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Edwin Williamson: Borges. Una vida (Seix Barral, 2007)

Edwin Williamson: Borges. Una vida (Seix Barral, 2007)

    AUTOR
Edwin Williamson

    GÉNERO
Biografía

    TÍTULO
Borges. Una vida

    OTROS DATOS
Barcelona, 2007. 638 páginas. 25 €

    EDITORIAL
Seix Barral



Edwin Williamson es titular de la Cátedra de Estudios Hispánicos en la Universidad de Oxford y miembro del Exeter College

Edwin Williamson es titular de la Cátedra de Estudios Hispánicos en la Universidad de Oxford y miembro del Exeter College


Reseñas de libros/No ficción
Edwin Williamson: Borges. Una vida (Seix Barral, 2007)
Por Justo Serna, lunes, 3 de septiembre de 2007
Partamos de algo archisabido: la existencia ordinaria y la obra eximia de un escritor tienen que ver entre sí, se entreveran y se nutren mutuamente, de modo que las vivencias sirven para crear y las creaciones sirven para vivir. ¿Determina el ser social la conciencia o es, por el contrario, la ideación o la fantasía asilvestradas aquello que rige el devenir cotidiano del literato? El mundo no es un elemento obvio: es, por el contrario, un espacio regulado por códigos y por normas que hay que aprender a descifrar para así sobrevivir resuelta y dignamente, con una eficacia aceptable, con un arresto útil. En un cierto sentido, ese desciframiento es común, lo compartimos unos y otros y con él nos valemos para convivir.
Pero, desde otro punto de vista, el mundo es un sitio raro, extraño, en el que cada individuo ha de enfrentar un enigma particular con mayor o menor pericia técnica o con mayor o menor imaginación pragmática. Hay gente que es muy inhábil en aquellos hábitos comunes y, por el contrario, es resueltamente perspicaz en sus audacias interpretativas, en sus fantasías. Pese a lo que pueda parecer, las fantasías no son actos individuales, ajenos a la colectividad: de la tradición y de nuestros mayores hemos recibido un acervo de ideaciones de las que también nos valemos para dar significado a lo que hacemos o a los otros hacen o a lo que, en fin, nos pasa.

El mundo no es, pues, un dato irrecusable de la experiencia personal, algo que supuestamente estaría ahí fuera dispuesto a ser revelado: es un material maleable apto para la redescripción (que diría Richard Rorty), un objeto de interpretación constante. En ese hecho se basa la literatura, la creación: tentativas significativas, representaciones de lo externo. Y esas representaciones de lo externo revierten: vuelven sobre la vida exterior del literato para alterarla, condicionarla; esos motivos referenciales regresan para enderezar o torcer la existencia, para adaptar lo que somos a lo que hemos soñado que somos o queremos ser. Les pasa a los autores, pero nos pasa también a los lectores. En efecto, una vez escritas unas líneas que mejoran a su autor y a sus lectores, o una vez logrados unos versos que justifican el empeño y la sofisticación expresiva, la obra se impone amenazando o anegando la vida, la propia vida del escritor (de los destinatarios). De las experiencias que el autor ha vivido desde niño es de donde procede en parte la fuente de sus maquinaciones o de sus fabulaciones. Pero de su obra es también de donde proviene en parte la fatalidad de dicho escritor, la determinación con la que sobrevive y amolda su existencia a lo que pensó o inventó. Muchos lectores nos dejamos llevar por dicha experiencia y, por eso, ciertos personajes se nos imponen con mayor presencia que contemporáneos reales con los que tenemos o no tenemos trato.
Borges fue cuidadoso con su prosa y se esmeró con su poesía. Fue concienzudo con las tramas de sus narraciones, con el vuelo erudito de sus ensayos, con los motivos constantes de su obra, claves o códigos de su propia vida (...) Desde chiquitito quiso lograr una gran obra que le justificara, que confirmara su destino de escritor: un libro definitivo al modo del Quijote, de la Divina Comedia. Pero pronto se supo incapaz de lo extenso, de la novela inacabable; pronto se supo epígono, creador –quizá-- de intrigas ya pensadas, de imágenes ya captadas. ¿Cómo resolver esas carencias?

Si somos destinatarios de una fabulación cuya fuente es la vida de otro, ¿qué podemos hacer para sondear ese origen, para averiguar el venero de nuestras cavilaciones literarias? Podemos rastrear documentalmente la prosa o los versos de un escritor: eso significa exhumar el referente en el que se inspiró. Pero podemos hacerlo al revés: reconstruyendo la vida de dicho autor a través de sus creaciones; escudriñando ese lugar imaginario en el que aquél tantas horas vivió; examinando un espacio ficticio que en parte reemplaza el mundo real, material, en el que como uno más tuvo que sobrevivir.

