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D. H. Lawrence: Cerdeña y el mar (Alhena Media, 2008)

D. H. Lawrence: Cerdeña y el mar (Alhena Media, 2008)

    NOMBRE
David Herbert Lawrence

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Eastwood (Inglaterra), 1885- Vence (Francia), 1930

    CURRICULUM
Profesor en Nottingham University College. Vivió en Italia, Sri Lanka, Australia, Nuevo México y México con su esposa Frieda Weekley. Su obra más conocida es El amante de lady Chatterley (1928). De producción artística diversa, abarca géneros como el ensayo, la novela, el teatro, la poesía, la traducción, la pintura o la literatura de viajes, con títulos como Twilight in Italy (1916), Mornings in Mexico (1927), Sketches of Etruscan Places (1932) y Cerdeña y el mar (1921)

    OTROS DATOS
Traducción y prólogo de Miguel Martinez-Lage



D. H. Lawrence

D. H. Lawrence


Magazine/Nuestro Mundo
Cerdeña y el mar
Por D. H. Lawrence, miércoles, 2 de abril de 2008
Publicado originalmente en 1921, D.H. Lawrence relata el viaje de apenas nueve días que realizó con Frieda, su mujer, a Cerdeña, un paraje ajeno, por su condición de isla, a la convulsión que reinaba en la Europa de entreguerras. Buscando huir de Taormina y del Etna, en Cerdeña encontrará una mirada rural, pura, que reivindica para sí la dignidad que el continente ha arrojado por la borda. Cerdeña es un paraje no ya en donde tiempo e historia se han detenido, sino un lugar ajeno por completo a la cronología de los acontecimientos más allá de sus fronteras, más allá del mar que lo envuelve y lo encierra. Con una prosa brillante, veloz, que seduce lo mismo por el ritmo con que fue escrita que por la franqueza de sus observaciones, Lawrence logra el propósito de todo libro de viajes: pintar el alma de las gentes, retratar el espíritu de los pueblos y, sobre todo, dejar fiel constancia de cómo el viaje lo cambia a uno y lo enfrenta con su propia esencia, arrojando así nueva luz sobre el lugar de partida (y no sólo sobre el destino). La obra cuenta además con el añadido de calidad de haber sido vertida al castellano por uno de los traductores más prestigiosos: Miguel Martinez-Lage.

MANDAS

El vagón iba lleno de gente que volvía del mercado. En estos ferrocarriles, los vagones de tercera clase no van divididos en compartimentos. Forman un único espacio, de modo que uno ve al resto de los viajeros como si se encontrase en una sala. Las hermosas alforjas, los bercole, se hallan por todas partes; el grueso de los viajeros ha trabado una animada conversazione. Es mucho más grato, a grandes rasgos, viajar en tercera clase. Hay espacio, hay aire, y es como estar en una posada llena de animación, con gente de buen humor.
En nuestro extremo había sitio de sobra. Al otro lado del pasillo viajaba una pareja de avanzada edad; parecían dos niños que volviesen a su casa muy contentos. Él era gordo, con un bigote blanco y un ceño fruncido, pero nada hostil. Ella era alta y delgada, morena, con un vestido marrón y un delantal negro, con bolsillos enormes. No llevaba nada que le cubriese la cabeza, y el cabello, gris metálico, lo llevaba bien peinado a los lados. Los dos estaban contentos, excitados de viajar en tren. Ella sacó todo el dinero de uno de los grandes bolsillos, lo contó y se lo dio a él: todos los billetes de diez liras, y los de cinco liras, y los de dos y los de uno, examinando en detalle los sucios billetes de una lira, con el dorso rosa, por comprobar si eran buenos de verdad. Luego le dio todas las monedas. Él se las guardó en el bolsillo del pantalón, poniéndose en pie para acomodarlas en su gruesa pierna. Y entonces uno pudo ver, con gran asombro, que llevaba por fuera la totalidad de los faldones de la camisa, una suerte de delantal por detrás. El porqué… un misterio. Era uno de esos hombres gordos, de buen natural, despreocupado, con el ceño fruncido y señorial, que por lo común tienen una esposa alta, delgada, de rasgos endurecidos, obediente.
Se les veía muy contentos. Con asombro, nos vio tomar té caliente del termo. Creo que también él sospechó que pudiera ser una bomba. Tenía los ojos azules y las cejas canosas e hirsutas.
—¡Qué bien, qué caliente! —dijo al ver el vapor que emanaba del té. Es una exclamación inevitable—. ¿Y le sienta bien?
—Sí —repuso la abeja reina—. Muchísimo.
Los dos asintieron con complacencia. Volvían a su casa.


El tren corría por la llanura de las marismas con todas las trazas de ser propensas a la malaria, hasta rebasar las palmeras desaliñadas y los edificios que parecían mezquitas. En un paso a nivel, la mujer que lo vigilaba salió como una flecha, agitando vigorosamente una banderita roja. Entramos en el primer pueblo. Las casas eran de adobe secado al sol, con gruesas tapias de adobe rematadas por unas tejas para protegerlas de la lluvia. En los recintos tapiados vimos oscuros naranjos. Pero los pueblos del color del barro, secos como el barro, parecían extranjeros: son en verdad lo más parecido a la tierra misma, como si fueran madrigueras de zorros o colonias de coyotes.
Rememorando aquel panorama, uno ve el acantilado de Cagliari, espléndido, con el fino borde del mar curvado en derredor. Es difícil creer en un mar de verdad estando en esta llanura de barro palidecido.


