Juan Antonio González Fuentes
En el año 1945 Arce contaba con 17 años, acababa de descubrir como lector a los poetas del 27 y toma contacto en Santander con miembros del
grupo Proel. Con quien primero trabó amistad Arce de dicho grupo fue con el poeta y pintor
Julio Maruri, quien años después, en 1958, llegó a ser Premio Nacional de Literatura por una antología editada por el impulsor cultural
Pablo Beltrán de Heredia. A finales del año 45 Arce apareció en la tertulia que el grupo poético y de artistas mantenía en la cervecería “La Mundial”, en la santanderina calle Somorrostro. Como ya ha contado el propio escritor, allí estaban
Ricardo Gullón, José Hierro, Carlos Salomón, Leopoldo Rodríguez Alcalde, Aurelio García Cantalapiedra…, quienes le acogieron con simpatía y no le hicieron excesivo caso. A partir de ese instante, Arce quedó integrado en la tertulia y en su dinámica, es decir, en las lecturas poéticas, discusiones literarias, charlas. Quien ejercía entonces un cierto magisterio como jefe de filas era
Ricardo Gullón, fiscal de 37 años que hablaba al resto de tertulianos de autores como
Faulkner, Kafka o la nueva narrativa inglesa. La tertulia pronto se trasladó a otra cervecería o café, “La Austriaca”, situada hasta fechas muy recientes en los últimos números del Paseo de Pereda.
Corría el año 1946 cuando la revista
Proel comenzó a tener problemas para aparecer con puntualidad y rigor, lo que al parecer inquietaba a los más jóvenes poetas, Arce incluido, quienes veían tambalearse la posibilidad de contar con un medio fiable de mostrar al mundo sus creaciones. Así, los primeros poemas de Manuel Arce no vieron la luz en la revista santanderina, sino que lo hicieron en la leonesa
Espadaña comandada por
Victoriano Crémer y gracias a la intercesión de Ricardo Gullón. El joven poeta publicó por fin poemas en la revista
Proel en el número Primavera-Estío del año 1947, número que apareció avanzado ya el año 1948, impreso en pésimo papel y plagado de erratas.
El desastre precipitó la materialización de una idea que parte del grupo ya había discutido en más de una ocasión: la necesidad de editar otra revista que si bien fuese de condición modesta, sí asegurase la regularidad en sus salidas. La oportunidad, como ocurre con tanta frecuencia, se cruzó en el camino de Arce de forma casual. Un día de comienzos del año 1948 los
hermanos Bedia, Joaquín y Gonzalo, amigos del joven poeta, le comunican que han comprado una imprenta Boston y le proponen hacerse unas tarjetas de visita. Arce, atónito como él mismo recuerda, les pregunta si pueden imprimir una revista. La respuesta fue afirmativa. Esa misma noche discuten durante horas las posibilidades existentes y se plantean también dos inconvenientes: la ausencia de capital inicial y de material tipográfico.
Pero dejemos que lo explique el protagonista con sus propias palabras: “…Gonzalo, que había comenzado a trabajar en la imprenta “Resma”, decidió que podía componer un poema cada día, fuera de las horas de trabajo, e imprimirlo por la noche en la Boston que habían instalado en un diminuto cuarto trastero de la casa (calle San Simón). Joaquín conseguiría el papel a crédito. Ellos imprimirían las revista. Yo me ocuparía de la venta. Me abrían un crédito de tres números. Durante estos tres números Joaquín llevaría la administración de la publicación. A los costes sumarían un módico beneficio. Todo estaba perfectamente claro. Lo que los hermanos Bedia querían era darse a conocer como impresores de calidad. Llegar a ser impresores de prestigio. Editar libros. Los tres pensamos aquella noche que lo de la revista era una aventura que no tenía por qué salir mal. Estábamos de acuerdo en todo. Ya sólo faltaba una cosa: encontrar un título para la publicación”.
Este surgió en la tertulia del café “La Austriaca” estando presentes Gullón, Hierro, Maruri, Cantalapiedra, Rodríguez Alcalde, Beltrán de Heredia, Enrique Sordo y el pintor
Miguel Vázquez. Buscaban todos un nombre corto y contundente, como el de las revistas del momento, es decir,
Proel, Espadaña, Verbo, Garcilaso, Pilar o Cántico. Pero el título, después de varias horas y muchas propuestas, no acababa de aparecer. Finalmente el pintor Miguel Vázquez, cansado ya de tanto esfuerzo vano, propuso irónico un extraño título seguro de que iba a ser desechado inmediatamente,
La isla de los ratones. Sin embargo, en contra de lo que auguraba el bromista pintor, el título fue acogido con satisfacción por Manuel Arce, quien entonces no podía sospechar la fortuna que con el tiempo tendría el mismo.
De la Boston de los Bedia salió el impreso de suscripción y el poeta inició los trámites para conseguir el permiso de las autoridades y para lograr las necesarias colaboraciones. La primera se le pidió a
Vicente Aleixandre, a quien el escritor santanderino había conocido dos años antes.
