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Portada (Vol. I)

Portada (Vol. I)

    AUTOR
Víctor Klemperer

    GÉNERO
Diarios

    TÍTULO
Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1933-1941 (I) y Diarios 1942-1945 (II)

    OTROS DATOS
Traducción de Carmen Gauger. Barcelona, 2003. 893 y 973 páginas. 38,50 € y 38,50 €

    EDITORIAL
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores



Portada (Vol. II)

Portada (Vol. II)

Víctor Klemperer

Víctor Klemperer


Reseñas de libros/No ficción
La tiranía cotidiana
Por Javier Moreno Luzón, jueves, 9 de octubre de 2003
En los seis últimos años del siglo XX, Alemania vivió un intenso resurgimiento de los debates sobre la época nacional-socialista. La querella de los historiadores en la década de los ochenta y las polémicas sobre el nacionalismo alemán que acompañaron a la reunificación del país sirvieron de antecedentes a un súbito interés de la opinión pública y de los medios de comunicación por el Tercer Reich.
“Lo que importa no son las grandes cosas, sino la tiranía de cada día, que se olvida.
Mil picaduras de mosquito son peores que un golpe en la cabeza.
Yo observo, anoto las picaduras de mosquito…”
(II, 512).

Tres acontecimientos motivaron este fenómeno, que alcanzó también, aunque en menor medida, a Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia e Israel. En primer lugar, el libro Los verdugos voluntarios de Hitler (Madrid, Taurus, 1997), del historiador norteamericano Daniel J. Goldhagen, puso sobre la mesa en 1996 la implicación en el Holocausto de los alemanes corrientes, imbuidos a juicio de Goldhagen de un feroz antisemitismo eliminador. Mientras tanto, la exposición Guerra de exterminio: crímenes de la Wehrmacht, 1941-1944, organizada por el Instituto de Investigación Social de Hamburgo, recorrió numerosos lugares y mostró a un millón de visitantes las atrocidades que habían cometido los soldados alemanes en los territorios ocupados durante la Segunda Guerra Mundial. Tanto el libro como la exposición desmentían la idea, todavía muy arraigada, de que los horrores habían correspondido en exclusiva a los nazis, hacían llegar a los no especialistas los resultados de las investigaciones académicas y, más aún, provocaban la controversia al tocar la fibra sensible de las relaciones entre memoria, historia e identidad nacional en la nueva Alemania.

El tercer acontecimiento, estrechamente ligado a los otros dos, fue la edición en 1995 de los diarios de Victor Klemperer, un profesor judío que había sobrevivido a la catástrofe y que había tomado ciudadosa nota de lo ocurrido entre 1933 y 1945. Habían pasado más de treinta años desde la muerte de su autor, tan sólo conocido hasta entonces en pequeños círculos científicos, y el manuscrito había permanecido olvidado en los archivos de una biblioteca. Transcritos y depurados, los textos llenaban más de mil seiscientas páginas y no debió resultar fácil encontrar quién los publicara. Sin embargo, los dos gruesos volúmenes se convirtieron en un inesperado éxito de ventas, alimentaron los debates en curso y hasta dieron lugar a una serie de televisión. Hoy se tienen, de forma casi unánime, por una fuente excepcional para el estudio de la vida cotidiana y de la persecución de los judíos bajo la dictadura de Hitler. Algo más tarde que la inglesa (1998-1999) y que la francesa (2000) aparece ahora una cuidada traducción española, lo cual confirma el atractivo creciente de estos temas en nuestro país, nada ajeno –pese a no haber participado en la Segunda Guerra Mundial—a la ola de publicaciones que anega las librerías de medio mundo. No sólo los escritos de Goldhagen, sino también los de otros autores destacados, como Ian Kershaw, Christopher Browning, Michael Burleigh o Robert Gellately, están disponibles en castellano, y por vez primera hay investigadores peninsulares, como Ferran Gallego, que trabajan sobre la Alemania nazi. Sólo falta que los editores españoles presten más atención a las novedades en lengua alemana, algo que quizás se vea impulsado por la aparición de estos diarios.
En 1942 elabora detalladas listas de las prohibiciones vigentes: entre otras muchas, abandonar el término municipal, ir al cine, utilizar el teléfono, viajar en tranvía o en cualquier otro vehículo, comprar flores o tabaco, tener mascotas, entrar en los parques, acudir a un comercio fuera de unas horas determinadas o ir en bicicleta los domingos
Victor Klemperer (1881-1960) nació en Prusia, hijo de un rabino, y se dedicó primero al periodismo y después al estudio de las lenguas y literaturas románicas, disciplina que enseñaba en la Escuela Superior Técnica de Dresde. Convertido al protestantismo, luchó y ganó condecoraciones en la Gran Guerra. Desde su cátedra y casado con la pianista Eva Schlemmer, Herr Professor Klemperer representaba perfectamente el proceso de asimilación que había experimentado la comunidad judía alemana en las décadas anteriores. De hecho, y como deja claro ya en las primeras páginas de su diario, se sentía perfectamente alemán y compartía los supuestos de un cierto nacionalismo liberal que creía en la existencia de caracteres nacionales y se enorgullecía de los logros de su cultura. El triunfo de los nazis destruyó la Alemania de Klemperer e hizo de él un apátrida: ya no era un ciudadano alemán, sino un no-ciudadano judío. Apenas protegido por su matrimonio mixto con una mujer aria, pronto expulsado de la Universidad, se dispuso a “dar testimonio hasta el final” de la degradación social y la opresión política que trajo consigo el Reich hitleriano. Y lo hizo con una minuciosidad extrema, mezclando vivencias personales con observaciones acerca del régimen y de su influjo sobre los alemanes. Se jugó su vida y la de su mujer, encargada de poner a salvo las comprometedoras notas, pero consiguió su objetivo y abrió así una nueva ventana a la realidad histórica de aquellos tiempos oscuros.