Pronto comenzamos el ascenso hacia los montes. Y pronto empiezan a ser intermitentes los cultivos. Es extraordinario cómo esas colinas saludables, parecidas a las parameras, se acercan al mar; es extraordinario cómo son los espacios inhabitados de Cerdeña, poblados sólo por el matorral. A veces se ven unas cuantas cabezas de ganado. Luego se vuelven a ver los terrenos de labrantío, grises, en donde se cultiva el maíz. Se parece a Cornualles, a la región de Finisterre. Aquí y allá, a lo lejos, algunos campesinos faenan en el paisaje desolado. A veces es un hombre solo en lontananza, del que se ve vívidamente su atuendo blanco y negro, pequeño, distante, como una urraca solitaria, y es curioso el modo en que destaca. Toda la extraña magia de Cerdeña se halla cifrada en esa imagen. Entre los cerros bajos, páramos más bien, en una oquedad del paisaje silvestre, una figura solitaria, pequeña y sin embargo vívida con su atuendo blanquinegro, faena sola como si hubiera de hacerlo por toda la eternidad. Hay terrenos y hondonadas de tierra de cultivo, buena para el maíz. Cerdeña fue en otro tiempo un granero.
Sin embargo, es habitual que los paisanos del sur ya no vistan el traje regional. Por lo común visten el invisible material de los soldados, el caqui italiano. Donde quiera que vaya uno, donde quiera que esté, ve ese caqui, esa ropa de guerra, gris verdosa. No tengo ni idea de cuántos kilómetros de esa tela recia, excelente, pero odiosa, habrá ordenado tejer el gobierno italiano; sé que son suficientes para cubrir Italia entera con una capa de fieltro, diría yo. Está por todas partes. Envuelve a los niños pequeños con chaquetas y vestidos neutros, cubre a sus padres avejentados, a veces incluso envuelve a las mujeres y les da calor. Es simbólico de la niebla gris y universal que ha cubierto a los hombres, la extinción de toda individualidad brillante, el borrado de toda singularidad silvestre. ¡Ay, democracia! ¡Ay, el caqui de la democracia!


Esto es muy distinto del paisaje de Italia. Italia es casi dramática, y tal vez sea de un romanticismo invariable. Hay dramatismo en las llanuras de Lombardía y hay romanticismo en las lagunas de Venecia, y hay una elemental pasión paisajística prácticamente en todas las regiones montañosas de la península. Tal vez sea la propensión natural a la floritura que tienen las formaciones calcáreas. Pero el paisaje italiano es en realidad un paisaje dieciochesco, que ha de representarse a la manera del romanticismo clásico, gracias a la cual todo resulta bastante maravilloso y en el fondo muy tópico: acueductos y ruinas encima de unos montes de pan de azúcar, y quebradas y barrancos y cascadas muy de Wilhelm Meister, todo con mucho subibaja.
Cerdeña es otra cosa. Más amplia, más normal, sin subibajas, alejándose progresivamente hacia el horizonte. Cordilleras muy normales, de cerros y parameras que se alejan, tal vez hacia un grupo de cumbres dramáticas por el suroeste. Se tiene esa clara sensación de espacio que en Italia siempre se echa en falta. Hay un espacio amable en derredor, y hay distancia en los viajes: nada esta acabado, nada es definitivo. Es como la libertad misma después del montañoso confinamiento en Sicilia. Espacio, que me den espacio, espacio para mi espíritu: que se queden si quieren con todos los riscos y barrancos del romanticismo.
Seguimos viaje con el oro de la tarde y atravesamos un paisaje anchuroso, casi céltico; el trenecito sube las cuestas y traquetea con agilidad. Sólo páramos y maleza esparcida, hasta la altura del pecho, tal vez hasta la cabeza de un hombre, lo cual quizás resulta demasiado bandolero para ser una tierra celta. A veces se deja ver la cornamenta de unas vacas negras, de aspecto asilvestrado.