Las dificultades administrativas con las que se topó Arce fueron importantes. La revista no fue autorizada al no cumplir los requisitos necesarios. Esta prohibición tenía que ver, claro, con las duras exigencias de la censura española, diseñadas por la Dictadura franquista para desanimar a cualquiera que pretendiera aventurarse en la edición, y llegado el caso sencillamente abortar dicha posibilidad. Tampoco debió ser ajeno a la decisión de prohibir la revista el hecho de que a los impulsores de
Proel no les pareciese oportuna la aparición de otra publicación periódica, por lo que
Pedro Gómez Cantolla, a la sazón director impuesto de
Proel y Subjefe Provincial del Movimiento, propusiese a Arce dirigir un “pliego poético como filial de la revista”.
Sin embargo, después de hacer muchos pasillos y hablar con mucha gente, las autoridades toleraron a Manuel Arce la impresión de unas “hojas sueltas” de poesía que no podían numerarse. El impulsor de la publicación ideó una fórmula para dotar a las autorizadas hojas de un mínimo carácter de revista: perforarlas por un costado y unirlas con un cordón. Pero dejemos de nuevo tomar la palabra al protagonista, quien escribe “El primer número decía en su portada:
La Isla de los Ratones. Hojas de poesía. Santander. Mayo 1948. En el interior, discretamente al final del sumario, hice figurar el núm. I. Nada ocurrió. De modo que, en la segunda entrega, el núm. 2 lo sitúe en la portada. Pero hubo que suprimir el mes porque, según oficio administrativo, las ‘hojas’ no podían ser mensuales, ni bimensuales, ni nada. No podían tener ningún tipo de periodicidad. Así que en la tercera entrega sólo reza: Santander. 1948. Sin número, Sin mes. Y lo mismo con la cuarta y la quinta aparición. Aclaro estos detalles porque sé que algunos investigadores, que han trabajado sobre las publicaciones de la época, olvidándose tal vez del contexto histórico en este caso, han pensado que estas irregularidades obedecían a simple despiste o disparatado capricho”.
Uno de los principales problemas técnicos con los que se encontró la recién nacida publicación derivaba de la fórmula encontrada por Gonzalo Bedia para componer los textos, es decir, hacerlo en horas libres en la imprenta en la que trabajaba. Este método implicaba que no hubiera tipos de repuesto para corregir erratas, lo que suponía en cada corrección un día de retraso. Dadas las circunstancias Arce tomó la decisión de intentar corregir únicamente las erratas de carácter ortográfico, las otras comenzaron a salir “alegremente a la luz” como él mismo reconoce. Tal alegre profusión de erratas hizo que con la aparición del cuarto número la revista fuera rebautizada por el malogrado poeta
Carlos Salomón como
La Isla de los erratones.
Con todo la aventura funcionaba. Los tres primeros números dieron modestos beneficios, pero a partir del nº 6, en el que intervino Beltrán de Heredia diseñando una nueva cubierta tipográfica, hubo entregas que alcanzaron beneficios del ciento por ciento. Parte de los beneficios se reinvertían en mejorar la publicación, lo que se tradujo en más páginas, más ilustraciones y ocasionalmente en mejor papel. Desde el mencionado número 6 las “hojas” dejaron de ir con el cordoncillo, pues Beltrán de Heredia opinó que seguirían considerándose sueltas si iban cosidas por el lomo, y que en consecuencia la Administración nada tendría que decir. Además, comenzó a darse numeración correlativa a las páginas de las posteriores entregas, llegándose sin problemas hasta la que hacía los números 19-20 en el año 1953, momento en el que Arce recibió un oficio obligándole a no paginar consecutivamente los números de la publicación si no quería que se le retirase la tolerancia hacia su empeño literario. Para que esto no sucediera, Manuel Arce paginó la siguiente entrega, la que hacía los números 21-22 también en 1953, desde el dígito I. Pero una vez realizado el trámite siguió paginando correlativamente la revista hasta su desaparición en el año 1955.
La publicación literaria periódica
La Isla de los Ratones terminó su andadura cuando para Manuel Arce, según propia confesión, dejó de ser “un juego alegre y divertido”. Claro que también influyó decisivamente en el final de dicha aventura literaria los esfuerzos y dedicación que exigían los comienzos de otra aventura de índole cultural y comercial. Me refiero a la librería y
galería Sur que había iniciado su andadura en el mes de julio de 1952 situada en la calle San José de la capital de Cantabria. Sin embargo, como ya se ha mencionado más arriba, la colección de libros La Isla de los Ratones prosiguió su extensa andadura editorial hasta el año 1986 con la publicación del volumen
Poemas y cartas de amor de
Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubi, obra que vió la luz acompañada de un estudio escrito por un viejo amigo que había visto surgir
La Isla de los Ratones de la nada, el crítico y narrador Ricardo Gullón, con lo que el círculo parecía cerrarse.