Lo primero que destaca en el relato cotidiano de Klemperer es el impacto de la política antisemita nazi sobre la vida de los judíos alemanes. Ya desde el comienzo se respira un ambiente de terror, “como ante un pogromo de la más tenebrosa Edad Media o de la más profunda Rusia de los zares” (I, 13). La violencia impune se manifiesta de vez en cuando –“cuento seriamente con que un día me incendien la casa y me maten a golpes”, anota en julio de 1935 (I, 217)—y se desata en algunos momentos, como sobre todo en la noche de los cristales de noviembre de 1938. Pero la tiranía se manifiesta en el día a día a través de las continuas disposiciones legales que cercan a quien ha sido etiquetado oficialmente como judío. Sólo su calidad de excombatiente salva a Klemperer de perder la cátedra de inmediato, aunque sus alumnos escasean y en 1935 le obligan a retirarse con una pequeña pensión. Los contratos editoriales se anulan y los editores rechazan sus obras. Una vez que las leyes de Nuremberg privan a los judíos de sus derechos cívicos se suceden en cascada las normas racistas. Klemperer no puede entrar en la sala de lectura de la biblioteca y más tarde ni siquiera tomar libros en préstamo, tiene que cambiar su nombre por el de Victor-Israel, se queda sin permiso de conducir, recibe una tarjeta especial de identidad con una “J” y finalmente se ve forzado a dejar su casa para trasladarse a una Judenhaus (casa de judíos). En 1942 elabora detalladas listas de las prohibiciones vigentes: entre otras muchas, abandonar el término municipal, ir al cine, utilizar el teléfono, viajar en tranvía o en cualquier otro vehículo, comprar flores o tabaco, tener mascotas, entrar en los parques, acudir a un comercio fuera de unas horas determinadas o ir en bicicleta los domingos. La discriminación impregna, hasta extremos increíbles, cualquier parte de la existencia.