Tras una larga parada llegamos a una estación sita luego de un trecho de soledad total. Cada vez se tiene la impresión de que ya no haya nada más allá, de que se hubieran acabado los asentamientos humanos. Y cada vez terminamos por llegar a una estación.
Baja del tren la mayoría del pasaje. Como dos hombres que condujeran en una carreta y que hicieran un alto en todas las tabernas, el resto de los pasajeros bajan a tomar un poco el aire en todas las estaciones. Nuestro amigo, el gordo, se pone en pie y se remete los faldones de la camisa por el pantalón a la vez que uno contiene la respiración, pues parece que a cada paso se le vayan a caer. Y entonces sale, seguido por el tallo castaño que tiene por esposa.
El tren pasa cinco, diez minutos cómodamente quieto, como suelen quedarse cómodamente quietos los trenes. Por fin oímos silbidos y bocinas y nuestro viejo amigo el gordo echa una carrera y sube como un cangrejo gordo en el preciso instante en que arranca el tren. En ese mismo instante se oye un alarido seguido de unos cuantos gritos que llegan de fuera. Todos nos ponemos en pie de un brinco. Más adelante, pegada a la vía, está el tallo castaño que el gordo tiene por esposa. Se había alejado hasta una casa que se encuentra a un centenar de metros de la vía, a cruzar unas palabras con alguien, y acaba de ver que el tren se pone en marcha.
Hay que verla clamar con las manos al cielo, hay que oír los alaridos que da, «Madonna!, Madonna!», en medio del follón que se ha armado. Sin embargo, se recoge las dos faldas que lleva hasta la rodilla y con esas piernas como palos que tiene, enfundadas en unas medias grises, echa como loca una carrera tras el tren. Es en vano. El tren sigue inexorablemente su curso. A trancas y barrancas llega la mujer al extremo del andén cuando nosotros hemos abandonado el otro. Entonces comprende que el tren no va a parar a esperarla. Y entonces, horror, extiende los brazos en una súplica descontrolada viendo cómo se le escapa el tren, alza los brazos al cielo, los baja con desesperación total, se cubre la cabeza con ellos. Ésa es la última imagen que de la mujer nos queda, tapándose la cabeza con ambos brazos, como si agonizara, inclinada sobre sí misma. La hemos abandonado.
El pobre marido, el gordo, ha estado todo este tiempo en la pequeña plataforma de ascenso al vagón, con un pie en el estribo como si dijéramos, tendiéndole la mano y gritándole presa del frenesí, regañándola, a la vez que pide a gritos que se pare en tren. Y el tren no se ha parado. Y ella se queda abandonada, olvidada en esa estación de por sí olvidada de la mano de Dios, a la luz menguante de la tarde.
Con el rostro encendido, con los ojos como platos, y relucientes como dos estrellas, absolutamente traspuesto y desolado, apenado, iracundo, inquieto a más no poder, el gordo viene a sentarse en su asiento, rígido, abrasado, sin habla. En esa llamarada de las emociones en conflicto su rostro adquiere una extraña belleza. Pasa un tiempo como si estuviera inconsciente y a merced de sus sentimientos. Entonces, la ira y el resentimiento vencen a la consternación. Se vuelve con una mirada colérica al guardia de larga nariz, al guardia insidioso, al guardia de aire fenicio. ¿Por qué no ha ordenado que se detuviera el tren un momento a esperarla? De inmediato, como si alguien le hubiera pegado fuego, el guardia a su vez se pone hecho un basilisco. ¡Eh! El tren no puede esperar al gusto de cada uno de los viajeros. El tren es un tren, el horario es un horario. ¿Para qué quiso la vieja alejarse sin fijarse en el tren, eh? Ahora le toca pagar la penalidad de su desconsideración. ¿Había pagado siquiera el precio del billete? Y el gordo en todo momento dispara sus respuestas, sin que el otro se las pida ni le haga ningún caso. Un minuto, sólo hubiera hecho falta un minuto, si el revisor se lo hubiera comunicado al conductor, si el revisor, el que parece un guardia, hubiera dado un grito. ¡Pobre mujer! ¡No hay otro tren al que pueda subir! ¿Qué va a hacer ahora? ¿Su billete? Si no lleva dinero. Pobre mujer…
Esa noche había un tren de vuelta a Cagliari, le dijo el revisor, a lo que el gordo estuvo a punto de reventar sus prendas de vestir como una vaina de guisantes que estallara. Dio un brinco en el asiento. ¿Y de qué le iba a servir ese tren a su esposa? ¿De qué le servía volver a Cagliari, si vivía en Snelli? Para empeorar aún más las cosas…
Así anduvieron discutiendo y regañando el uno con el otro hasta hartarse. Luego se marchó el revisor con una sutil sonrisa, de una curiosa manera muy propia de aquí. Nuestro amigo el gordo nos miró con ojos acalorados, iracundos, avergonzados, apenados, y dijo que era una vergüenza. Sí, le dijimos a la vez, era en efecto una vergüenza. A lo cual una señorita dándose aires de importancia, que dijo ser de no sé qué Collegio de Cagliari, le hizo unas cuantas preguntas en un tono de simpatía impostada. Tras lo cual nuestro amigo el gordo, por fin a solas consigo mismo, se cubrió el rostro nublado con la mano y dio la espalda al mundo encerrado en su tristeza.
Todo había sido tan dramático que muy a nuestro pesar nos reímos, si bien la abeja reina derramó alguna que otra lagrimilla.


Bueno: el viaje duró horas. Llegamos a una estación y el revisor dijo que debíamos salir: aquellos vagones no seguían viaje. Sólo dos de todo el convoy llegarían hasta Mandas. Nos bajamos con nuestro equipaje y nuestro amigo con sus alforjas, la viva imagen de la pesadumbre.
El vagón al que subimos todos estaba bastante lleno. El otro era de primera clase, y el resto del tren era de carga. No éramos sino dos insignificantes vagones de pasajeros al término de una larga hilera de vagones de carga.
Había un asiento libre, así que nos sentamos, pero para darnos cuenta al cabo de cinco minutos de que una mujer delgada y de avanzada edad, con dos niños —sus nietos— despotricaba porque aquél era su asiento, aunque no llegó a explicar por qué lo había abandonado. Bajo mis piernas estaba el fardo con el pan que había comprado la buena mujer. Por poco perdió la cabeza. Y sobre mi cabeza, en un estante, se encontraba su bercola, su alforja. Unos cuantos soldados se rieron de la mujer con buen humor, pero ella se revolvió y se puso como una furia, como una gallina desplumada. Como había encontrado otro asiento en el que iba muy cómoda, nos sonreímos y la dejamos despotricar cuando quisiera. Al cabo, agarró el fardo del pan de debajo de mis piernas y, llevándoselo al pecho, donde ya tenía a un niño gordo, se quedó sentada en tensión.


