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Stephen Vizinczey: Un millonario inocente (RBA LIbros, 2007)

Stephen Vizinczey: Un millonario inocente (RBA LIbros, 2007)

    NOMBRE
Stephen Vizinczey

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Hungría, 1933

    CURRICULUM
Sufrió censura en alguna de sus piezas dramáticas por parte del régimen comunista húngaro. Participó en el levantamiento de 1956, se exilió en Canadá y luego se fue a vivir a Londres, donde reside en la actualidad. “Stephen Vizinczey es uno de los grandes escritores actuales por su capacidad para hacer suyos temas cruciales de nuestro tiempo y transfigurarlos en materia narrativa con humor y pasión” (Sergio Vila-Sanjuan, La Vanguardia)



Stephen Vizcinczey

Stephen Vizcinczey


Creación/Creación
Un millonario inocente
Por Stephen Vizinczey, sábado, 1 de diciembre de 2007
A Mark Niven, nacido en Nueva York pero criado entre Roma, París, Londres y Madrid, le apasiona el dinero. Ya desde los catorce años pone todo su empeño en recuperar el tesoro del barco Flora, hundido en 1820 en alguna parte entre Barbados y Florida. Mientras busca los restos del naufragio, se enamora perdidamente de Marianne, la insatisfecha esposa de un marido celoso... La pasión prohibida y la búsqueda de esa fortuna fabulosa pronto se empiezan a convertir en una pesadilla. Cuando de pronto se convierte en propietario de una fortuna inmensa, es también presa de una surtida gama de estafadores: burócratas despiadados, abogados sin escrúpulos, revolucionarios deshonestos, gángsters, maridos celosos y recaudadores de impuestos van detrás de su dinero. Considerado por la crítica la mejor novela de Vizinczey, esta segunda obra ofrece un agudo retrato de la sociedad contemporánea.

 

UNA AMARGA REFLEXIÓN


22 de agosto de 1963. Toledo, España

Mientras contemplo las torres y las almenas de Toledo, la antigua capital de España, que se levanta en lo alto, al otro lado de la hondonada, decido poner por escrito los hechos más importantes de mi vida, para que la gente sepa todo lo que he pasado.
Pero ¿se molestará alguien en leerlo? Probablemente, pierdo el tiempo. ¿Para qué? Los seres humanos no son hermanos, sino extraños, y a nadie le interesa la historia de otra persona. A la gente le importa un bledo el prójimo.

Mark Niven tenía catorce años cuando escribió esta primera anotación en su diario, y debía de estar convencido de lo que escribía, porque nunca agregó ni una línea.
El diario en sí es un cuaderno de regular tamaño y tapas de tafilete azul con una espada toledana repujada en oro en la cubierta. Seguramente pensaría que era una lástima tirar un objeto tan caro.

 

UNA OPERACIÓN SANGRIENTA.
ORÍGENES DECIMONÓNICOS DE UNA TRAGEDIA DE CODICIA, AMOR Y PERFIDIA


La provincia del Perú,
la principal y más rica de las Indias...
AGUSTÍN DE ZÁRATE