Digo todo esto y pienso en Jorge Luis Borges: pienso en su vida, en su obra y en la aversión que el escritor argentino sentía por el gerundio, esa forma verbal tan prosaica que él evitó. Fue cuidadoso con su prosa y se esmeró con su poesía. Fue concienzudo con las tramas de sus narraciones, con el vuelo erudito de sus ensayos, con los motivos constantes de su obra, claves o códigos de su propia vida: las rayas o la fuerza del tigre, el filo o el coraje del cuchillero, la sombra y la realidad del doble, las simetrías y las reiteraciones del tiempo. Desde chiquitito quiso lograr una gran obra que le justificara, que confirmara su destino de escritor: un libro definitivo al modo del Quijote, de la Divina Comedia. Pero pronto se supo incapaz de lo extenso, de la novela inacabable; pronto se supo epígono, creador –quizá-- de intrigas ya pensadas, de imágenes ya captadas. ¿Cómo resolver esas carencias?

La biografía que Edwin Williamson ha publicado con el título de Borges. Una vida trata de aclarar este enigma: a lo largo de seiscientas y pico páginas, el autor propone interpretaciones audaces, serias, solventes y discutibles de ese propósito. Para ello Williamson toma las obras de Borges como expresión de un forcejeo vital y un destino literario: los de Borges con sus necesidades, con sus urgencias, con sus ensoñaciones, con sus amores. Williamson dispone de cuatro o cinco claves para glosar su vida rastreando la prosa y la poesía. Las enumeraré, al modo de Borges. Primero tenemos la biblioteca del padre como espacio originario en el que ya están todos los libros, ese dominio del que nunca salió realmente, viviendo en un solipsismo intelectual inacabable. Después tenemos el propio acto de la lectura como recreación sucedánea de la vida: leer para objetar la existencia, para correr verdaderas aventuras. En tercer lugar, Williamson postula la espada y el puñal como símbolos determinantes del Borges hijo.., símbolos fálicos del poder. La espada simbólica está tomada de la tradición (esos abuelos guerreros que lucharon en el Ochocientos), expresión del arrojo y del honor del linaje a que el heredero estaría obligado si atiende los requerimientos de la madre o de las abuela. El puñal metafórico es manifestación del gaucho, luego del cuchillero, del compadrito, de esos personajes orilleros que se valen del coraje y de la fuerza para extender su dominio, si Borges atiende a la masculinidad del padre.
De algún modo, Williamson reviste al escritor con su envoltorio humano, extraliterario: lo vemos de carne y hueso, con dudas, con amores frustrados, con miserias ordinarias, con celos, con animadversiones. Aunque sólo fuera por eso, valdría leer esta extensa biografía, la más amplia que del argentino he leído

Cuarta clave: las mujeres y el amor son un problema que Borges resolvería de manera literaria, aplicando el modelo dantesco, el que halla en la Comedia, con una Beatriz que ha de ser símbolo de salvación. Para ello no basta con hallar a la esposa amada: hay que convertir también ese hecho en experiencia literaria. Habla Williamson de la salvación por la escritura, un remedio frente a las dudas del yo, frente a las inquietudes de la identidad: un alivio de las carencias personales de un autor que empieza en la periferia del mundo, distante de los centros culturales. Etcétera. Williamson conjetura audazmente sobre la vida de Borges, sobre sus aspiraciones y determinaciones. Con frecuencia hace lo que Umberto Eco llamaba sobreinterpretaciones, un vuelo intrépido de la imaginación y del análisis gracias al cual examina la frase y el verso, convencido –quizá— de que la obra literaria es una suma de confesiones desplazadas. A veces, el biógrafo resulta convincente y a veces es reiterativo: acaso por temor a ser poco persuasivo.