Iba oscureciendo. El revisor entró y anunció que se había acabado la parafina. Si se agotase la que pudiera quedar en las lámparas, tendríamos que seguir a oscuras. No había más parafina en el resto de las estaciones. Se subió a un asiento y, tras una larga pelea, durante la cual varios de los chicos le encendieron sucesivamente las cerillas, logró prender una luz del tamaño de un guisante. Seguimos sentados en este claroscuro y miramos los rostros sombríos que nos rodeaban: el soldado gordo con su escopeta, el soldado apuesto con unas alforjas enormes, el hombre extraño y moreno que continuamente cambiaba de manos un bebé con una campesina robusta, que llevaba un pañuelo blanco sujeto a la cabeza; una campesina alta, vestida con el traje regional, que salió como una flecha en una estación y volvió con un pedazo de chocolate; un joven interesado que nos iba diciendo el nombre de cada estación… Y el hombre que escupía en el suelo. Éste nunca falta.
Poco a poco fue disminuyendo el número de viajeros. En una estación vimos bajar a nuestro amigo el gordo: caminaba con amargura, como un alma traicionada, con las alforjas abultadas por delante y por detrás, pero sin hallar consuelo en el peso, ningún consuelo. El guisante de luz de la lámpara de parafina aún se hizo más pequeño. Permanecimos sentados en una penumbra increíble, con el olor de la lana y del campesinado, sin otra ayuda que la de nuestro joven gordo y estoico para decirnos dónde estábamos. El resto de los rostros crepusculares fueron hundiéndose en un silencio lúgubre y tedioso. Algunos se echaron a dormir. Y el trenecito seguía su camino, atravesando la ignota oscuridad sarda. Desesperados, dimos cuenta de las últimas gotas de té y de las últimas migas de pan. Sabíamos que tarde o temprano tendríamos que llegar.