Este relato contemporáneo tiene su origen en 1820, en las guerras de independencia de América del Sur contra el Gobierno colonial español, y en él se alude con frecuencia a José Francisco de San Martín, el Libertador de Argentina, Chile y Perú. El destino no podía elegir a personaje más noble para ser la causa involuntaria de una serie de crímenes.
Este gran enemigo del colonialismo, que nació en 1778 en el virreinato del Río de la Plata, lo que hoy es Argentina, era el tercer hijo de un oficial de colonias, gobernador militar de la provincia de Yapeyú, que se distinguió por seguir siendo pobre en un cargo que ofrecía no pocas ocasiones para el robo. La integridad del padre obligó a los hijos a abrirse camino por sí mismos desde edad temprana, lo que no dejaba de ser una ventaja, aunque pareciera lo contrario, ya que les hizo ejercitar la inteligencia y el valor en grado superlativo siendo todavía lo bastante jóvenes como para que ello les permitiera crecer y prosperar. Para ser gran hombre hay que empezar pronto.
A los catorce años, José de San Martín había llegado nada menos que hasta el norte de África, valeroso abanderado que combatió contra el bey de Mascara ante las murallas de Orán, y ello sucedía avanzada ya su carrera militar, puesto que había ingresado en el ejército a los doce años, después de haber pasado dos en el Seminario de los Nobles, de Madrid, donde aprendió toda suerte de habilidades y sufrió las burlas de sus compañeros por su condición de criollo. La gente debería guardarse de insultar a los niños, porque, más tarde o más temprano, tomarán la revancha. Aunque, durante más de una década, San Martín fue oficial aparentemente leal que luchó contra los moros en el norte de África, contra las tropas de Napoleón en España, aquel criollo, en cuanto tuvo ocasión de liberar su continente natal, se convirtió en el azote del ejército español.
Cuando, a los 34 años, San Martín volvió a Buenos Aires, no tardó en destacar como el caudillo más competente de la causa rebelde, que no aceptaba a sus órdenes «nada menos que leones». Fue un revolucionario victorioso, fenómeno bastante raro; pero lo que le distingue de la mayoría de los grandes hombres de la Historia es que, a pesar de sus triunfos, durante toda su vida permaneció inmune a las tentaciones del poder. El general San Martín, ávido lector de los philosophes franceses y de los historiógrafos latinos, soldado pensante, austero en sus costumbres y exuberante en sus propósitos, tenía la pasión de liberar países, pero no el deseo de gobernarlos.
Este general gallardo y brillante, que había expulsado de la Argentina a las fuerzas españolas, el héroe más popular del país, que mandaba las mejores tropas, habría podido hacerse con el poder en Buenos Aires en cualquier momento de 1814, pero optó por el sendero de la gloria inmortal. Dejando atrás al ejército regular, se hizo nombrar gobernador de la remota provincia occidental de Cuyo, y se impuso la tarea de civilizarla fundando bibliotecas y plantando árboles, al tiempo que reclutaba y adiestraba a cuatro mil gauchos con el propósito de arrancarle Chile a España. Y quiso la suerte que lo consiguiera. Después de dos años de preparativos para una marcha que, en los anales militares, sería equiparada al paso de los Alpes por Aníbal, San Martín condujo a su ejército a través de los Andes, entre nieve y nubes, y, tomando por sorpresa a los coloniales, capturó Santiago, la capital. Entonces cometió un error.
San Martín se apiadó de las tropas enemigas derrotadas y las dejó marchar. Meses después, éstas volvían con refuerzos del virreinato del Perú y dispersaban al ejército del Libertador. Chile, recién liberada, volvía a perderse. Pero San Martín, reagrupando a los supervivientes, enmendó su anterior magnanimidad y, el 5 de abril de 1818, en la batalla del río Maipú, aniquiló al ejército del rey.
Los chilenos, jubilosos, querían proclamarlo rey, o presidente, o lo que él quisiera, pero San Martín, deseoso de pasar a continuación a liberar el Perú, rehusó. Sin pausa y sin prisa, durante los dos años siguientes, el general se dedicó a organizar una nueva fuerza expedicionaria y a construir una flota para realizar una invasión por mar. Al mismo tiempo, escribía manifiestos dirigidos a los indios y africanos del Perú, prometiendo suprimir la esclavitud y el trabajo forzado e instándoles a tomar venganza por todas las penalidades sufridas.
El Perú y, concretamente, Lima, su capital, una de las ciudades más ricas del mundo, se enfrentaban, pues, a una guerra segura y a una revolución probable. Era un momento histórico de angustiosa incertidumbre sobre el destino de fortunas inmensas. Desde los tiempos de los Pizarro, las riquezas del continente que no se enviaban a España se acumulaban en Lima, la Ciudad de los Reyes. Ahora, el fruto de trescientos años de saqueo corría peligro de ser saqueado. ¿Sería posible el desquite, al fin y al cabo?