El punto de no retorno llega cuando obligan a los judíos a llevar la estrella sobre la ropa, en septiembre de 1941. El saberse marcado supone una continua humillación: “Desde entonces no me he movido por la calle con naturalidad”, escribe Klemperer (I, 712). Se hace sentir el hambre, más aguda aún para los que tienen un acceso muy limitado a los alimentos disponibles. Y, sobre todo, el “constante peligro de registros domiciliarios, malos tratos, prisión, campo de concentración y muerte violenta” (II, 108). La Gestapo ataca con insultos, golpes y torturas; las deportaciones rumbo a Polonia se ven acompañadas por el suicidio de los que no pueden soportar la presión. Y siguen las reglamentaciones contra los supervivientes: se cierran las escuelas judías, se les prohíbe comprar periódicos, se reducen constatemente sus raciones. La guerra se prolonga y ya es seguro que los nazis acabarán con todos, sólo cabe preguntarse cuándo irán a por los matrimonios mixtos. En 1943, los casados con arios y los privilegiados con hijos educados a la alemana son los únicos judíos que quedan en Dresde, apretados en viviendas cada vez más estrechas y siempre bajo la amenaza de que les separen de sus cónyuges y de un pogromo final. Klemperer, detenido varias veces sin consecuencias mayores, aguanta trabajando en una fábrica hasta que le declaran exento por enfermedad y consigue huir, al borde de la evacuación, gracias al caos que provoca el terrible bombardeo de Dresde en febrero de 1945. Se arranca la estrella y vaga con su esposa por Alemania, escondiendo su verdadera identidad, hasta que lo liberan los norteamericanos en Baviera. Sin embargo, con ello no desaparece la fatiga, sólo la sensación de jugarse el cuello a cada paso. Vuelve como puede a Dresde, en zona soviética, donde más tarde recuperará su cátedra. Allí morirá quince años más tarde.
¿Qué se sabía en Alemania del Holocausto? Esta pregunta, una de las más antiguas e importantes en las discusiones sobre la implicación de los alemanes en las matanzas durante la Segunda Guerra Mundial, se renueva con la lectura de estos diarios. Desde luego, Klemperer y sus vecinos y amigos sabían bastante de lo que ocurría
Pese a la persecución, Klemperer se resistió largo tiempo a marcharse de Alemania, y cuando lo intentó era ya demasiado tarde. Se consideraba alemán y no se imaginaba fuera de su país, tampoco hablaba bien otros idiomas, por lo que afrontó la situación con cierto fatalismo: “nosotros nos atrincheramos aquí y aquí moriremos” (I, 405). Sin embargo, eso no implicaba someterse en cuerpo y alma. De hecho, le repugnaba la actitud acomodaticia de muchos judíos que, con “mentalidad de gueto” (I, 175), defendían el cumplimiento de las leyes racistas. También le molestaban especialmente la desgermanización judía, el triunfo de la ortodoxia religiosa y el avance del sionismo, al que equiparaba sin rubor con el nacionalsocialismo por su estrecha militancia nacionalista, por su insistencia en las relaciones de sangre, por su vivir del pasado mítico. A su juicio, los sionistas reflejaban como un espejo la voluntad de Hitler, le daban la razón al propugnar la separación definitiva de los judíos. Por eso, los diarios de Klemperer no pueden convertirse en una bandera de quienes defienden el estado de Israel; para ellos su autor nunca dejará de ser el representante de una terca minoría asimilacionista, si bien es cierto que con el paso del tiempo el mismo profesor se interesó por los textos sionistas y acabó concediéndoles una parte de razón. Con todo, él quería permanecer “liberal y alemán for ever” (I, 525).

Ahora bien, el gran valor del testimonio de Klemperer reside ante todo en su semblanza, prolija y plural, de la sociedad alemana que le rodea. En sus páginas se recoge una infinidad de detalles significativos y por ellas desfilan numerosos personajes que emiten múltiples juicios distintos, un coro retratado por un informante experto a quien obsesiona eso que llama la vox populi, la opinión del pueblo alemán sobre lo que está pasando y el grado de penetración de la ideología nazi en la gente. Una vox populi que sabe dividida “en innumerables voces populi” (I, 541), difícil de captar en su totalidad pero donde no obstante busca con desesperación las raíces y el futuro del nazismo, de la guerra, su propio destino. De sus observaciones pueden extraerse algunas generalizaciones que resultan muy útiles para el historiador y suministran caudaloso combustible a las disputas historiográficas.

