Juan Antonio González Fuentes
(Es este un texto alucinatorio en homenaje a Luchino Visconti en el centenario de su nacimiento. Y también a su película El Gatopardo, en la que Burt Lancaster interpreta de forma inigualable y conmovedora a un príncipe que llora porque se le fue la vida).
Burt Lancaster llegó de Veracruz montado en su caballo
Robert Aldrich. Ató las riendas del caballo ante la entrada del
Saloon, y entró en la estancia con un furioso batir de las puertas volanderas. Parecía haber llegado de muy lejos y de aventuras prolongadas. De ello hablaban el pesado polvo de su sombrero y sus ropajes, el revólver casi desmayado en el interior de la canana, la piel del rostro labrada por el sol y el viento, el cuero de las botas resquebrajado, y unos andares lentos y cansinos.
Cuando Burt Lancaster salió del
Saloon por la puerta de atrás, lo hizo príncipe de Salinas, un poco más avejentado, vestido de impecable frac y con los andares y la mirada cargados con el orgullo de una vieja estirpe siciliana.
Luchino Visconti
Burt Lancaster, es decir, Fabrizio de Corbera, el príncipe Salinas, ingresó en el gigantesco palacio palermitano con paso decidido y rápido; lo hizo como lo que era, el último de una estirpe, el último de los Gatopardo, un señor feudal altivo y poderoso en el final ya de su madurez más plena.
Recorrió con mirada aburrida y displicente la inmensidad de los salones del palacio, y decidió refugiarse en un salón, a salvo de las risas, conversaciones y saludos de los centenares de asistentes a la fiesta, casi todos pertenecientes a la rancia aristocracia siciliana. La habitación en la que se refugió resultó ser la biblioteca, y frente al amplio sofá que ocupó, colgaba una pintura que representaba la muerte de un anciano del mundo clásico rodado de su familia.
De repente cayó en la cuenta, y como si de un enorme muro de piedra que se precipitase contra su cuerpo, se percató de que no podía faltar mucho tiempo para que esa escena la viviese él mismo en su habitación del palacio Salinas. No, no podía faltar mucho para que él estuviese en una cama no muy diferente a la del cuadro, y toda su familia también le rodease llorando su desaparición.
Los fúnebres pensamiento se disiparon en cuanto entraron en la habitación su sobrino y la prometida de éste. La chiquilla en cierto modo le obsesionaba desde que la conoció. Esa belleza salvaje y morena, de hembra insaciable y voluptuosa, esa risa que expresaba la potencia inabordable de la juventud y las ganas furiosas de vivir alegremente, despreocupadamente, entregada a lo mejor que puede ofrecer la vida. La frescura de esa chiquilla le había hecho saber por vez primera que ya no era joven, que lo mejor de su vida ya había quedado irremediablemente atrás.
Se sentía pesado, viejo, marchito, con el perfume de la vida abandonándolo a bocanadas. Pero en ese mismo instante, la chiquilla, hermosísima en su vestido casi blanco, le pidió bailar con él el primer vals que sonase en la barroca sala de baile. Aceptó casi sin pensarlo, sintiendo que ese baile no llegaría nunca.
Sin embargo, un vals comenzó a sonar en la cercanía para sorpresa de todos. La joven y él salieron de la biblioteca acompañados del muchacho. El vals era una composición del
Verdi más intrascendente, una música sin pretensiones, pero perfecta para danzar en ese momento.
La cogió por la cintura con una mano, y con la otra asió una de ella. Empezaron a bailar. El Príncipe, el temido gatopardo, bailaba con la exuberante prometida de su sobrino. El resto de bailarines se retiraron, se formó un inmenso círculo en su entorno, y todas las miradas de los asistentes se clavaron en los bailarines: algunas reflejaban envidia, otras algún vago temor, todas admiración.
Él volvió a sentirse joven, fuerte, atractivo, un hermoso gatopardo capaz de marcar y defender su territorio. Burt Lancaster bailaba un vals de Verdi haciendo volar a
Claudia Cardinale. Fue su verdadero momento de gloria. Quizá el mejor momento de su existencia, el que justificaba en buena parte su vida entera.
El vals terminó, el círculo de admiradores se deshizo, la atmósfera de poder, juventud y lujuria se desvaneció. Todo había terminado. Ya solo, completamente solo, recorrió de nuevo el bullicio de los salones en los que jóvenes y mayores bailaban, bebía, comían, charlaban... Todo le era ajeno. De alguna manera acababa de morir, estaba muerto, era sólo un fantasma principesco y gatoparduno deambulando por los salones de un palacio lleno a rebosar de fantasmas de otro mundo, de otra época, de otra vida que jamás regresaría.
Tenía que esconderse, aunque sólo fuera un momento, para reflexionar sobre el momento crucial que le tocaba en suerte, debía saborearlo, hacerse muy consciente de él. Entró en la primera habitación de la que no salían voces. Todo el suelo estaba lleno de jarrones y vasijas en las que los invitados a la fiesta dejaban sus sorbos de champagne convertidos en orines. Avanzó sorteando las piezas de porcelana que rebosaban pises y llegó hasta un espejo. Burt Lancaster se miró en él. El príncipe de Lampedusa, el
cowboy recién llegado de una larga cabalgada desde Veracruz, se contemplaba en el espejo con incredulidad, con pena infinita.
Y de sus ojos que se cerraron con la lentitud más hermosa y devastadora del mundo, cayó una lágrima. Sí, el príncipe-
cowboy había muerto, y Burt Lancaster lloraba por él. También lo hacía Visconti, pero con el puño en alto.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.