Tanto la riqueza como la culpa eran prácticamente ilimitadas.
La traición y las matanzas que reportó el legendario tesoro de los incas fueron sólo la base de las riquezas de Lima. Los indígenas supervivientes, utilizados como trabajadores forzados, extraían de las montañas el oro, la plata y el preciado veneno del mercurio, pescaban perlas en el mar y recolectaban las hojas de coca con las que se elaboraba la cocaína. Y todo lo que se producía pasaba por Lima o se quedaba en Lima. Hasta bien entrado el siglo XVIII, la capital política y religiosa de todas las colonias era también centro de todo el comercio que se desarrollaba entre España y América del Sur, y esto producía, además, las fabulosas cosechas de la corrupción política y el monopolio comercial. En suma, había muchas causas de preocupación ante el inminente peligro de la revancha. A los pobres empezó a entrarles codicia, y a los ricos, miedo.
Algunos de los potentados limeños decidieron confiar todos sus caudales a las olas y embarcar sus fortunas para España. Ahora bien, puesto que el virrey había requisado todos los barcos españoles para la defensa de la colonia, sólo podían fletarse barcos extranjeros, y, con los azares de la guerra, únicamente uno pudo ser cargado a tiempo de zarpar del puerto de El Callao antes de que éste quedara bloqueado por la escuadra de San Martín: ocho buques de guerra, mandados por otro brillante inconformista, lord Thomas Cochrane, décimo conde de Dundonald. Había ingleses en ambos lados, puesto que el barco que consiguió hacerse a la mar estaba mandado por un marino de Bristol, un tal Thomas Parry. El barco zarpó de El Callao el 10 de agosto de 1820, el mismo día en que el general San Martín embarcaba rumbo al Perú.
El Flora, bergantín de 230 toneladas que, desde hacía más de una década, se dedicaba al transporte de hojas de coca del Perú, fue cargado en este viaje con riquezas de más peso. Había a bordo 192 cofres blindados; por ejemplo, el perteneciente a la familia Pardo y Aliago, de Lima, contenía 674 doblones de oro, dos joyeros; uno de marfil tallado y el otro de cedro y ébano (y, en su interior: 7 collares, 5 colgantes, 15 anillos y 13 pares de pendientes, 11 broches y 9 pulseras, todos de oro y plata labrados, adornados con un total de 418 piedras preciosas), una espada toledana damasquinada, en vaina de oro labrado, con incrustaciones de topacios y cornerinas, y una bolsa de piel de gamo con nueve grandes esmeraldas sin tallar.
En total, el Flora transportaba 29.267 diamantes, rubíes, esmeraldas y amatistas, 11.254 perlas, la mayoría, perfectas, 743.050 doblones de oro, además de un puñado de escudos y piastras, así como cadenas, medallones, vasos, bandejas, copas, etcétera, todos de oro. De las capillas privadas de las grandes familias de Lima procedían candelabros de oro y plata, crucifijos, incensarios, custodias, patenas y cálices con incrusta-ciones de perlas y pedrería, esmalte y lapislázuli: la pieza más famosa era la Cruz de las Siete Esmeraldas, de la familia Soldán y Unanue, bendecida por san Pío V. El cargamento incluía, además, 126 reproducciones idénticas, a pequeña escala, de la imagen de tamaño natural de la Virgen de la catedral de Lima, a la que se le atribuía la gra-cia de haber salvado a la ciudad de un terremoto en el siglo XVIII. Cada una de estas imágenes medía 80 centímetros de alto y pesaba 40 kilos de oro macizo.
Para concebir este fantástico cargamento hay que recordar que, en las colonias, los beneficios solían convertirse en oro, perlas y piedras preciosas, la moneda más valiosa y el medio más seguro para preservar una fortuna. Las vírgenes de oro del Flora estaban consignadas como pro-piedad de particulares, no de la Iglesia; la Virgen de oro era dos ve-ces sagrada: como objeto de culto y como garantía de salvación en tiempos difíciles.
Había a bordo, además, 17 toneladas de oro en lingotes, embalados en cajas de madera.
Esta inmensa fortuna estaba ahora en alta mar, excitando codicia. Y así, la lucha del general San Martín por la libertad y la justicia desencadenó otra lucha, una guerra no menos mortífera, por el tesoro, lo que es el tema de este relato.
Aparte de la tripulación, el Flora llevaba 19 pasajeros: un nuncio pontificio, un dignatario del virreinato con su secretario y cuatro damas de la nobleza española con sus hijos, siete niños y cinco niñas, todos de menos de diez años. La lista de pasajeros se encuentra en el Archivo de Indias, en Sevilla, junto con el manifiesto del Flora en ese viaje, en el que se detallan las partidas del cargamento y sus consignatarios, y se indica también que el capitán Parry mandó descargar 27 toneladas de plata antes de zarpar, porque consideró que el barco estaba peligrosamente sobrecargado.