Para empezar, en cualquier rincón se hallan muestras del éxito del Tercer Reich. El testigo se sorprende, por ejemplo, al ver la cruz gamada en un tubo de pasta de dientes o en una pelota infantil. Pero sobre todo abundan sus comentarios acerca del asunto que más le interesa: las características del lenguaje nazi y su influencia en los usos lingüísticos de los alemanes. Son los materiales con los que más tarde elaboraría su libro LTI. Apuntes de un filólogo (Barcelona, Minúscula, 2001), publicado originalmente en 1947. En la Lingua Tertii Imperii (lengua del Tercer Reich) reina “la uniforme pobreza de la esclavitud” (II, 490) y sobresalen algunos rasgos fundamentales, como la mentira descarada, la exageración –lo que Klemperer llama americanismo—y su parentesco con la mecánica, el deporte o el universo militar: “defenderse, alabarse, acusar; nunca, en ningún momento, una declaración tranquila” (I, 417). Parece omnipresente la reiteración de algunos adjetivos –total, eterno, fanático, obstinado—y de ciertos sustantivos como poder (Macht) o pueblo (Volk), horda o infrahombre. Sus trazas se encuentran en lugares insospechados, desde las exposiciones florales hasta las revistas de gatos o de automóviles. Incluso los judíos utilizan palabras de la LTI. Y todo ello se ve adobado además con un estilo religioso, que deifica a Hitler, amante de las técnicas oratorias del predicador, y se acentúa con la acumulación de derrotas alemanas en la guerra, que hace al Führer invocar la ayuda de Dios: “Karl se vuelve devoto”, ironiza Klemperer (II, 650), cuyas acotaciones abonan las tesis que, como las expuestas por Burleigh en El Tercer Reich (Madrid, Taurus, 2002), ven en el nacionalsocialismo una religión política.
Goldhagen y Browning se enfrentaron en su día a propósito de las diferentes interpretaciones que les merecía el mismo caso de estudio, el de un batallón de alemanes corrientes dedicado a matar judíos en Polonia: mientras Goldhagen atribuía sus acciones en exclusiva al antisemitismo, Browning mostraba el proceso gradual de brutalización de unos hombres sometidos a condiciones excepcionales. El testimonio de Klemperer da la razón a Browning
Naturalmente, a Klemperer le intriga hasta qué punto comparte el antisemitismo oficial la mayoría de los alemanes, y toma nota precisa de incidentes que observa personalmente o le refieren otros. Las noticias resultan contradictorias y alimentan la propia perplejidad de quien las recoge, que a menudo coloca un ataque antisemita junto a una muestra de solidaridad filosemita para preguntarse: “¿Cuál es la verdadera vox populi?” (II, 402). Sin embargo, cabe deducir algunas conclusiones. Los efectos de las intermitentes oleadas de propaganda hacen creer a muchos que existe un contubernio judío contra Alemania o que la guerra sirve a intereses del judaísmo internacional. No son raras las críticas a los judíos orientales que llegaron al país huyendo de los pogromos eslavos. Hay ciertos grupos especialmente feroces: por supuesto, la Gestapo y algunos miembros del partido nazi, que no ahorran brutalidades e injurias. En los medios intelectuales y universitarios, sumidos en el servilismo más abyecto, medran quienes estudian cosas tales como la “psicología judía”. Pero entre los sectores nazificados sobresalen de forma llamativa los más jóvenes, adoctrinados eficazmente por las autoridades y la red de organizaciones del partido-comunidad, con sus escuelas y campamentos. Desde muy pronto aparecen hijos que se rebelan contra sus padres y siembran la desconfianza y el temor a la denuncia en sus propias familias. Y Klemperer relata diversos sucesos, habituales desde 1941, en los cuales uno o varios niños, normalmente de las Juventudes Hitlerianas o vestidos de un modo que delata orígenes sociales elevados, gritan y le insultan en la calle: “‘¡Que te maten, viejo judío, viejo judío!’” (II, 424).

