Juan Antonio González Fuentes
Creo haber contado ya, que en la primavera del año 1991, pasé el último trimestre en la universidad inglesa de Leicester, ciudad que imagino sigue siendo hoy capital de las Midland, en el mismo centro de Inglaterra. No es Leicester una ciudad a la que el calificativo de hermosa encaje bien, pero como casi todo en esta vida, tiene lo imprescindible para hacer que la existencia de uno tenga sus momentos.
Durante aquellas semanas recuerdo que hice una gran variedad de cosas, salvo aprender inglés y estudiar, me temo. Por ejemplo, viajé. Estuve dos veces en Londres, pasé por Newcastle, vi de lejos los bosques de Nottingham en los que lanzaba sus flechas
Robin Hood, y en un autobús tercermundista me acerqué hasta Escocia, hasta Edimburgo concretamente.
Edimburgo me pareció una ciudad encantadora, una hermosa atalaya desde la que la vida se ralentiza y se hace un poco más llevadera. Recorrer la empinada High Street, con sus pequeñas tiendas de grabados y libros antiguos, fue para mí un reflejo en blanco y negro de un futuro paraíso. Recorrer el castillo, sentarme en los bancos de madera en los que una placa recuerda a quienes en ellos meditaron tranquilos, husmear los callejones por los que deambulaba
Stevenson, ver los pronunciados verdes esmeraldas de las suaves colinas ciudadanas…, en fin, recuerdos que, de vez en cuando, aún me calientan un poquito por dentro.
Además, en Edimburgo me enamoré. No recuerdo bien si fue por la mañana o por la tarde cuando entré en la
National Gallery of Scotland y recorrí sus salas. Sí sé sin embargo que pensé, mientras paseaba entre los cuadros, que aquel museo tenía bastante de provinciano, que sus escasos vigilantes sesteaban como en cualquier otro lugar del mundo, y que entrando en comparaciones, España parecía un país mucho más dinámico y moderno que aquel en el que en ese momento me encontraba. Lo cierto es que descubrí España durante esos tres meses en Leicester.
Pero no me voy a ir por las ramas, y contaré mi enamoramiento, quizá alguno de ustedes esté impaciente, o al menos haya despertado en él cierta curiosidad. Me sitúo nuevamente contemplado las salas con los cuadros, hasta que entré en una reducida habitación sin vigilante en la que todo estaba dominado por una sola imagen, la de ella. Entonces algo golpeó mis entrañas y supe con absoluta certeza que me había enamorado, y que lo había hecho para toda la eternidad.
Sí, allí estaba ella, mirándome desde su butaca tapizada de marfil y flores. El pelo negro está recogido con esmero, y viste unas telas vaporosas y casi transparentes. La cintura está ceñida con una tela lila y de su cuello desnudo pende un camafeo. Su mano derecha, con una flor entre los dedos, descansa en su regazo delicada, y la izquierda, con una pulsera dorada, se cierra lánguida al brazo de la butaca. Creo que es hermosa; su belleza no es salvaje, ni emana efluvios eróticos. No, su belleza sobrecogedora es a la vez aristocrática y doméstica, es una belleza que se expresa y condiciona en términos de clase, de civilización, de elegancia consustancial, pero no domesticada. Ninguna belleza de verdad está domesticada.
Pero sin duda lo más impresionante, lo que me dejó sin fuerzas para abandonar la sala durante muchos minutos, lo que me hipnotizó con una suerte de efluvio o veneno cuyo efecto dura hasta hoy mismo, fueron su mirada y su sonrisa.
Sus ojos no taladran, no son inquisitivos, no tiene la fuerza de la decisión. Sus ojos sencillamente comunican una sintonía in able con la vida, una comprensión natural de las cosas, consustancial a una manera de entender el mundo que no se cuestiona. Es la mirada de la seguridad en una misma, en una clase, en un destino, en la sabiduría de que nada de lo por venir turbará en exceso ese bienestar remansado del que ella es fruto, del que ella ha surgido y que simboliza con su belleza situada entre encajes exóticos, casi lascivos. La sonrisa en la boca certifica la seguridad, la adorna con cierta malicia dibujada, nunca impuesta.
¿Cómo será sentir entre los brazos a una mujer así? ¿A qué sabrá su boca, cómo responderá desnuda y blanca a las caricias? Sólo estoy seguro de que el sonido de su risa debía ser apoteósico, que rasgaría los silencios y que crearía en el aire luces de artificio. Han pasado quince años, no la he vuelto a ver y sigo enamorado de ella como el primer día.
Sé que se llama
Gertrude Vernon, aunque muchos la conocen por
Lady Agnew of Lochnaw. Su retrato lo pintó hace mucho tiempo, ente 1892 y 1893, un americano nacido en Florencia, un tal
John Singer Sargent (1865-1925). Sé que se casó con un hombre afortunado,
Andrew Nod Agnew; desconozco si fue feliz con él.
Y ahora, al cabo de los años, me dicen que está por aquí, en España, en Madrid. Que su retrato, aquel que me conmocionó para siempre en Edimburgo, va a estar unos cuantas semanas en el Museo Thyssen, junto a otros de su autor y del español
Sorolla.
Tengo que volver a verla, tengo que decirle lo mucho que he pensado en ella a lo largo de los últimos años, tengo que decirle que la quiero, que sigo enamorado desde los lejanos días de Escocia. Tengo que robarle al menos un beso, sentir el clima de sus labios y volver a dejar que su mirada me traspase.
Me espera en el Museo Thyssen, y no puedo faltar a la cita.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.