Doblaron sin novedad el cabo de Hornos, tomando comida y agua en varios puertos de los que zarparon indemnes, a pesar de los conflictos políticos, gracias al talento diplomático del capitán Parry, que, en cada caso, se presentaba como extranjero simpatizante de la autoridad que mandara en cada puerto. No fue hasta después de zarpar de Recife, en pleno Atlántico, rumbo a Cádiz, cuando el capitán se dejó convencer al fin por su tripulación para quedarse con el tesoro. Parry se desvió hacia el noroeste, hacia el Caribe, y dio la orden de matar a los pasajeros.
En el archivo de manuscritos del Museo Marítimo Nacional de Green-wich se conserva el relato de un testigo de los hechos. La declaración está firmada por Josiah Tyler, un paje que desertó en Barbados y regresó a Bridgetown, donde se entregó a las autoridades. Según el joven Tyler, el capitán Parry tenía lágrimas en los ojos cuando ordenó a su tripu-lación que asesinaran no sólo a los adultos, sino también a los doce niños, para que no quedara nadie que pudiera delatarles. «¡Es una lástima que no haya otra forma de quedarse con la carga!», le oyó decir Tyler al primer oficial. Para evitar a los pasajeros el terror de darse cuenta de que iban a matarlos, el capitán quería que los estrangularan mientras dormían, pero la tripulación obró con torpeza y «hubo gritos durante media noche». El capitán Parry estaba furioso y maldecía a los hombres, y a la mañana siguiente dio a todos y cada uno de los pasajeros un funeral marinero en debida forma, oficiado por él mismo.
Poco después, anclaban en una cala desierta de Barbados para cargar agua, y Tyler aprovechó la oportunidad para escapar. El resto siguió viaje con rumbo distinto. Ahora eran ricos y tenían un nuevo destino. Toda la operación resultó inútil, porque, a los pocos días, naufragaban durante un huracán; pero Tyler, antes de desertar, oyó decir que el plan era poner rumbo a los cayos de Florida, donde el capitán Parry tenía amigos en los que creía poder confiar.
En cuanto a los pasajeros y la carga, si se hubieran quedado en Lima, no les habría ocurrido nada.
San Martín no marchó sobre la capital hasta diez meses después. Compartía con Kutuzov la aversión por las batallas y la confianza en el ímpetu del sentimiento popular, y prefería las maniobras al derramamiento de sangre. Esperó hasta que el bloqueo obligó al ejército del virrey a abandonar Lima, pero ni aun entonces quiso entrar en la ciudad hasta que el pueblo declarara su independencia de España. San Martín asumió poderes dictatoriales, en calidad de protector del Perú, mientras durase la guerra, y los ciudadanos no sufrieron pérdida de la vida ni de sus bienes, salvo la derivada de la supresión de la esclavitud y de los trabajos forzados.
San Martín fundó la Biblioteca Nacional del Perú, pero sus planes de mayores reformas y establecimiento de una monarquía constitucional con un rey inglés tropezaron con obstáculos mayores que los regimientos del virrey. La disensión y la corrupción lo invadían todo; sus ayudantes más próximos se dedicaban a mejorar el mundo por cuenta propia. Haciendo acopio de valor para reconocer que no podía hacer más, San Martín lo puso todo en manos de Bolívar (que necesitaría unos cuantos años más para desilusionarse) y con sólo 46 años se retiró a Europa, una afrenta al orgullo suramericano que causó mucho resentimiento.

Todo esto pertenece al lejano pasado, pero, involucradas en estos hechos, había fabulosas cantidades de oro y piedras preciosas, y éstas son cosas que duran más que la carne y los huesos, aunque los hombres también alcanzan una cierta inmortalidad, por lo menos en sus actos.
Los hechos, viles o nobles, que aquí se relatan, tuvieron consecuencias trascendentales para Mark Niven un siglo y medio después. Con frecuencia, mientras buscaba el barco del tesoro, Mark se preguntaba a qué se habría dedicado él si el general San Martín se hubiera quedado gobernando la Argentina o Chile, si los potentados de Lima no hubieran decidido embarcar sus fortunas para España o si el capitán Parry hubiera valorado la vida de sus pasajeros más que su carga y mantenido rumbo a Cádiz en lugar de virar al noroeste, para ir al encuentro del huracán... Pero es que la vida de cada hombre influye en la vida de todos los hombres, y cada relato es fragmento de un gran relato, el relato de la Historia de la Humanidad. 


NOTA DE LA REDACCIÓN: Este texto forma parte de la novela de Stephen Vizinczey, El millonario inocente (RBA, 2007). Queremos hacer constar públicamente nuestro agradecimiento a RBA Libros por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.

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