Sin embargo, también menudean los gestos filosemitas que desafían el peligro de un castigo: gente que le trata con amabilidad cuando no hay nadie delante, que protesta por la discriminación a que se ve sometido, que se acerca para saludarle al ver la estrella: “no hay duda de que el pueblo ve como un pecado la persecución de los judíos” (I, 712). Una actitud cada vez más frecuente conforme avanza la guerra y se generalizan las deportaciones. Hasta la policía ordinaria se distingue por su relativa corrección en contraste con la violenta Gestapo. También aquí es posible señalar diferencias sociales: entre los contrarios al antisemitismo aparecen algún alto funcionario, vendedores, pero sobre todo obreros, algo muy visible en el periodo que Klemperer pasó en la fábrica: “continuamente observo el compañerismo, la naturalidad, a menudo hasta la cordialidad de los obreros y las obreras con los judíos; entre ellos habrá siempre, de un modo u otro, algún espía o traidor. Pero eso no es obstáculo para que, en su conjunto, no odien en absoluto a los judíos” (II, 391). Quizás podría aventurarse que los trabajadores industriales, con frecuencia antiguos socialdemócratas, se entregaron en menor medida al racismo nazi que los miembros de las clases medias. Pero sigue siendo una hipótesis arriesgada. También surgen de vez en cuando consideraciones sobre la indiferencia generalizada ante la suerte de los judíos: “Los pogromos de noviembre de 1938 creo que han causado menos impresión en el pueblo que la supresión de la tableta de chocolate navideña” (I, 533). E incluso sobre la ignorancia acerca del alcance de las medidas antisemitas de algunos compatriotas, que desconocen las prohibiciones o el significado de la expresión “no ario”.

¿Qué se sabía en Alemania del Holocausto? Esta pregunta, una de las más antiguas e importantes en las discusiones sobre la implicación de los alemanes en las matanzas durante la Segunda Guerra Mundial, se renueva con la lectura de estos diarios. Desde luego, Klemperer y sus vecinos y amigos sabían bastante de lo que ocurría. Al principio la información llega en relatos fragmentarios sobre deportaciones, fusilamientos y trabajos forzados en Polonia. Pero a comienzos de 1942 se habla de asesinatos en serie de judíos evacuados. Campo de concentración equivale ya a sentencia de muerte. El 16 de marzo de ese año, Klemperer anota: “Estos días he oído hablar de Auschwitz (o algo parecido) como del más horrible de todos los campos, cerca de Königshütte, en la Alta Silesia. Trabajo de minas, muerte a los pocos días” (II, 46). Desde entonces se multiplican las noticias, difundidas a menudo por las tropas alemanas: masas de cadáveres, tifus en los guetos, gaseamientos en los trenes. En octubre conoce ya la naturaleza de Auschwitz: “un matadero que trabaja a destajo” (II, 260). Hay bastante confusión sobre Theresienstadt, en Bohemia, desde donde se distribuye a los deportados y donde permanecen los ancianos un tiempo, que parece por momentos un lugar habitable. En octubre de 1944, un interlocutor “cree (por lo que cuentan los soldados) que han sido masacrados (más exactamente: fusilados y gaseados) seis o siete millones de judíos (de los quince que había)” (II, 616). El avance soviético y las emisoras de radio aliadas confirman la magnitud del horror. Podría argumentarse que los judíos, amenazados directamente, estaban mejor informados que el resto de los alemanes. El propio Klemperer considera curioso e inexplicable que las peores medidas antisemitas “se mant(engan) ocultas a los arios” (II, 328). Pero las fuentes informativas, los soldados que volvían del este, eran las mismas para todos.
Si Klemperer hubiera tenido que terciar en la querella de los historiadores, que giró en torno al lugar del Tercer Reich en la historia de Alemania, habría aportado argumentos a ambos bandos, conservador y progresista, aunque, en su evolución, se habría decantado finalmente por este último. El nazismo no supondría un paréntesis en la trayectoria de la Alemania contemporánea, sino el resultado del Sonderweg (camino especial) alemán

