En el capítulo titulado “Los 
Baljeatles”, el duodécimo de la segunda temporada, un amigo de Phineas se apunta 
a un curso de “industrial metal” pensando que se trata de unas clases 
relacionadas con la ingeniería cuando en realidad es una asignatura de heavy 
rock. Baljeet, que así se llama el muchacho y que es un genio de las 
matemáticas, está desesperado, pues piensa que va a suspender por primera vez en 
su vida: por mucho que estudie no logra arrancar los tonos adecuados a su 
guitarra eléctrica. “Me he leído todos los libros que había sobre la historia 
del rock”, comenta el niño de ascendencia india. Entonces Phineas le 
contesta:
 
Pero Baljeet, el rock and roll no se lee. Es 
cuestión de desinhibirse y divertirse. El rock and roll es una forma de decirle 
al mundo lo que sientes (…) En el rock no hay que sacar buenas notas ni respetar 
las normas. Tienes que rebelarte. La música te vale para expresar tus 
sentimientos y tus emociones. Toca lo que sientes. 
 
He aquí una interesante 
definición de lo que es el rock´n´roll; más interesante aún si tenemos en cuenta 
que se enuncia en una serie infantil, en un programa, en principio, dirigido a 
niños. La idea fundamental de esta argumentación es que el rock es algo que hay que sacar de 
dentro, que tiene que ver con la necesidad de gritarle al 
mundo lo que sientes: la rabia o la alegría, la desesperación o la esperanza. 
Pero se trata de algo que también tiene que ver con la rebeldía, con esa idea de 
saltarse las normas, tanto las que nos vienen impuestas desde fuera como las que 
nos exigimos a nosotros mismos. En esa definición se habla, pues, de una doble 
rebeldía: desinhibirse, soltarse, dejarse llevar, por un lado, y romper las 
normas por otro. O, dicho de otro modo: la rebeldía relacionada aquí con el 
rock´n´roll tiene una dimensión individual y otra social.
 
Cuando finalmente Baljeet 
comienza a cantar y a manifestar sus sentimientos, reconoce que está reprimido y 
que no logra “desahogarse bien”. Este dato, unido a la referencia a los libros 
de rock puesta en boca del niño, recuerda a School 
Days, una 
canción escrita por Chuck Berry en 1957 y que ha tenido numerosos covers; o lo que es lo mismo, numerosas 
versiones. School Days expresa a la 
perfección las sensaciones de miles de jóvenes estudiantes ante el control que 
representaba la familia y la escuela en una sociedad tan encorsetada como la de 
los Estados Unidos de la década de los 50. Ambas instituciones –la familia y la 
escuela-, les daban cobijo y seguridad, pero a la vez les imponían unas normas 
muy estrictas. Los jóvenes necesitaban algo que les ayudara a liberarse, a 
sacudirse tanta rigidez, y Chuck Berry se lo proporcionó. La letra de la canción 
muestra el aburrimiento de las aulas, la monotonía del estudio, la esperanza de 
salir pronto, de escuchar una pieza de rock’n’roll en la máquina de discos, en 
la jukebox. Chuck presenta la vida en 
la escuela como un espacio implacable en el que los alumnos son sometidos a una 
severa disciplina. Hay que estudiar mucho porque la competencia es grande y los 
profesores son exigentes. Pero cuando dan las tres y el timbre suena, es tiempo 
de diversión: es tiempo de rock’n’roll.
 
Aunque la sociedad norteamericana 
actual poco tiene que ver con la de la década de los 50, la realidad es que 
Baljeet se muestra como un personaje obsesionado con los resultados académicos, 
por lo que parece normal que encuentre en su interpretación rockera una válvula 
de escape para tanta tensión acumulada. Al final del capítulo, cuando Baljeet se 
enfada porque descubre que en el curso de “industrial metal” no ponen notas, es 
cuando canta y experimenta realmente lo que es el rock and roll.
 
