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Adiós, Luna (2-2-1993/16-7-2003)

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Magazine/Nuestro Mundo
Complicidad
Por Eva Pereiro López, lunes, 21 de julio de 2003
Era un día más, ni mejor ni peor que el anterior o los siguientes, un día más que no había sonado en el despertador porque hacía ya tiempo que el despertar ocurría de forma natural antes de que el estridente sonido rompiese la somnolencia en pedazos. Nos habíamos levantado, abierto la persiana y advertido la mañana soleada que se anunciaba. «¡Perfecto!» había pensado con una sonrisa en los labios acariciando su pelaje.
Al bajar las escaleras empezaron a encadenarse gestos habituales y automáticos que no necesitaban siquiera el haber despertado. Preparar café, una rebanada de pan en el tostador, un par de naranjas para el zumo, y mientras deambulaba como siempre por la cocina de un lado a otro, y sin prestar atención, sentía su presencia, observaba porque sabía que algo caería cuando él hubiese acabado, como todas las mañanas después de tantos años. A veces de entre el turbio sopor todavía no disipado, escuchaba a lo lejos un gemido de impaciencia, pero sabía sin ver que él seguía ahí, con el culo pegado a su alfombra siguiendo con los ojillo sus movimientos. «Es gracioso que después de tanto tiempo siga manteniendo la esperanza del bocado antes de hora», pero así era; quizás el orden se alterase un único día en su vida, pero ese día estaría preparado para brincar sobre el pedazo antes que nadie, aunque no hubiese rivales.

Tras el desayuno engullido y con algo más de energía, sus pasos lo llevaron hacia el cuarto de baño, etapa que acabaría por deshacer cualquier reducto de torpeza mañanera si todavía fuese necesario. El gemido volvió a sonar, esta vez era el de la impaciencia del paseo por la playa. Hacía buen día así que tocaba playa. Ambos lo sabían y deleitaban el momento cumbre en el que una ranura de luz en la puerta daría el pistoletazo de salida. La arena, las olas, el sabor a sal y los kilómetros de playa ante ellos. Para el perro, la libertad. El no se cansaba de verle correr y olisquear con la cola agitándose y las orejas atentas, como siempre, a cualquier sonido extraño, a un traspiés del amo, a alguna gaviota; cualquier cosa. Lo que más les gustaba a ambos era la complicidad del aire y de la sal, de sus siluetas en la arena, de la atención que se brindaban y de esa sensación de desahogo al batir las olas. Pero no había que abusar del placer, y ambos sabían cuando había que dar media vuelta sin volver la vista atrás, otro día llegaría igual que éste, se encadenarían las mañanas de playa, pero ahora quedaban muchas horas para otras tantas sensaciones más.

Y los días transcurrían en esa complicidad estremecedora de miradas silenciosas y tacto de pelaje suave, y se construyó una vida. Una vida que compartieron juntos y que ahora amputada es extremadamente dolorosa.

No sé si habéis tenido la ocasión de compartir el cotidiano con un perro. Muchos de nosotros elegimos mil y una maneras distintas para escaparnos de una rutina que nos sangra día a día, automatizando sin consuelo gestos e ideas; la imaginación suele ser un barco de vela con rumbo hacia el infinito, por ejemplo, pero sin llegar a la completa abstracción de la realidad, resulta asombroso el lugar que llega a ocupar un perro a lo largo del camino.

No tengo historias sorprendentes, sino una lista amplia de detalles agradables, de miradas cómplices y un enraizado cariño palpitante que se construye con cada campanada
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