Tanto las consideraciones sobre el antisemitismo como las noticias acerca del Holocausto conducen, inevitablemente, a contrastar los diarios de Klemperer con las tesis de Goldhagen. Y es que el profesor de Dresde rechazó hace sesenta años lo que afirma hoy el de Harvard, al menos en varios terrenos cruciales. La obsesión antisemita, la cuestión judía, no ocupaba un lugar central en la vida alemana antes del ascenso de los nazis al poder. De otro modo habría sido imposible la asimilación. “Pues las diferencias entre judíos y ‘arios’, las fricciones entre ellos –escribe Klemperer—, no tenían la importancia de las que había por ejemplo entre católicos y protestantes, o entre empresarios y obreros, o entre prusianos orientales y bávaros del sur” (I, 481). Mucho menos aún podía afirmarse que los alemanes compartieran un antisemitismo extremo, eliminador. Se diría que Klemperer contesta a Goldhagen cuando dice: “Me pregunto a menudo dónde está ese antisemitismo salvaje. Por mi parte, encuentro mucha simpatía, la gente me presta ayuda, aunque naturalmente con mucho miedo” (I, 541). Así, y contra las teorías goldhagenianas, los prejuicios antisemitas de la población constituyeron tan sólo una de las piezas en el complejo cuadro que condujo al Holocausto. Goldhagen y Browning se enfrentaron en su día a propósito de las diferentes interpretaciones que les merecía el mismo caso de estudio, el de un batallón de alemanes corrientes dedicado a matar judíos en Polonia: mientras Goldhagen atribuía sus acciones en exclusiva al antisemitismo, Browning mostraba el proceso gradual de brutalización de unos hombres sometidos a condiciones excepcionales. El testimonio de Klemperer da la razón a Browning, autor de Aquellos hombres grises (Barcelona, Edhasa, 2002), cuando apunta lo que decía un soldado de permiso: “espantosas matanzas de judíos en el este. La tropa tenía que beber aguardiente. ‘Cuando nos daban aguardiente siempre sabíamos lo que venía’. Algunos se habían suicidado ‘para no tener que participar en eso otra vez y llevarlo en la conciencia’. Esto ya lo han contado de modo análogo demasiadas fuentes arias y demasiadas veces para que sea leyenda” (II, 627).

Los crímenes nazis obligan a Klemperer a cambiar de modo notable su concepción del Tercer Reich y su análisis de los vínculos del nazismo con Alemania. En los inicios, la política hitleriana le resulta completamente contraria a la civilización alemana, lo cual le lleva a negar su carácter nacional: “Los nazis son los no alemanes.” (I, 217). Desde posiciones estrictamente liberales, equipara sus creencias y prácticas colectivistas a las de los bolcheviques: “pongo a la misma altura nacionalsocialismo y comunismo: ambos son materialistas y tiránicos, ambos desprecian y niegan la libertad del espíritu y del individuo” (I, 74-75). El experto en la Francia del siglo XVIII descubre enseguida analogías entre los principios nazis y las ideas de Rousseau: “El desenmascaramiento póstumo de Rousseau se llama Hitler” (I, 385). Pero, poco a poco, y sin abandonar del todo un juicio que a veces se refiere a la negación del individualismo que caracteriza a la era de las masas en muchos países, acepta que el nazismo es un fenómeno esencialmente germánico, “un tumor que ha surgido en Alemania; un carcinoma de carne alemana” (II, 141). Hitler ha conectado con las esencias del alma popular y ha adaptado a ellas elementos ajenos, fascistas o bolcheviques. El nacionalsocialismo se convierte así en una “hiperconsecuencia del Romanticismo alemán” (II, 586). Si Klemperer hubiera tenido que terciar en la querella de los historiadores, que giró en torno al lugar del Tercer Reich en la historia de Alemania, habría aportado argumentos a ambos bandos, conservador y progresista, aunque, en su evolución, se habría decantado finalmente por este último. El nazismo no supondría un paréntesis en la trayectoria de la Alemania contemporánea, sino el resultado del Sonderweg (camino especial) alemán.

Asimismo, ese cambio conceptual afecta de forma determinante a la propia identidad de Klemperer. No deja de ser alemán, no puede dejar de serlo, pero se vuelve, o desea volverse, un feroz antinacionalista, incluso un cosmopolita ilustrado. Sin embargo, esto no le resulta nada sencillo. En primer lugar, porque comparte los presupuestos del nacionalismo cultural alemán, ajenos al nacionalismo cívico y escasamente compatibles con el cosmopolitismo: rechaza que la nación esté definida por la raza, pero asume que lo está por la lengua. “Si yo me he criado en una lengua –asegura—, estoy en su poder para siempre, no puedo separarme por ningún procedimiento, por ningún acto de voluntad propia, del pueblo cuyo espíritu vive en ella” (II, 326). Y, en segundo lugar, porque al comprender la germanidad del nacionalsocialismo encuentra muchas dificultades para mantener la suya propia, pues si los nazis se comunican con el alma de Alemania y el núcleo fundamental del nazismo –su “quintaesencia” dice él (II, 586)—es la guerra judía, el antisemitismo, ¿cómo puede un judío seguir siendo alemán? Al final, Klemperer no tiene más remedio que hablar de un “nosotros” distinto del de “los alemanes”: el de los perseguidos, el de los judíos. Estas contradicciones brotan, como otras muchas, en un testimonio que no se pretende coherente sino auténtico, y que es fácil de utilizar con fines políticos si se espiga en él a conveniencia, como han hecho con poco fundamento los conservadores alemanes.