Pero, ¿qué canta? La letra que 
interpreta es distinta según se oiga en inglés o en castellano, aunque el 
espíritu viene a ser parecido. Si nos fijamos en la versión en castellano, dice: 
“Yo tengo que protestar / (…) Quiero un plan de estudios más severo en 
disciplina / Evaluarme del 0 al 10 / (…) Tengo represión / y no me desahogo bien 
/ Pero no lloraré lo puedo asegurar / Voy con el establishment / Mis padres me comprenden 
/ El sistema se defiende / Porque lo queremos conservar…“. ¿Contra qué se rebela 
Baljeet? Pues precisamente contra el hecho de que en ese curso de rock no pongan 
notas, y contra la necesidad de que en el colegio sean más estrictos. Es decir, 
que emplea este tipo de música para defender el status quo. Se rebela, de alguna 
manera, contra la rebeldía del rock and roll. 
 
¿Cómo deberíamos entender esta actitud en 
el contexto de la serie? ¿Es una forma de desactivar entre 
los chavales ese espíritu rebelde vinculado con el rock? ¿O acaso es una forma 
de denunciar precisamente la pérdida de impulso revolucionario y transgresor de 
este estilo de música, universalizada por primera vez por Elvis Presley? 
 
Lo cierto es que la trayectoria 
de Elvis contiene estas dos caras: la de la rebeldía y la del conformismo, y su 
propia trayectoria personal y musical encarna y refleja esa disyuntiva, ese 
debate sobre los límites subversivos de la música rock, esa domesticación de los 
ritmos. John Lennon afirmó en una ocasión que Elvis ya no fue el mismo al 
regresar del servicio militar, realizado en la República Federal Alemana. Sin 
embargo, algún que otro músico va más lejos en sus afirmaciones que Lennon. Poco 
importa ahora que el artista en cuestión sea un personaje de ficción; lo 
interesante es el sentido de sus palabras, la crítica que expresan hacia el 
mundo del rock y el contexto en el 
que se inscriben. El individuo se llama Richard Katz, y la obra de ficción en la 
que pronuncia esas palabras se titula Libertad, la última novela de Jonathan 
Franzen. 
 
Libertad impresiona por la hondura de sus 
personajes, por la penetrante descripción del mundo en el que esas personas 
viven, y por la huella, suave pero profunda, que va dejando en el lector a lo 
largo de sus más de seiscientas cincuenta páginas. Es una de esas novelas que no 
terminan de leerse nunca, uno de esos libros de los que todo lo que se diga 
resultará insuficiente, un mero reflejo de la riqueza y vastedad de sus 
planteamientos. La obra de Franzen disecciona la cultura, el imaginario y el 
modo de vida norteamericano --también el occidental--, de los últimos cincuenta 
años. Lo hace con tal maestría que no le quita a esa recreación ni una pizca de 
su complejidad, ni un ápice de su ininteligibilidad última, de tal modo que, una 
vez concluido el libro, cuanto más se piensa en él más imprescindible, 
conmovedor y lúcido se vuelve.
 
Gran parte de la trama se centra 
en la historia de una familia americana, de clase media y tendencias 
progresistas, formada por Walter y Patty Berglund y sus dos hijos. Aunque junto 
a ellos van cobrando protagonismo una variada gama de individuos, como los 
padres y los hermanos del matrimonio, los novios y amistades de los hijos o los 
vecinos del barrio en el que viven, la novela se articula en torno a tres 
caracteres: Patty, una madre aparentemente impecable; su marido Walter, un 
abogado profundamente comprometido con la cultura y la naturaleza; y un artista 
de rock, amigo íntimo de Walter desde sus tiempos universitarios, llamado 
Richard Katz. 
 
Richard, siendo ya un hombre 
maduro, se convierte en un cantante de culto, cosechando un impresionante éxito. 
Sin embargo, por razones que no vienen al caso, en el año 2003 decide 
abandonarlo todo y, una vez dilapidada su fortuna, se pone a trabajar 
construyendo y arreglando terrazas. Un adolescente que vive en uno de los pisos 
en los que Richard está trabajando lo reconoce y lo convence para hacerle una 
entrevista. Tras unas cuantas preguntas infructuosas, el joven finalmente 
inquiere: “Qué opinas de la revolución del MP3?”. Entonces se establece el 
siguiente diálogo, que puede encontrarse en el capítulo de la novela titulado 
“Explotación a cielo abierto”:
 
