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Manuel Talens: La cinta de Moebius (Alcalá Grupo Editorial, 2007)

Manuel Talens: La cinta de Moebius (Alcalá Grupo Editorial, 2007)

    TÍTULO
La cinta de Moebius

    AUTOR
Manuel Talens

    EDITORIAL
Alcalá Grupo Editorial

    GÉNERO
Novela

    OTROS DATOS
Jaén, 2007. 190 páginas. 19 €




Reseñas de libros/Ficción
Manuel Talens: La cinta de Moebius (Alcalá Grupo Editorial, 2007)
Por Justo Serna, miércoles, 2 de abril de 2008
Imaginemos una novela ambientada en el Reino de los Cielos, ese lugar inconcreto, vagoroso, en el que moran Dios, la Corte Celestial, las almas de los justos e, incluso, los papas terrenales. Imaginemos un relato que fuera, a la vez, biografía del Arcángel Gabriel, aquel que anunciara la buena nueva a María. Sin duda creeríamos estar ante una obra voluntariosa, angelical; o ante un volumen disparatado, demente. Pero vayamos más allá: supongamos que el narrador y protagonista vicario de dicha novela fuera Dios, un Dios empeñoso, aunque envejecido, ausente, algo aturdido, finalmente enfermo. ¿Entonces? ¿Qué cabría pensar de dicha temeridad? Supongamos, en fin, un volumen que propusiera respuestas a algunas de las preguntas perennes de la teología. El escritor que se planteara algo así sólo podría ser un bendito o un atrevido, un insensato o un bromista. En todo caso, que fuera un alma de Dios o un tipo malicioso no garantizaría la calidad de sus resultados. En efecto, los propósitos no aseguran nada. ¿Qué diríamos, pues, si dicho autor saliera con bien de dicha prueba?
En buena medida lo consigue. En efecto, con La cinta de Moebius, Manuel Talens consigue salir airoso del aprieto, siendo malévolo y angelical a un tiempo. Ha escrito un libro divino en su concepción y humano --demasiado humano-- en su ejecución; una obra inteligente y divertida en muchas de sus páginas, aquellas en las que parodia a Dios y a los técnicos que abordan las cosas celestiales: por ejemplo, cuando trata de la paternidad crística de San José, del peso del alma o del sexo de los ángeles, entre otras graves cuestiones que a todos nos preocupan desde antiguo. Insisto: cuando Manuel Talens adopta una clave irónica o incluso sarcástica, el resultado es deliciosamente humorístico. ¿Una irreverencia? El creyente no puede sentirse ofendido: es tal la seriedad con la que el autor se toma la broma que el resultado es verosímil, hondo, compendioso y enciclopédico. El autor se ha documentado para averiguar qué es Dios y qué son quienes le rodean y en esas páginas derrocha un humor culto. En cambio, cuando Manuel Talens adopta una clave edificante, explícitamente progresista (quiénes son los humanos buenos o dignos), el resultado es menos convincente. En esas páginas leemos un mensaje expreso, una moraleja de buenas intenciones que se compadece mal con el sarcasmo religioso sutilmente iconoclasta. Es como si hubiera un Talens dañino capaz de la increencia y de la guasa más sutiles y un Talens bienintencionado capaz de la creencia y de la esperanza más voluntariosas.

En cualquier caso, es una excelente noticia que nuestro autor vuelva después de un silencio narrativo de varios años. “Es justo consignar, por último, la reaparición de Manuel Talens con La cinta de Moebius, sátira irreverente y divertida –caracterizada como fábula de teología ficción–, que reactiva la capacidad paródica demostrada en La parábola de Carmen la Reina y prolonga los juegos gráficos y vanguardistas de Hijas de Eva”, decía Ricardo Senabre en El Cultural. De entrada, con esta novela, Manuel Talens confirma crecidamente su condición narradora, sus virtudes. En primer lugar, demuestra imaginación otra vez: capacidad para producir un mundo alternativo al real, inspirado en éste pero a la vez distinto. En segundo lugar, corrobora un prodigioso dominio verbal, el despliegue con gran fasto y esplendor de un español lujoso, variado, muy rico: técnico, culto y plebeyo a un tiempo; especializado, refinado o popular, según las necesidades de la narración. Confirma también los motivos de los que se sirve en sus diferentes novelas: el expediente narrativo y el recurso humorístico. En sus novelas, quien cuenta es un narrador omnisciente que se expresa, una figura antigua --quizá ya desgastada-- que Talens emplea una y otra vez en sus distintas ficciones, y que en La cinta de Moebius justifica cómica y metanarrativamente. Si es Dios quien cuenta lo que en esta novela sucede, es lógico que el punto de vista omnisciente sea el adoptado. Lo cómico, el humor, propiamente la guasa, están muy presentes en sus páginas, un recurso igualmente antiguo y señero, de fuente cervantina o de inspiración picaresca. Sin embargo, en La cinta de Moebius y en sus novelas anteriores, lo chistoso es también efecto posmoderno, metanarrativo: el autor hace explícitos los recursos de que se vale para así restar gravedad a lo dicho o para así parodiar erudiciones, discursos y pomposidades.
 