Por último, los diarios pueden servir para aclarar otra de las grandes cuestiones que se han planteado los historiadores acerca del nazismo: ¿qué hizo durar tanto el Tercer Reich? Klemperer oscila entre dos creencias opuestas, piensa que el gobierno se tambalea y a continuación asegura que el Führer es indestructible. Y ambas sensaciones beben de la vox populi, es decir, se asocian, como en los trabajos de Kershaw (Hitler, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000) o Gellately (No sólo Hitler, Barcelona, Crítica, 2001), con el mayor o menor apoyo social al régimen. A menudo comenta cómo la agitación y la propaganda lo invaden todo con su capacidad para obnubilar al pueblo, que se traga una cosa y su contraria. Sin embargo, el entusiasmo por el nazismo no abunda entre quienes retrata, sólo asoma de vez en cuando –por cada creyente hay cincuenta no creyentes, señala--; como tampoco afloran actitudes de oposición activa más allá de los rumores o los chistes que corren por doquier. El terror representa asimismo un papel relevante, pues hay espías y agentes provocadores en todas partes y las desapariciones son algo cotidiano. Una mezcla de propaganda y terror sustentan pues a Hitler. Pero también el miedo al caos y al comunismo soviético que vendrían, cree el grueso de la opinión, a la caída de su régimen. O, ya en la última fase de la guerra, el pánico ante el fantasma del ejército rojo, que traería la barbarie y la venganza si la Wehrmacht cediera en el frente oriental. Más allá del influjo de lo nazi en sentido estricto, cunde el mito del Führer invencible. Klemperer certifica la enorme importancia que tuvieron en la construcción de ese mito los éxitos de la política exterior hitleriana en los años treinta, y por tanto las cesiones de los partidarios del apaciguamiento, así como la facilidad con que Hitler avanzó en las primeras campañas militares. El caudillo unció a su carro a cientos de miles de nacionalistas, no necesaria ni principalmente nazis, que decidieron jugarse en la partida la supervivencia de Alemania. Hasta el mismo día de la rendición hubo muchos alemanes convencidos de que Adolf Hitler les conduciría a la victoria final, que guardaba un as en la manga, un arma milagrosa que daría la vuelta a la situación. “Siempre esa fe en Hitler, no cabe duda que ejercía una influencia de carácter religioso”, escribe Klemperer el 4 de mayo de 1945, cuando ya se conocía el suicidio del dictador. Las tesis de Kershaw sobre el liderazgo carismático se ven así plenamente corroboradas por estos textos.

En definitiva, los diarios de Victor Klemperer constituyen un documento de enorme valor. Y no sólo para conocer mejor la sociedad alemana bajo el Tercer Reich y para revitalizar los debates historiográficos, sino también para comprobar la inconcebible capacidad de resistencia del ser humano. Un profesor universitario que ronda los sesenta años de edad, enfermo y malnutrido, sobrevive a la esclavitud y a la guerra. Gracias en primer lugar a su dedicación al estudio, su “refugio de trinchera” (I, 216). Gracias también a su esposa, un ser frágil que se crece en las dificultades y tira de ambos hacia delante. Y gracias, en fin, al cumplimiento de un imperativo moral, a su firme voluntad de transmitir su experiencia, de anotar hasta la última picadura de mosquito: “seguiré escribiendo, esa es mi heroicidad. ¡Quiero dar testimonio, y testimonio exacto!” (II, 99). Lástima que no podamos expresarle nuestro reconocimiento por ello.

 

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