No mucho después de las siete llegamos a Mandas. Mandas es un nudo ferroviario en el que estos trenecitos se asientan y celebran largas, felices chácharas, después de su arduo trayecto por los cerros. Nos había costado unas cinco horas recorrer unos setenta kilómetros. No es de extrañar que cuando por fin se halla a la vista el nudo ferroviario, todo el mundo salga corriendo del tren como si fueran guisantes de una vaina que ha reventado, y se abalanzan a alguna parte en busca de algo. Van al restaurante de la estación, cómo no. Lo cual significa que hay un pequeño restaurante de estación que se beneficia de estas llegadas. Es posible disponer de una cama en la pensión adyacente.
Una mujercita plácida al otro lado de la barra: una mujer castaña, con el cabello castaño, peinado con raya al medio, y los ojos castaños y la tez castaña, morena, y un corpiño ceñido, de terciopelo marrón. Nos guía por una estrecha escalera de caracol, de piedra, como si subiésemos a una fortaleza, iluminándonos con una vela, y nos hace pasar a un dormitorio. Huele espantosamente, huele a algo agriado, cerrado, como suele ser en los dormitorios. Abrimos la ventana. Había unas estrellas grandes y heladas que titilaban visiblemente en el cielo.
En la habitación había una cama inmensa, en la que habrían cabido ocho personas, y bastante limpia. Y la mesa sobre la que estaba la vela contaba de hecho con un paño. ¡Pero imagínese el paño! Creo que originalmente había sido blanco: ahora, en cambio, era una telaraña de agujeros comidos por el tiempo y de lastimosas manchas de tinta y de pobres manchas de vino avejentadas, como el paño de una momia del año 2000 a. C. Me pregunto si se podría haber despegado de la mesa, o si estaba de hecho soldado por la momificación. Yo desde luego no intenté levantarlo. Pero esa cobertura de la mesa me impresionó, pues ponía de relieve grados que no había imaginado. Un paño sobre una mesa, nada menos.
Bajamos por la escalera de la fortaleza al comedor. Había una larga mesa con platos soperos vueltos del revés y una lámpara que ardía con una extraordinaria llama de acetileno sin más adorno ni pantalla. Nos sentamos a la mesa fría y la llama de inmediato mermó. La sala —en realidad, como la totalidad de Cerdeña— era de piedra fría, de piedra, fría como sólo es fría la piedra. Fuera, la tierra se helaba. Dentro, ni pensar en alguna clase de calor: suelos de piedra como los de las mazmorras, paredes de piedra como las de las mazmorras, y un ambiente cadavérico, demasiado pesado, demasiado helado para cambiarlo.
La lámpara prácticamente se apagó, y la abeja reina soltó un grito. La mujer castaña asomó la cabeza por un agujero en la pared. Tras ella vimos las llamas de la cocina y dos figuras demoníacas que removían los pucheros. La mujer castaña entró en el comedor y espabiló la lámpara, que era una vasija de porcelana rechoncha, de mera decoración. La zarandeó y revolvió el interior, y en el acto se reanimó la llama. Apareció entonces con una sopera de col humeante en la que flotaban trozos de macarrones. ¿Nos serviría vino? Me estremecí de pensar en un tinto helado del país, así que pregunté qué más tenía. Había malvagia, es decir, malvasía, el mismo vino en que acabó sus días ahogado el duque de Gloucester por orden de su hermano, que luego sería Ricardo III. Pedimos media botella de malvagia y nos reconfortó. O más bien en ello estábamos cuando de nuevo se apagó la lámpara. La mujer castaña vino a darle un meneo y a espabilarla; volvió a prender la llama. Pero como si la llama pretendiera afirmar que «no seré para vosotros», se apagó en el acto.
Llegó entonces el dueño de la pensión con una vela y una pinza, un siciliano robusto y cordial, con unos bigotazos como péndulos. Y retorció el pábilo a conciencia, lo agitó, apretó unos tornillos en la base. Así prendió una llamarada de verdad. Nosotros estábamos algo nerviosos. Nos preguntó de dónde éramos, etc. Y de pronto nos preguntó, con un excitado relamerse, si éramos socialistas. Ajá: iba a saludarnos en calidad de ciudadanos y camaradas. Había pensado él que éramos un par de agentes bolcheviques, me di perfecta cuenta. Y en cuanto tales estaba dispuesto a recibirnos con los brazos abiertos, pero no, no fue así, la abeja reina rechazó tal honor infundado. Me limité a sonreír y a negar con la cabeza. Es una lástima arrebatar a la gente las ilusiones que más les excitan.
—Ah, es que hay demasiado socialismo por todas partes —exclamó la abeja reina.
Ma… Puede ser, puede ser —dijo el discreto siciliano. Ella vio por fin por dónde quedaba tierra.
Si vuole un pochettino di socialismo… —añadió entonces—. Hace falta un poco de socialismo en el mundo, sólo un poco, pero no mucho. No mucho. Y en la actualidad hay demasiado, vino a decir.
Nuestro anfitrión, encantado con este discursito que trató el credo sagrado como si no fuera más que una pizca de sal que añadir al caldo, creyendo que la abeja reina le arrojaba el polvo a los ojos, y completamente intrigado por nosotros, por haberles parecido dos personas insondables, se retiró. Tan pronto se marchó, la llama de la lámpara se prendió cuan larga era y se puso a silbar. La abeja reina se alejó. No contenta con esto, otra llamarada comenzó a arder al pie de la lámpara, como un león que sacudiera la cola. Prevenidos, cansados, nos alejamos más; la abeja reina volvió a gritar; volvió el dueño con una sutil sonrisa y una pinza y un aire de benevolencia, resuelto a domar a la bestia.
¿Qué otra cosa se podía comer? Para mí, una chuleta de cerdo a la plancha; para la abeja reina, huevos pasados por agua. Mientras dábamos cuenta de ello llegó el resto de la función nocturna: tres empleados de ferrocarriles, dos con gorras de plato escarlata, uno con una gorra negra y oro. Se sentaron clamorosamente, sin quitarse la gorra, como si entre ellos y nosotros mediase un biombo invisible. Eran jóvenes. El de la gorra negra tenía un aire enjuto, sardónico; uno de los de la gorra roja era menudo y rubicundo, muy joven, con un bigotillo. Lo llamamos el maialino, el cerdito negro y contento, de regordete que era, de bien alimentado que se le veía, además de tener pinta de ser retozón. El tercero tenía una cara más bien abotargada, pálida, y gastaba gafas. Los tres parecieron darnos la espalda sin volverse del todo, amén de dar a entender que no, que no pensaban quitarse las gorras, ni siquiera sentados a la mesa, antes de que se les sirviera la cena, y en presencia de una signora desconocida. Y se gastan bromas de mal gusto unos a los otros, como si estuviéramos al otro lado de un biombo invisible.
Decidido sin embargo a retirar ese biombo invisible, les doy las buenas noches, y les digo que hace mucho frío. Murmuraron buenas noches y reconocieron que sí, que hacía un poco de fresco. Un italiano nunca dice que hace frío; nunca pasa de hacer fresco. Pero la insinuación sobre la temperatura se la tomaron como una insinuación sobre sus gorras, y se quedaron muy callados hasta que vino la mujer con la sopera. Dando voces sobre todo el maialino le preguntaron qué se podía cenar. Ella se lo dijo, chuletas de cerdo. A lo cual pusieron mala cara. O bien cerdo estofado. Suspiraron, parecieron malhumorarse, se animaron y dijeron que preferían las chuletas.
Y atacaron los tres la sopa. Y nunca, en medio del vapor humeante, he oído a un trío más alegre de tragadores de sopa. Sorbían de la cuchara haciendo ruidos prolongados, ávidos. El maialino era el tenor; sorbía la sopa con una vibración rápida, de succión, interrumpida cuando le caía algún trozo de col, momento en el cual la lámpara se apagaba y titilaba otra vez muy baja. Y el de las gafas era el barítono: emitía repentinos, graves ruidos al tragar. Todo lo dirigía el trino dilatado del maialino. De repente, para variar, empuñó la cuchara en una mano, masticó un trozo de pan enorme y se lo tragó ayudado por otra cucharada con un snack-smack-smack bien sonoro, chasqueando la lengua contra el paladar. Cuando yo era niño, a eso se le llamaba «dar palmas».