De algún modo, Williamson reviste al escritor con su envoltorio humano, extraliterario: lo vemos de carne y hueso, con dudas, con amores frustrados, con miserias ordinarias, con celos, con animadversiones. Aunque sólo fuera por eso, valdría leer esta extensa biografía, la más amplia que del argentino he leído. Ahora bien, aun admitiéndole a Williamson su desciframiento –propiamente, el subtexto que encierra el texto borgiano, esas confesiones desplazadas que serían tantos versos o tantas páginas--, queda por aclarar el logro exactamente literario. No es que el biógrafo se equivoque, cosa que yo no puedo decir a pesar de los distintos libros que he leído sobre del argentino: lo que sucede es que, aclarada la vida, sigue interesando más la obra, cuya cifra o misterio permanecen por encima de toda hermenéutica. Y en esa obra, frente a los énfasis afectivos que Williamson propone (Norah Lange, páginas tras página; o María Kodama como la epifanía final) hay otras dos claves a las que quizá el biógrafo alude muy de pasada, subordinándolas al Borges carnal o enamorado, frágil. Me refiero al Borges lector-creador y al Borges orillero. En ambos casos, aludo a lo que para él significó tantear la gran tradición con la voluntad de renovarla desde la repetición y la ironía, con coraje, con cierta osadía. No creo ser nada original, pero subordino la ocurrencia a la evidencia. Pongamos, para ello, dos ejemplos. Uno es un cuento del propio narrador, en el que se pone el énfasis en la dificultad de creación; y otro es un estudio de una ensayista argentina que pone el acento en lo periférico del autor, en la proeza que significó escribir desde Argentina nutriéndose de valores ajenos o adyacentes.

En Pierre Menard, autor del Quijote, Jorge Luis Borges nos cuenta una historia insólita: la de un escritor simbolista francés que se propuso volver a escribir la obra de Cervantes. “No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil--, sino ‘el Quijote’...” Se lo propuso a comienzos del XX cuando habían transcurrido varios siglos desde que en 1605 apareciera la primera parte de la obra. “Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes”.
Más que homérico o dantesco, Borges es efectivamente orillero y cervantino. ¿Qué es ser orillero? “Colocado en los límites (entre géneros literarios, entre lenguas, entre culturas)”, dice Beatriz Sarlo, un escritor orillero es “un marginal en el centro, un cosmopolita en los márgenes”: es alguien que ha de lidiar no sólo con la propia tradición (débil o periférica), sino también con otras más arraigadas y firmes que le sirven para auparse y para interpelarlas

Enumera Borges la obra de Pierre Menard, este oscuro autor, y detalla así un repertorio de textos variados y de escaso relieve a los que el argentino se refiere con indudable ironía y en algún caso desdén: son, en efecto, textos que no le habrían concedido gran fama y relumbre a su autor, textos que quizá no valiera la pena firmar, pero que, seguro, le habrían servido como adiestramiento previo para acometer con garantías y solvencia su improbable empresa. Con ello, Borges, tal vez, subrayaba de otro modo esa certidumbre sobre la imprenta: la de que la diabólica invención de Gutenberg no sería más que la máquina que nos ahoga con papel impreso, con miles, qué digo miles, con millones de palabras sobrantes. Pero, al mismo tiempo, con el caso de Menard, el argentino nos mostraba qué significa leer: cómo sobre el clásico se adosan las interpretaciones parasitarias o creativas. Las palabras que componen el Quijote de Menard son, dice Borges, aparentemente las mismas, pero no es así: sobre Cervantes no está la experiencia del escritor simbolista y éste, por su parte, debió recrear lo que se nos antoja igual en un espacio cultural distinto, con un horizonte de expectativas diferente. Por eso, el Quijote de Menard “es casi infinitamente más rico”, añade Borges. “Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo –por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, través de las experiencias de Pierre Menard”. En efecto, ésa es la improbable, la heroica, la inútil, la fallida empresa de este escritor, rezagado o adelantado, no sé.

Pero hay más. Para los lectores de Menard, de la obra anterior de Menard, la experiencia de leer su Quijote revela datos sorprendentes: detrás de la palabra homónima, con términos “verbalmente idénticos”, detrás de la frase que creemos calcada de Cervantes, se detecta al francés e, incluso, en aquellos capítulos de la magna obra que nunca llegó a rescribir “reconocí”, dice Borges algo paranoicamente, “el estilo de nuestro amigo”. Cuando así se hace se comete un anacronismo, claro, porque pensamos en el Menard del Novecientos cuando leemos prosa del siglo XVII. En fin, un lío, pero es también una experiencia fascinante: la de leer sin cronología, con la técnica de la incoherencia deliberada y algo demente, con el procedimiento de la atribución arbitraria, la de leer de manera aventurera. Como se sabe, este texto de Borges es una paradoja de principio a fin, pues tiene la forma de una nota docta de crítica filológica en la que, de manera irónica, paródica, se hace burla de las erudiciones de las que se valen los expertos para añadir interpretación tras interpretación. Es, en efecto, un cuento que simula ser un ensayo y que, de manera oblicua, escarnece los ensayos, el género al que pertenecería este texto.