En realidad, estamos ante una ciberfantasía. El mundo en el que vivimos, sobrevivimos o malvivimos –un mundo tan desgraciado-- sólo puede deberse a un Dios inhábil, poco riguroso (...) Pero quizá el mal estado de ese mundo no se deba a desidia, sino a otra causa. Sondeamos a Dios, y de sus designios inescrutables no siempre hay noticia, en efecto. La Providencia permanece en silencio. Lo sabemos los lectores, ateos o creyentes. ¿Y...? La novela de Talens es la respuesta a esta mudez

Estamos, en fin, ante una fábula de teología ficción, ante un cuento en el que se trata de reparar electrónicamente lo que yo juzgo irreparable: la Creación. Pero Talens no parece pensar igual: si Internet y los ordenadores sustituyen ya el mundo ontológicamente real, físico, tridimensional, ¿por qué no va a arreglarse la Creación, lo que Dios no hizo bien por descuido, dejadez, abandono? Con sorna y con empeño, Talens-Dios se pone manos a la obra. ¿Y qué le sale? Decir que ésta es una fábula de teología ficción es incurrir en una tautología, pues toda teología pertenece al género fantástico, como dijo Jorge Luis Borges. En realidad, estamos ante una ciberfantasía. El mundo en el que vivimos, sobrevivimos o malvivimos –un mundo tan desgraciado-- sólo puede deberse a un Dios inhábil, poco riguroso. También eso nos lo decía Jorge Luis Borges. Pero quizá el mal estado de ese mundo no se deba a desidia, sino a otra causa. Sondeamos a Dios, y de sus designios inescrutables no siempre hay noticia, en efecto. La Providencia permanece en silencio. Lo sabemos los lectores, ateos o creyentes. ¿Y...? La novela de Talens es la respuesta a esta mudez.

¿Dónde está el Creador? Insisto: constantemente nos preguntamos por su silencio, por su retiro, por su extraña desaparición. Nos interrogamos sobre estas cosas al contemplar en la televisión ciertas calamidades públicas y tremendo cataclismos: los de Pakistán y Guatemala, por ejemplo. Los hechos, vistos en pantalla, nos pueden perturbar. La tele contraría nuestro hedonismo trastornándonos con las imágenes de un mundo rebosante de dolor y de catástrofes, de guerras y de muertos civiles, un mundo en el que no siempre podemos responsabilizarnos del mal que observamos y ante el que muchos sentimos estupor e impotencia: incluidos los ateos. Los ateos somos, sin embargo, gente sensible y nos preguntamos, con todo respeto, por Dios: por el Dios de los paquistaníes y por el Dios de los guatemaltecos, por el Dios de los israelíes y por el Dios de los palestinos. ¿Dónde está el Sumo Hacedor cuando los cataclismos aumentan el daño o la muerte de los inocentes? ¿En qué para?

En los siglos XVII y XVIII, en un ambiente originariamente jansenista, al Ser Supremo se le tenía por un dieu caché: así tituló Lucien Goldmann la célebre obra que dedicara a dicha época, un libro que en castellano se tradujo como El hombre y lo absoluto. A Dios se le tenía como a ese Sumo Hacedor que dejaría a los hombres actuar, equivocarse o acertar, obrar piadosamente o incurrir en el pecado. La libertad (trágica) no sería incompatible con la distante vigilancia de una Providencia que ya no sería tan irascible como la bíblica. Todo un avance: ya ven. Los hombres vivirían bajo el principio de la libertad y Dios no sería ese Ser entrometido e indignado de otros tiempos. Resultaba, como digo, un avance que los individuos pudieran hacer así las cosas, sin verse gobernados tiránicamente por el Dios veterotestamentario. Sin embargo, ya para entonces, para el siglo Setecientos, lo que no resultaba explicable era el silencio de Dios ante los desastres que causan daño gratuito a cientos, a miles de seres humanos. Éste es un viejo argumento de los ateos, un argumento que se remonta al desastre de Lisboa en 1755 y a la pregunta clásica de Voltaire sobre si los lisboetas merecían mayor castigo por sus vicios que los parisinos o los londinenses. ¿Qué Dios es ese que permite dicho horror?

Pero en cierto modo esa pregunta voltairiana e impía no es sólo la de los ateos: es también la demanda que Jesús formula a Dios-Padre cuando agoniza en la Cruz, cuando no se explica su silencio o aparente apatía: Padre, ¿por qué me has abandonado? Para los teólogos, el presunto retiro prueba la grandeza de Dios, que quiere compartir con los hombres su dolor, el daño que ocasiona ver el sufrimiento y la pérdida del hijo. Y prueba también la libertad que deja a los individuos para obrar el bien o el mal. La cuestión que formula Cristo expresa, sin embargo, el horror de la humanidad doliente, su primera incomprensión ante un Dios cuyos designios son, en efecto, inescrutables. En la novela de Manuel Talens, Dios sufre un padecimiento irreversible –que no revelaré— y vive en una decrepitud de siglos, qué digo de siglos: de milenios. Diagnosticar ese mal y reordenar el estado general del Reino de los Cielos serán tareas del Arcángel Gabriel, un tipo formado, leído, preparado, pero con escasas ocupaciones desde que cumpliera su principal misión: la Anunciación a María. No me pidan que les revele la naturaleza de sus industrias o el resultado de sus obras. Leamos las páginas de Talens y comprobemos el estado convulso y desarreglado del Reino de los Cielos. Ante papas y ángeles que ciertamente están en las nubes, habrá momentos en que desearemos regresar a la imperfecta Tierra. Yo, al menos, sí: muerto de risa.

 
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