—¡Mamá, está dando palmas! —gritaba yo enojado con mi hermana. En alemán lo llaman schmatzen.
El maialino daba palmas como si tuviera unos platillos en la boca, mientras el barítono y el bajo seguían a lo suyo. Acto seguido se les sumó el tenor ágil y veloz con sus ruidos.
A ese ritmo, claro está, la sopa no les duró mucho. Llegaron las chuletas de cerdo. Y el trío pasó a ser un trío de percusión, de castañuelas y timbales y palmas. Triunfal, el maialino miraba en derredor. Hacía más ruido que ninguno de los otros dos.
El pan de la región es bastante basto, moreno, con una corteza dura, muy dura. Un pedrusco de este pan estaba puesto sobre cada una de las servilletas húmedas. El maialino partió en dos su roca y gruñó al de la gorra negra, que había recibido en cambio una especie de bollo de tres puntas de purísimo pan blanco, tan blanco que parecía almidonado. Estaba contentísimo con su pan blanco.
El de la gorra negra de pronto se volvió hacia mí. ¿De dónde veníamos, adónde íbamos, para qué? Pero dicho en un tono tan lacónico como sardónico.
—Me gusta Cerdeña —exclamó la abeja reina.
—¿Por qué? —preguntó con sarcasmo. Ella intentó explicarlo.
—Sí, es que los sardos me gustan más que los sicilianos —dije yo.
—¿Por qué? —preguntó con sarcasmo.
—Son más abiertos… más honestos. —Pareció encoger la nariz al oír mi respuesta.
—El padrone es siciliano —dijo el maialino, y engulló otro peñasco de pan, poniendo los ojos en blanco como un cerdito contento y bien cebado. No estábamos avanzado mucho, la verdad.
—¿Han visto Cagliari? —me preguntó el de la gorra negra como si me amenazase.
—Sí, sí. Cagliari nos ha gustado. Es muy bonita —gritó la abeja reina, que viaja siempre con un poco de mantequilla fundida, lista para añadirla a los rábanos.
—Sí. Cagliari es tan… tan… Cagliari es muy bella —dijo el de la gorra negra—. Cagliari è discreta. —Lo dijo con orgullo evidente.
—¿Y Mandas? —preguntó la abeja reina—. ¿Es bonita?
—¿Bonita? ¿En qué sentido? —preguntaron con sarcasmo inmenso.
—¿Hay algo que valga la pena ver?
—Las gallinas —abrevió el maialino. Todos se pusieron de uñas al oír la pregunta.
—¿Y qué se hace aquí? —preguntó la abeja reina.
Niente! En Mandas no se hace nada de nada. En Mandas uno se va a la cama en cuanto oscurece, como las gallinas. En Mandas uno echa a caminar por el sendero como el cerdo que no va a ninguna parte. En Mandas una cabra entiende bastante más que sus habitantes. En Mandas lo que se necesita es el socialismo…
Todos clamaron a la vez. Evidentemente, Mandas era más de lo que en carne y hueso se podía soportar, así fuera un minuto más, a juicio de aquellos tres conspiradores.
—Entonces… ¿ustedes aquí se aburren? —pregunté.
—Sí.
Y la apacible intensidad de ese escueto sí fue más elocuente que varios libros enteros.
—¿Les gustaría estar en Cagliari?
—Sí.
Silencio, había intervenido un silencio intenso, sardónico. Los tres se miraron entre sí e hicieron un chiste chocarrero sobre Mandas. El de la gorra negra se volvió hacia mí.
—¿Usted entiende el sardo? —preguntó.
—Algo. Más que el siciliano, desde luego.
—Pues el sardo es más difícil que el siciliano. Está repleto de palabras completamente desconocidas para los italianos.
—Sí —les digo—, pero se habla abiertamente, con palabras sencillas, y el siciliano se habla apelotonadamente, sin que se pueda precisar dónde empiezan y acaban las palabras.
Me mira como si acabara de ver a un impostor, pero lo cierto es que es verdad. Me resulta bastante fácil entender el sardo. A decir verdad, es más cuestión de enfoque humano que de sonidos. El sardo me parece abierto, viril, directo. El siciliano es pegajoso y evasivo, como si los sicilianos no quisieran hablar a las claras. De hecho, no quieren. El siciliano es un alma excesivamente culta, sensible, con un largo pasado a su espalda, y tiene tantas facetas en el ánimo que no tiene un ánimo definido en nada. Tiene más bien una docena de ánimos, de lo cual es consciente él mismo, aunque le inquiete, y ser fiel a cualquiera de esos ánimos es meramente engañarse a sí mismo y, de remate, engañar a su interlocutor. El sardo, por otra parte, aún parece tener un ánimo derecho. Por ejemplo, he tropezado con una creencia derecha, firme, clara, en el socialismo. El siciliano es demasiado viejo por su cultura, no se tragará el socialismo en bloque: es demasiado antiguo y está demasiado metido en sus tretas, de modo que se pasa de sofisticación cuando ha de mirar con lupa cualquier creencia. Sale por peteneras como un buscapié. Y luego se pondrá a echar humo, un humo maloliente, y a desbordar escepticismo incluso acerca de su propio fuego. Retrospectivamente uno siente simpatía por él. Pero en la vida cotidiana resulta insoportable.
—¿Dónde encuentra usted un pan tan blanco? —pregunto al de la gorra negra, porque se le nota orgulloso de tenerlo.
—Lo traigo de mi casa.
Y entonces me pregunta por el pan de Sicilia. ¿Es más blanco que éste, que la roca que nos han dado en Mandas? Sí, es un poco más blanco. A lo cual se ponen de nuevo cabizbajos. Pues parece que esto del pan es un asunto que les importa en lo más vivo. El pan es importantísimo para cualquier italiano: es verdaderamente la materia de la vida. Prácticamente vive de pan. Y en vez de guiarse por el gusto, como todo el mundo, por cierto, se guía por la vista. Se le ha metido en la cabeza que el pan tiene que ser blanco, de modo que cada vez que se imagina un pan un ápice más negro es como si una sombra cayera encima de su alma. Tampoco está del todo engañado. Aunque personalmente ya no me gusta el pan blanco como antes, sí me gusta que el pan moreno sea puro, de harina sin mezcla. Los campesinos de Sicilia, que almacenan su propio trigo y hacen su propio pan moreno al natural, ah, es asombroso lo fresco y lo dulce y lo limpio que les sale, tan perfumado como era el pan horneado en casa antes de la guerra. En cambio, el trigo comunal, el del abastecimiento racionado por norma, es duro, y bastante basto, y áspero, áspero y rugoso al paladar. Uno se cansa mortalmente de ese pan. Sospecho que lleva mezclada harina de maíz, pero no lo sé a ciencia cierta. Por último, el pan varía inmensamente de un pueblo a otro, de una comunidad a otra. La llamada distribución justa y equitativa es una estupidez como la copa de un pino. En un sitio abunda el pan bueno y dulce, en otro se las apañan como pueden, escatimando siempre, con una ración de ese pan áspero y rugoso. Y los pobres lo pasan mal, lo pasan realmente mal con el racionamiento, porque dependen sobremanera de este alimento. Dicen que la desigualdad y la injusticia en la distribución son cosa de la Camorra, de la grande Camorra, que hoy en día no es más que una organización de contrabandistas y ventajistas, que los pobres detestan. Yo personalmente no lo sé. Sólo sé que en una ciudad —por ejemplo, Venecia— parece que haya una provisión inacabable de pan purísimo, de azúcar, de tabaco, de sal, mientras que Florencia es un fermento de irritación constante por el racionamiento de estos bienes, que son monopolio del gobierno y que se distribuyen por tanto según corresponda.
Dimos las buenas noches a nuestros tres amigos ferroviarios y nos fuimos a la cama. Llevábamos sólo uno o dos minutos en la habitación cuando llamó a la puerta la mujer castaña: el de la gorra negra, hay que ver, nos mandaba uno de sus panecillos blancos. Nos conmovió. Estas pequeñas, delicadas generosidades casi han desaparecido en el mundo.
Era un panecillo extraño, con tres esquinas, y casi tan duro como una galleta de barco, hecho de harina almidonada. No era estrictamente un pan.