R: Ah, revolución, vaya. Me encanta volver a 
oír la palabra “revolución”. Me encanta que ahora una canción cueste exactamente 
lo mismo que un paquete de chicle y dure exactamente el mismo tiempo hasta que 
pierde su sabor  y tienes que 
gastarte otro pavo. Esos tiempos que por fin acabaron, no sé… ayer… ya me 
entiendes, esos tiempos en que fingíamos que el rock era el azote del 
conformismo y el consumismo, en lugar de su siervo ungido… a mí esos tiempos me 
resultaban de verdad irritantes. Me parece bueno para la honradez del rock and 
roll y bueno para el país en general que por fin veamos a Bob Dylan e Iggy Pop 
tal como fueron en realidad: como fabricantes de chicles de menta. 
P: ¿Quieres decir entonces que el rock ha 
perdido su carácter subversivo?
R: Quiero decir que nunca ha tenido carácter 
subversivo. Siempre ha sido chicle de menta, y simplemente nos gustaba creer lo 
contrario.
 
Las palabras del rocker son 
tremendamente duras. Están cargadas de ironía, como la novela entera, pero no 
son hipócritas, pues él mismo se incluye entre los vendedores de chicles: “…y lo 
digo como fabricante de chicle desde hace muchos años…”.  Richard Katz hace un razonamiento muy 
relacionado con la idea central de la narración, que tiene que ver con el 
verdadero grado de libertad del que podemos hacer uso en nuestras vidas. La 
amargura latente en las palabras de Richard muestra cómo, pese a su esfuerzo e 
intenciones, algo más fuerte que él lo convierte en un vendedor de chicle, 
precisamente en algo que él mismo desprecia; por eso renuncia a la fama y al 
éxito, porque lo convierten en algo que siempre ha detestado. Podemos estar más 
o menos de acuerdo con su opinión, pero creo que ese diálogo, esa entrevista, 
merece ser releída y recordada. Parece una reflexión muy pertinente que nos 
traslada, además, al inicio de esta tribuna, y que nos obliga a preguntarnos qué 
demonios hace sonando una canción de heavy metal en Disney Channel. 
 
Al inicio de este artículo 
distinguía entre desinhibición personal y ese rebelarse contra las normas. 
Parece que en la actualidad la industria del rock está dominada por la 
exhibición, la desinhibición y el espectáculo, y no parece dar muestra de esa 
rebeldía social y pacífica –como sólo lo es la música- que tanta falta nos hace. 
Los gamberros de antaño se han convertido en unos buenos chicos. Y aunque las 
grandes estrellas canten, griten y se contorsionen vestidos con ropa de cuero y 
maquillajes estridentes, su transgresión no parece ir más allá de la estética de 
su propio cuerpo. En un momento de la entrevista a Katz, el adolescente le 
pregunta por Bob Dylan, por cuando  
se “pasó a la guitarra eléctrica”. Richard le contesta lo 
siguiente:
 
Si vas a hablar de historia antigua, 
remontémonos a la Revolución francesa. Acuérdate de cuando aquel… cómo se 
llamaba… aquel rockero que compuso la Marsellesa, Jean Jacques no sé cuantos… 
acuérdate de cuando su canción empezó a acaparar todo aquel tiempo en antena en 
1792, y de pronto el campesinado se sublevó y derrocó a la aristocracia. Esa sí 
fue una canción que cambió el mundo. Descaro, eso es lo que les faltaba a los 
campesinos. Ya tenían todo lo demás: un estado de servidumbre humillante, una 
miseria absoluta, deudas impagables, condiciones laborales espantosas. Pero sin 
una canción, tío, todo eso se quedaba en nada. El estilo sans-culotte fue lo que 
de verdad cambió el mundo. 
 
La ironía y la falta de 
conocimientos históricos delatan al rockero, pero la idea que trata de expresar 
parece clara. La pregunta, en pleno siglo XXI, con una tremenda crisis a cuestas 
y con el proceso de desmantelación del Estado del bienestar en marcha, sería: 
¿cuándo va a llegar la música que nos haga 
reaccionar?