La otra clave que quería destacar y a la que sólo de pasada alude Williamson es la figura del orillero. Insiste en ello Beatriz Sarlo en su libro Borges, un escritor en las orillas. Jorge Luis Borges, natural de Buenos Aires, recreó la ciudad imaginariamente, con fervor poético y con énfasis de eruditos y cuchilleros, de malevos y compadritos. Beatriz Sarlo destaca a su compatriota como un narrador que tuvo que hacerse en los márgenes, leyendo la tradición propia, periférica, pero sobre todo recreando con mestizaje, libertad e hibridación las tradiciones foráneas. En Borges, desde que iniciara su carrera como autor (escribiendo, por ejemplo, un prospecto publicitario para una marca de yogures), hallamos una combinación explícita de lo vulgar y de lo elitista, de los cuchilleros y de los eruditos. En el escritor argentino, la prosa (pero también la poesía) es sobre todo una forma de leer o, si se quiere, una manera de reelaborar lo que ya estaba dicho. La Historia universal de la infamia, por ejemplo, es una aparente transcripción de erudiciones varias agrupadas bajo la forma de relatos. Pero, además, Borges es sobre todo un escritor de orillas, de márgenes: tanto por la lengua en la escribe como por la tradición a la que está obligado a sumarse.

Más que homérico o dantesco, Borges es efectivamente orillero y cervantino. ¿Qué es ser orillero? “Colocado en los límites (entre géneros literarios, entre lenguas, entre culturas)”, dice Beatriz Sarlo, un escritor orillero es “un marginal en el centro, un cosmopolita en los márgenes”: es alguien que ha de lidiar no sólo con la propia tradición (débil o periférica), sino también con otras más arraigadas y firmes que le sirven para auparse y para interpelarlas. El orillero es un autor que está entre la ficción y la realidad, entre la ciudad vivida y fantaseada, la de los antepasados y la propia, justamente la propia: allá en donde no se siente hospitalariamente tratado. Por eso, recrea una población ya muerta de la que sólo quedan vestigios de difícil significado. En Borges, su ciudad es un hecho histórico en parte nublado por voces y recuerdos fieles o mentirosos. Pero no es la ciudad de la modernidad o de la modernización: es el municipio que se ha hecho gigantesco acopiando materiales del pasado y del aluvión y, por tanto, es localidad en la que lo nuevo y lo viejo cohabitan monstruosamente. Borges, dice Sarlo, “trabajó con todos los sentidos de la palabra orillas (margen, filo, límite, costa, playa)” para construir una imagen en parte real y en parte arbitraria. Las orillas “designaba a los barrios alejados y pobres, limítrofes con la llanura que rodeaba a la ciudad…” Como dice Beatriz Sarlo, también Borges se apoyó en autores secundarios de la tradición argentina para describirse a sí mismo, para negar esos logros menores, para mezclarlos con la literatura anglosajona, por ejemplo, con gran habilidad irónica.

Pero escribo y, ahora que lo pienso, me doy cuenta de que incurro en los mismos errores que Williamson comete teniendo como tiene él más competencia filológica y mayor solvencia biográfica. El género o la incursión documental aclaran ciertos aspectos de la vida y de la obra de los autores, pero, al final, lo que nos queda es la creación que se emancipa de su contexto, aquella que es leída sin atender necesariamente las determinaciones circunstanciales que la explicarían. La hermenéutica cervantina ha tropezado frecuentemente en ese error: el enigma del Quijote no se aclara ni se ilumina ni se liquida. De esta circunstancia podríamos decir lo que el propio Borges dijo de Shakespeare en uno de sus últimos cuentos. Permítaseme la cita extensa: “el azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?”. Seiscientas y pico páginas (que es la extensión del libro de Williamson) son las “módicas proporciones de una biografía documental”. Más aún, “que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutada con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía”, admitía Borges en su temprano libro sobre Evaristo Carriego. Esta paradoja siempre fracasada es también en la que incurre Williamson, un Williamson documentado y extenso…

Pero la red, la torre, el sonido y la furia permanecen…, y ello a pesar de que la gran obra de Borges (al modo de la Divina Comedia, Quijote) no pudo ser: “tu supuesta obra”, le dice un Borges a otro en Veinticinco de agosto, 1983, “no es otra cosa que una serie de borradores, de borradores misceláneos”, después de haber cedido “a la vana y supersticiosa tentación de escribir tu gran libro”. Con esas mezclas de cuentos y ensayos y sonetos hizo su labor, pero la hizo también a partir de unas conciencias: la de la imposibilidad de la creación definitiva, la del peso de la gran tradición y la del carácter parasitario y audaz de toda lectura. Nadie como él supo decirlo tan bien, fantaseando sobre ello. Williamson nos ayuda a entenderlo, pero su extensa biografía –qué quieren-- no reemplaza la dicha de descubrir o redescubrir a Borges.
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