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Iñaki Ezkerra: A tu lado en Islandia (Huerga y Fierro Editores, 2007)

Iñaki Ezkerra: A tu lado en Islandia (Huerga y Fierro Editores, 2007)

    NOMBRE
Iñaki Ezquerra

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Bilbao, 1957

    CURRICULUM
Ha escrito poesía, novela y ensayo y colabora en la prensa. Actualmente publica sus columnas en los diarios La Razón y El Correo



Iñaki Ezkerra

Iñaki Ezkerra


Creación/Creación
A tu lado en Islandia
Por Iñaki Ezkerra, lunes, 2 de junio de 2008
Como escritor Iñaki Ezkerra ha desarrollado todos los géneros: novela El Zumbido (Premio Pío Baroja del Gobierno Vasco 1993); cuentos La caída del caserio Usher (1991), así como también el ensayo Marginalias (1996); Estado de Excepción (2001); ETA pro nobis(2002) y Sabino Arana o la sentimentalidad totalitaria (2003). No obstante, lo que mejor le define es su labor como poeta, que inició con Mítica (1978), seguido de La ciudad de la memoria (Premio Alonso Ercilla de Poesía del Gobierno Vasco 1984), Museo de reproducciones (Premio Alonso Ercilla de Poesía 1991), Casi anónima sonríes (1996) y Otra ribera (1998).

LOS POEMAS DE EL VIGILANTE


EL VIGILANTE I

Quizá el alcohol
o la onírica lógica de la madrugada,
la oscuridad maligna de aquel pub mitológico
que todos frecuentábamos,
la neurosis que allí imponía el jazz.
No sé quién o qué le otorgaría ese papel
de obsceno Vigilante presto a fiscalizar
los besos, las caricias, las sonrisa alelada
que ella me dedicaba o le dedicaba yo,
las miradas de entrega que ambos nos dirigíamos,
y las que planeábamos
o sólo recordábamos
e incluso aquellas otras que ambos nos conteníamos,
aquella ilusión limpia que él envilecía
con levantar su acta notarial en la sombra.

No sé quién le nombró El Vigilante ni qué.
Quizá los focos del local, que abolían
toda neutralidad en la mirada,
todo espacio entre los cuerpos,
para sustituirlo por auras de culpa, celos, fiebre,
dolor esencial e infierno humano,
como un lienzo de Munch.
Quizá la reverencia rencorosa y cínica
de alguno de aquellos camareros espectrales.
Quizá mi propia edad e inexperiencia.
O que ciertamente era un viejo y fiel amigo
de ella y de su cónyuge ausente.


EL VIGILANTE II

Desafiar al Vigilante me estimulaba, lo confieso.
Mirar a su protegida con una ternura súbita
que a él le debía de parecer intolerable,
proponerle bailar, llevarla por las zonas
más sombrías de aquel antro decadente
donde en otras noches reinaba otro orden
para que él nos siguiera con sus pupilas afiebradas,
sus trajes exiliados de una boda conclusa,
tropezando con las parejas y con los camareros
como el detective que intenta entre la multitud
detener el inminente asesinato.

Qué terrores, qué culpas enterradas
de la infancia, qué delitos mitológicos,
qué inconfesos pecados lograba endilgarme
la sola mirada de escándalo
y de horror y de vergüenza
de aquel tipo entrañable.
Miraba a nuestra historia de amor El Vigilante
como a un incesto, como se mira a una escena
de necrofagia o estupro. Miraba de tal modo
a los catorce años que su amiga me llevaba
que no sé cómo ella misma no se dio por ofendida
en lugar de solicitar su complicidad y su silencio
para la aberración de sucumbir a mis brazos.

Nunca llegué a saber si la vigilaba a ella
o a mí. Y en esas ambigüedades
siniestras residían sus poderes difusos,
su papel de extravagante chambelán de una corte
que resplandecía sólo en la madrugada negra
y se esfumaba en la luz tibia e inaugural;
que elevaba a mi amante a la categoría
de majestad de los neones y tugurios
y a la vez la humillaba condenando su exceso.

Retarle me estimulaba, sí, pero en el luego
venían de golpe todos los remordimientos juntos.
Yo no sé con qué edipos y electras ya luchábamos
en la azulada hora de escapar en los taxis.
Leopoldina, el edén y la insania de sus besos,
las maldiciones, las leyes,
los tabús que ambos habíamos
quebrantado de toda la civilización
se cernían en la pesadilla ebria
y en la realidad aflorando como una gran resaca.
¡Pero Dios mío, qué he hecho! ¡Qué es lo que he
[hecho!
¿Podrá alguna vez El Vigilante perdonarme?


EL VIGILANTE III

A veces El Vigilante me daba lecciones
de cómo debía tratar a Leopoldina.
No haberla conocido, como él, a sus veinte años
era ya una irrefutable demostración
de inmadurez y de que no la merecía.

Todo lo que no sabía de ella
era una prueba contra mí,
torpeza y signo de mi gran inexperiencia,
algo de lo que yo era responsable
y debía arrepentirme.
Todo el amor y la ilusión y el ansia
que en mí aquel solo nombre convocaban
podrían ser utilizados en mi contra
como les ocurría en las películas
a los detenidos del FBI.
Y mientras mi sentencia se iba dibujando
en gruesos expedientes con rigor vedados
a mi mirada ingenua y limpia
yo babeaba esas sílabas borracho por los bares,
las calles recién regadas, los garitos.
Leopoldina: el nombre que se enredaba
con los hierros de las puertas modernistas
y la piedra ondulada, blanda, orgánica
de La Pedrera y del Parque Güell.

¡Sería hijo de puta El Vigilante,
que llamaba inmadurez a no haberla
conocido a su edad!


EL VIGILANTE IV

A veces El Vigilante me daba bola
y se concedía un descanso
en su papel de amigo fiel del marido,
de confidente que conocía sus debilidades de ella
y tenía que protegerla de sí misma,
hacer de socorrista incondicional,
de guardaespaldas,
de Primer Ministro de su majestad la Reina
por una suerte de juramento que sólo él se había
[impuesto.

A veces actuaba ante una mirada mía lánguida,
ante una confidencia
bochornosa a la que yo me atrevía
como si me la perdonara por esa vez
y no me lo apuntara en si libreta,
como dando a entender
con una chusca complicidad masculina
que no coincidía con su estilo afeminado y sectario
que aquellos besos corrían de su cuenta.

Y esa permisividad para conmigo,
sin duda interesada, denotaba la falta
de categoría humana y de razón de El Vigilante,
su abyección,
su capacidad para dejarse sobornar,
que lo atormentaba y de la que se vengaba en mí,
sus mala conciencia que afloraba
en su virulencia repentina y alcohólica.

Yo era más joven que El Vigilante.
Me llevaba diez años.
Diez años más que su mirada fiebrada de borracho
[eterno,
de centinela que se duerme.
A veces a El vigilante había que llevarle a su casa
en un taxi.
Y entonces nos quedábamos solos
y empezaba la angustia.


EL VIGILANTE V

Habían pasado quince años desde aquello
y El Vigilante ya sólo era un hombre acabado,
la sombra de lo que creyó ser.
Lo vi bajo los focos ambarinos
e igualmente demoníacos de otro decadente bar
diferente de aquel del que lo habían desahuciado
por dictamen del tiempo y de los mitos.

Encontré a El vigilante, gordo, hinchado, calvo,
desesperado en su orgía de letras de salsa repetidas,
de vasos de tubo con un vaho recalentado
y con un prologado culín de tedioso whisky
en el que se reflejaba su cansancio, su hastío,
su inquina hacia el mundo y las vidas de los otros,
la alopecia o una sonrisa rencorosa y fea.

Dos palabras, su modo de apoyarse en la barra,
sirvieron para darme noticia de su exilio,
de que había perdido el favor de Leopoldina
como un cortesano desgraciado
perdiera la protección de su emperatriz.
Estaba acabado, sí, pero en sus ruinas
El Vigilante seguía retorciéndose y odiando
mi respiración o mi modo de nombrarla
como odiara años antes
la turbación, el ansia, la arrogancia jóvenes
o la dicha inexperta con las que yo la amé.

De nuevo noté el rencor de El vigilante,
su afán de recuperar aquel infame dominio
que tuvo sobre mí o mi situación precaria.
De nuevo noté su improcedente rabia
y su babosidad
en el aliento como en la voz que me acercó al oído,
orquestadas por un agua de cisterna
en unos urinarios
–“¿Sigues enamorado de Leopoldina?”–
mientras meábamos juntos.


Nota de la Redacción: agradecemos al autor, Iñaki Ezquerra, y a la empresa editora su gentileza por haber permitido la publicación de esta selección de poemas del libro, A tu lado en Islandia (Huerga y Fierro Editores, 2007).

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