La noche fue fría; las mantas eran pesadas, rígidas, pero uno durmió bastante bien hasta el alba. A las siete en punto amanecía una mañana clara, fría, sin que el sol hubiera salido del todo. De pie ante la ventana del dormitorio, mirando fuera, a duras penas pude creer lo que estaba viendo: aquello era muy parecido a Inglaterra, a Cornualles en sus regiones más desoladas, a los montes del condado de Derby. Había un cercado tras la estación, bastante descuidado, con dos ovejas. Había varios edificios amplios, desvencijados, muy parecidos a los que se ven en Cornualles. Y la ancha y destartalada carretera de campo se alejaba entre la hierba y dos muretes bajos, de piedra seca, hacia una granja de piedra gris, con unos arbolillos, y una aldea de piedra escueta en lontananza. Salió el sol amarillo, el paisaje desolado resplandecía azulino, a regañadientes. Las laderas de los cerros, bajos y verdes, estaban divididas en campos por medio de muretes bajos, de piedra seca, y zanjas. Aquí y allá, un granero de piedra, solo, o con algunos árboles sin hojas, mecidos por el viento. Dos caballos con el áspero pelaje del invierno pastaban en la hierba más áspera; llegó un muchacho por la carretera flanqueada por la hierba, ancha y escueta, con dos cántaras de leche. Parecía venir de ninguna parte, y aquello era Cornualles, o una parte de Irlanda. La nostalgia de las antiguas regiones celtas comenzó a brotar en mí. Ay, aquellos muretes viejos, de piedra seca, que dividen los campos, granito pálido y blanqueado al sol y la lluvia. La hierba oscura, sombría, y el cielo desierto; los caballos desamparados en una mañana de invierno. Extraño es un paisaje celta, mucho más conmovedor, mucho más inquietante que el amable encanto de Italia y Grecia. Antes que se levantase el telón de la historia, uno tiene la sensación de que el mundo debía de ser así, este despojamiento celta, este punto sombrío en todo, incluso en el aire. Pero tal vez no sea celta en absoluto: quizás sea ibérico. No hay nada tan insatisfactorio como nuestra concepción de lo que es y lo que no es celta. Creo que nunca hubo celtas entendidos como raza. En cuanto a los íberos…
Es maravilloso salir a la carretera helada, ver la hierba con su tonalidad azulina, cubierta por la escarcha, y ver la hierba con el amarillo amanecer del invierno, cuando empieza a deshelarse. Es maravilloso el aire azulino y frío, y las cosas que aguantan en pie en la frialdad de la distancia. Tras dos inviernos en el sur, con el florecer de las rosas a todas horas, esta desolación y esta escarcha que todo lo toca en el silencio de la mañana penetran en mi alma como si la embriagaran. Me alegro tanto por esta carretera desierta que no sé qué hacer. Camino por las zanjas poco profundas, al pie de los muretes de piedra; camino por la pequeña elevación de hierba, el ribazo en el que está construido el murete; cruzo la carretera y veo las bostas heladas de las vacas, y todo me resulta sumamente familiar a los pies, al contacto de mis pies con todo ello, tanto que me siento como si acabara de hacer un descubrimiento. Y me doy cuenta de que odio la piedra caliza, vivir en la piedra caliza, o en el mármol, o en cualquiera de esas piedras tan inglesas. Las odio. Son tocas muertas, no tienen vida, no me transmiten nada a los pies. La arenisca es mucho mejor. ¡Y el granito! El granito es mi piedra preferida. Resulta vivo al tacto de los pies, tiene un destello propio. Me gusta su rotundidad. Y detesto la sequedad aserrada de la piedra caliza, que arde al sol y se cuartea y se agosta.


