado de modo descentrado y muchos de los anclajes que tenemos son ahora provisionales. “Todo lo que es sólido se desvanece”, dice Bégout citando indirectamente a Marx. La propia existencia es un chiripa que dura poco. Hay personas –esos transeúntes vocacionales-- que se proponen reemprender y reelaborar cada mañana una estabilidad ocasional, sin atender a compromisos pretéritos. O, como dice expresamente Bégout, “el motel nos deja entrever la esencia de la sociedad en vigor: la preciariedad de las relaciones, la debilidad del fundamento. Contactos breves, periódicos, que no comprometen a nada pero que pueden renovarse en el instante sin despertar de inmediato una sensación de obligación mutua”. Una sensación de obligación mutua: justamente, lo que constituye las relaciones primarias que hacen la sociedad, que facilitan la “constitución comunitaria del sentido”; pero precisamente también unas relaciones que los personajes de El resplandor o Vete de mí deberían haber evitado.
 
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