También hay que hacer notar que la desaparición de la revista en 1955 vino a coincidir con la de la escritura poética de Arce, al menos en cuanto a su dimensión pública, hecho que juzgo muy significativo y quiero dejar aquí apuntado.
Vicente Aleixandre escribió en la colaboración que abría el primer número de
La Isla de los Ratones la siguiente frase: “una revista en otro núcleo ardido”. Es probable que el poeta “jugase” con la imagen de un Santander que se recuperaba del incendio sufrido en febrero del año 41, pero sin duda se refería a los “incendios” provocados por la poesía en distintos núcleos españoles que trataban de recuperar el pulso creativo tras la guerra mediante la creación de revistas y colecciones.
Sí, en 1948 Santander era un núcleo ardido al que se añadió un nuevo fuego literario y poético, la Isla de Manuel Arce. La revista se creó en un principio, como ya hemos señalado, para dar cabida a las nuevas voces poéticas que iban surgiendo en el contexto santanderino y no encontraban una fácil y rápida salida pública en la revista
Proel. Pero si esta fue la razón básica para poner en marcha la aventura, la propia trayectoria de La Isla demostró desde el primer momento que los intereses abarcaban otros campos además de la poesía, y que la lista de colaboradores ofrecía con abundancia más nombres que los de la nueva generación de poetas santanderinos.
En efecto, desde sus primeros números
La Isla de los Ratones no sólo ofreció espacio para la poesía, también lo hizo para la prosa (cuentos, crítica literaria y pictórica, ensayo) y para el arte, fundamentalmente a través de la incorporación de ilustraciones realizadas tanto por los mejores y emergentes pintores cántabros del momento, como por algunos de los jóvenes artistas españoles (destacando por su número los catalanes), e incorporando también a algunos pintores ya importantes en esas fechas, pienso por ejemplo en
Cossío o en
Benjamín Palencia.
Por lo que respecta a los colaboradores (escritores, críticos y poetas), creo que pueden establecerse en esencia cuatro grandes grupos. El primero formado efectivamente por los nuevos poetas santanderinos, todos de la generación de Manuel Arce, y donde figuran nombres como los de
Alejandro Gago, Jesús Pardo o, claro, el propio director de la revista. Otro de los grupos que menudea por las páginas de
La Isla de los Ratones es el de los más destacados miembros del grupo Proel, más o menos una década más viejos que Arce, con Ricardo Gullón, Hierro, Maruri, Salomón, Hidalgo y Rodríguez Alcalde a la cabeza. El tercer grupo que podemos establecer es el de los poetas consagrados, con la presencia de algunos de los miembros de la llamada Generación del 27 (
J. R. Jiménez, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Pablo Neruda o Gerardo Diego). El cuarto estaría conformado por miembros de la generación que entra en el panorama literario español en la década de los 50 (
Caballero Bonald, Gabriel Celaya, Blas de Otero, Miguel Labordeta, J. A. Goytisolo, Leopoldo de Luis, Eugenio de Nora, Ricardo Molina, Juan Eduardo Cirlot, Claudio Rodríguez, Ignacio Aldecoa, Victoriano Cremer, Carmen Conde, Carlos Bousoño, José María Valverde, Joan Brossa, Antonio Gala…).
A estos cuatro grandes grupos se le deben añadir, aunque sin un peso específico a subrayar, la presencia de notables poetas pertenecientes a la poesía conservadora de la posguerra (
Leopoldo Panero o
Luis Felipe Vivanco), y la de algunas traducciones, casi siempre de poetas franceses contemporáneos. Si a esto le sumamos la progresiva incorporación de colaboraciones sobre crítica de artes plásticas, tendremos al menos un perfil de los contenidos de la revista y de los intereses literarios, estéticos y éticos de Manuel Arce.
Si echamos un detenido vistazo a las colaboraciones publicadas en
La Isla de los Ratones (véase el índice) nos percataremos de dos importantes cuestiones: un altísimo porcentaje de los trabajos son poemas, y no es sencillo encontrarle una adscripción ni temática ni de tendencia poética. Hay en el conjunto muestras de lo que
García de la Concha ha clasificado como tremendismo (
Crémer), surrealismo realista (
Labordeta), el surrealismo cabalístico (
Cirlot), la elegía personal (
Ricardo Molina), la poesía de la intrahistoria (
J. M. Valverde, L. Panero, Vivanco), el realismo intimista, etc…. Aunque si hubiera que marcar un acercamiento a una determinada tendencia poética en la breve andadura de
La Isla de los Ratones, este acercamiento sería sin duda, y aplicando al término toda la anchura necesaria, a la poesía existencial en cada una de sus variadas vertientes.
Por tanto, sin poder hablarse de
La Isla de los Ratones como de una revista de poesía existencial o defensora de una determinada y cerrada concepción de la poesía, sin poderse hablar siquiera de una revista poética en sentido estricto, sí es cierto que la corriente poética existencial está muy presente en sus páginas, haciéndose eco natural y reflejo significativo de una forma de hacer poesía predominante en la emergente lírica española de la primera posguerra.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente .