La vida de Proust es, en pocas palabras, su propia obra: En busca del 
tiempo perdido, una cumbre de la literatura, citada incluso por quienes no 
la han leído, y declarada la novela de mayor influencia en los siglos XX y XXI. 
No resulta fácil enfrentarse a la hoja en blanco para intentar pergeñar 
algunas palabras no sólo coherentes sino con cierta carga de sentido para hablar 
de Marcel Proust. Intentar decir algo que no se haya dicho antes, dilucidar 
primero qué me provoca En busca del tiempo perdido a mí, para luego 
compartirlo con algún posible lector. Qué nos ofrece esta obra a noventa y siete 
años de su aparición (al menos la fecha en la que aparece el primer tomo de la 
novela, Por el camino de Swann). Estas reflexiones, que no duraron poco, 
y que me llevaron a releer pasajes enteros del primer tomo, aterrizan en una 
primera conclusión que realmente estaba allí desde hace mucho tiempo: 
Proust fue un gran revolucionario del género. Su obra marcó nuevos 
derroteros a la literatura universal y a la novela como género, pero casi cien 
años después de su aparición y cerca de cuarenta de mi primera lectura de Por 
el camino de Swann, ya no es una obra revolucionaria. Lo fue y marcó 
precedentes. Hizo escuela. Después de Proust muchos artistas recorrieron el 
mismo camino -aunque a decir verdad considero que la ruta de la creación tiene 
siempre apariencias distintas- unos con más fortuna que otros. De esos 
resultados es de los que debemos congratularnos hoy en día. 
Al respecto 
puedo citar un ejemplo de una obra poco conocida de un autor no valorado en su 
justa dimensión: Por caminos de Proust de Edmundo Valadés. En este breve 
libro publicado por primera vez en 1974 por la desaparecida editorial “Samo” 
(siglas de Sara Moirón, la acreditada periodista que abrió brecha al 
trabajo reporteril femenino en las secciones de información general cuando las 
mujeres tenían como destino las de sociales allá en la prehistoria de los 
cincuenta), Valadés desarma como relojero la obra proustiana y coloca a nuestra 
vista las pulidas piezas para que mejor se pueda apreciar su belleza, a la 
manera de aquel emperador chino que sólo pudo reconocer el encanto de la pequeña 
piedra tallada que le obsequiara el filósofo cuando la miró a través de una 
rendija en un muro.
La existencia de En busca del 
tiempo perdido como representante de una de las formas de prosa narrativa 
del siglo pasado y en forma más concreta Por el camino de Swann derivó en 
una gran diversidad de manifestaciones en las que Proust estaba asimilado como 
parte de la herencia de la época 
“El 10 de julio de 1871 hay alba literaria”, escribe Valadés. “Nace Marcel 
Proust. Leyes misteriosas que distribuyen gracias determinan su destino: una 
vocación en busca de cumplir una gran obra de arte. El proceso de su revelación 
y maduración tardará 38 años, después de larga, perseverante, creciente 
fidelidad a su voz interna.” 
Por venir al tomo una cita del capítulo 
“Del adjetivo en Proust y en Faulkner”: 
“¿Qué vasos 
comunicantes podrían establecerse entre dos escritores de pronto antípodas: 
entre Marcel Proust y William Faulkner? Un hilo finísimo: el uso reiterado del 
adjetivo y la insistencia del comparativo. La precisión analítica y estilística 
de Proust lo lleva a extender el adjetivo, uno sobre otro, como un pintor recrea 
un volumen superponiendo varios colores hasta inventar el de su realidad [...] 
Faulkner es asiduo también a la reiteración del adjetivo, pero en él relampaguea 
como un estallido, como un látigo, y es admonitorio, acusatorio, justiciero y 
hiere, raja, golpea con una rectitud implacable. (En Proust es también un 
estilete para diseccionar un carácter, una actitud, una mirada)”. 
La competencia de la vida moderna, en la que las obras artísticas son 
objetos de consumo, ha producido una compulsión por hacer cosas “diferentes”, 
“únicas”, “geniales”, “productos pioneros en el género”, que con harta 
frecuencia nos hacen olvidar que una fórmula o procedimiento ya probados pero 
utilizados ingeniosa o creativamente pueden dar frutos disfrutables, de gran 
valor artístico e incluso inéditos. 
Cierto que tuvo que haber un 
primero. Proust, ya no hace falta decirlo, lo fue. La tríada Proust, Joyce y 
Kafka revolucionó y marcó los derroteros en la forma de hacer novela. ¿Podemos 
afirmar que Faulkner se nutrió y benefició de estos antecesores, a la manera en 
que Newton decía que pudo ver más lejos y más claro porque trabajó sobre los 
hombros de los gigantes que le antecedieron, entre otros y ni más ni 
menos Kepler, Copérnico y Brahe? Sí. ¿Podemos probarlo? No creo que importe. 
Quizá los devotos de la literatura comparada encontraran placer y utilidad en 
ello. Aquí sólo lo apunto a manera de intuición surgida durante la redacción de 
estas líneas. 
Mientras que Proust se inserta en el interior de un 
personaje y demuestra que cualquier elemento es válido para producir un discurso 
literario -los recuerdos, un aroma, un sonido, el más leve sentimiento que se 
puede desdoblar hasta el infinito para describirnos y descubrirnos en nuestra 
calidad de humanos-, Joyce multiplica las imágenes. 