Tras llegar a un pozo profundo en un prado, en una ancha curva de la carretera, regreso a través de las tierras soleadas hacia la estación de tonos rosados, hacia el resto de los edificios. Una locomotora despide nubes blancas de vapor a la luz del nuevo día. A lo lejos, a la izquierda, hay una hilera de casitas, una hilera de viviendas de los ferroviarios. Extraña, familiar visión. Y el recinto de la estación es puro desorden dilapidado. Pienso en nuestro anfitrión el siciliano.
La mujer castaña nos da café, y una leche muy fuerte, muy sabrosa, de cabra, y pan. Tras lo cual la abeja reina y yo emprendemos una vez más camino hacia el pueblo. También ella percibe el espacio que la rodea, la libertad para mover las extremidades, una libertad como no se tiene en Italia ni en Sicilia, donde todo es clásico, todo es fijo.
El pueblo en sí no es más que una calle larga, sinuosa, oscura, a la sombra, de casas y tiendas, y una herrería. Podría ser Cornualles, aunque no del todo. Hay algo, no sé qué es, que hace pensar en el resplandor ardiente del verano. Y además, cómo no, apenas hay ni asomo de ese confort que los rosales trepadores y los tilos y los henares prestan a un escenario más inglés. Esto es más duro, más despojado, más escueto, más temible. Un anciano con el atuendo blanquinegro sale de una choza junto a una granja. El carnicero porta un enorme costillar, media res casi. Las mujeres nos miran con disimulo, con más reticencia, más furtivas que esas miradas descaradas que se lanzan en Italia al desconocido.
Así pues, recorremos la calle adoquinada con tosquedad que abarca toda la longitud del pueblo. Y al salir por el lado opuesto, más allá de la última casa, nos encontramos de nuevo en campo abierto, en la suave pendiente de una colina. El paisaje sigue siendo el mismo: cerros bajos, ondulados, tenues bajo el sol amarillo de la mañana de enero: muretes de piedra, campos, terrenos de labrantío inconfundiblemente grises: un hombre que pasa el arado despacio con ayuda de un caballejo, y una vaca rojiza, oscura: la carretera que se aleja desierta en lontananza: de pronto, una nota violentamente desconocida, el cementerio cercado que se encuentra en la suave pendiente, cerrado por los cuatro costados con muy compactas y altas tapias: en el interior del recinto, las lajas de mármol, como los cajones cerrados de los sepulcros, blancas y relucientes, la pared misma convertida en una cómoda con múltiples cajones, palomares, casilleros donde alojar a los muertos. Los cipreses negros y plumosos se yerguen entre las tumbas planas del recinto. En el sur, los cementerios se amurallan y se aíslan a conciencia. Los muertos, por así decir, están bien sujetos. No se extienden las tumbas sobre la faz del paisaje. Se acorralan en un redil que no puede aumentar, y los cipreses se plantan para aplanar los huesos. Es la única nota discordante en el paisaje. Pero todo lo traspasa una extrañeza, esa extraña sensación de que son las honduras lo que es estéril, una sensación muy del sur y del este, azotados por el sol. Azotados por el sol y con el corazón devorado por la sequedad.
—¡Me gusta! ¡Me gusta! —exclama la abeja reina.
—Pero… ¿vivirías aquí? —Quisiera decir que sí, pero no se atreve.
Volvemos. La abeja reina quisiera comprar una de esas alforjas. Le pregunto para qué. Dice que para guardar cosas. Ay. Mirando en las tiendas, vemos una y entramos y la examinamos. Es sólida, está bien hecha. Pero es simple, es muy simple. En las franjas blancas de través no hay flores, no hay decoraciones de rosa, de verde, de magenta, los tres colores preferidos en Cerdeña; tampoco aparece ninguna de las bestias fantásticas, los grifos. Así que no. ¿Y cuanto cuesta? Cuarenta y cinco francos.
No hay nada que hacer en Mandas. Tomaremos el tren de la mañana para viajar hasta el final de trayecto, a Sorgono. Así cruzaremos las laderas bajas del gran nudo central que forman los montes en Cerdeña, un nudo montañoso que llaman Gennargentu. Y tenemos la sensación de que Sorgono será una delicia.
De vuelta a la estación preparamos un té en el hornillo, llenamos el termo, cerramos la mochila y el cocinino, salimos al sol que da en el andén. La abeja reina va a dar las gracias por el pan al de la gorra negra mientras yo saldo la cuenta y pido algo de comer para el viaje. La mujer castaña pesca de un enorme puchero negro unos cuantos pedazos de cerdo estofado y me da dos, calientes, con pan y con sal. Es para el almuerzo. Pago la cuenta, que asciende a veinticuatro francos por todo. (Uno dice francos o liras indistintamente en Italia.) En ese momento llega el tren de Cagliari y los hombres entran en tropel pidiendo a gritos la sopa, o más bien el caldo. «¡Ya va, ya va!», exclama, y vuelve a sus pucheros.


Nota de la Redacción: agradecemos a Alhena Media la gentileza por permitir la publicación de este capítulo del libro de D. H. LawrenceCerdeña y el mar (Alhena Media, 2008).


 

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