La narrativa psicológica ha tenido 
otras afortunadas derivaciones tanto en la literatura como en otras 
manifestaciones artísticas. Una de las más apreciadas por mí es el cine. Habría 
que buscar el parentesco entre las dos artes precisamente en el tratamiento del 
tiempo
Mientras que Proust arma un enjambre discursivo desde el interior, Joyce 
hace un calidoscopio de situaciones. Algunos incluso han considerado que es 
relativa su aportación en la revolución de la prosa narrativa, pues no es más 
que otra forma de la novela de caracteres. Lo cierto es que la existencia misma 
de la discusión en torno al tema coloca a ambos autores en un nivel distinto 
respecto de los autores de su época y en un lugar diferente en la historia de la 
literatura. 
Esta intención distinta de abordar la narración es lo que da 
singularidad a los escritores. Joyce parece hacer un guiño a la obra de Proust, 
concretamente a 
En busca del tiempo perdido. En el párrafo inicial de 
Por el camino de Swann, el narrador hace una larga reflexión sobre lo que 
le sucede en el tránsito de la vigilia al sueño y comenta que una cierta 
situación comienza a hacérsele ininteligible. “Lo mismo que después de la 
metempsicosis pierden su sentido los pensamientos de una vida anterior”. Este 
párrafo es el preámbulo de lo que nos espera al adentrarnos en la novela. En 
Ulises en cambio, Molly Bloom señala con una horquilla la hoja de un 
libro en el que leyó la palabra 
metempsicosis para preguntarle a su 
marido con qué se come eso. Leopold Bloom comienza una suerte de explicación, 
que abandona ante la incapacidad de Molly para ofrecer la suficiente atención y 
desde luego para comprender un concepto tan poco terrenal. 
Recuérdese 
que 
Por el camino de Swann apareció en 1913 y 
Ulises en 1922. 
Coincidencia o no -ya que se dice que estos dos escritores tuvieron un encuentro 
fallido a causa del idioma-, pero Joyce parece haber asimilado la innovación de 
Proust y presentado su propia propuesta. 
Esto me remite a mi reflexión 
inicial: 
la genialidad no se encuentra por buscarla sino por trabajarla. 
Si se asume lo que está hecho, y sobre todo lo que está bien hecho, los 
productos subsecuentes necesariamente serán distintos. Reconocer y adentrarse en 
la innovación de otros hace que las nuevas creaciones sean distintas. Claro está 
que en ese caudal creativo habrá productos literarios que se conviertan en hitos 
como parece reconocerlo el mismo Proust en el prólogo a 
Jean Santeuil: 
“Este libro no ha sido jamás hecho: ha sido cosechado”. 
La 
existencia de 
En busca del tiempo perdido como representante de una de 
las formas de prosa narrativa del siglo pasado y en forma más concreta 
Por el 
camino de Swann derivó en una gran diversidad de manifestaciones en las que 
Proust estaba asimilado como parte de la herencia de la época. 
Otra manifestación de lo que la 
enseñanza de la narrativa de Proust nos ha dejado, desde mi punto de vista y a 
riesgo de sonar descabellado, es la que ejerció sobre el oficio periodístico. 
Esta es, desde luego, una apreciación subjetiva sólo ejemplarizada en la 
experiencia individual
Una autora poco 
reconocida que nos hace presente a la novela sobre el novelista que escribe una 
novela, a la manera de Proust, es Josefina Vicens en 
El libro vacío. 
Muchos años después, podemos identificar en Vicens varios elementos que 
encontramos en 
El camino de Swann pero en un contexto más latinoamericano 
que mexicano, en el que a diferencia de la catarata de imaginación que es el 
narrador proustiano, el personaje de Vicens tiene cavilaciones alrededor de un 
solo tema: su capacidad literaria. 
La narrativa psicológica ha tenido 
otras afortunadas derivaciones tanto en la literatura como en otras 
manifestaciones artísticas. Una de las más apreciadas por mí es el cine. Habría 
que buscar el parentesco entre las dos artes precisamente en el tratamiento del 
tiempo, pues como alguien ha observado, Proust, “Trató el tiempo como un 
elemento al mismo tiempo destructor y positivo, sólo aprehensible gracias a la 
memoria intuitiva. Percibe la secuencia temporal a la luz de las teorías de su 
admirado filósofo francés Henri Bergson: es decir, el tiempo como un fluir 
constante en el que los momentos del pasado y el presente poseen una realidad 
igual.” 
Otra manifestación de lo que la enseñanza de la narrativa de 
Proust nos ha dejado, desde mi punto de vista y a riesgo de sonar descabellado, 
es la que ejerció sobre el oficio periodístico. Esta es, desde luego, una 
apreciación subjetiva sólo ejemplarizada en la experiencia individual. Para no 
autocitarme, recuerdo a manera de ejemplo que Edmundo Valadés, al acudir en 
algún momento a mediados de los cuarenta a la sierra de Puebla limítrofe con 
Veracruz a recabar material para la serie de reportajes sobre “El Cuatro 
Vientos” publicados para su fama periodística en la revista 
Mañana, 
descubrió por azar a Proust al procurar en la estación de Buenavista 
material de lectura. “Aquella noche en el tren no dormí”, me diría en nuestras 
Conversaciones en 1985. “¡Y me hice proustiano!” Al revisar los textos 
publicados, creo que no es aventurado afirmar que la lectura del escritor 
francés transformó el estilo periodístico del mexicano, y no es absurdo suponer 
que éste a su vez ejerció una influencia en la redacción de reportajes de su 
época, cuando los medios impresos eran relativamente escasos y el suyo el de 
mayor prestigio, el que bajo el mando de Regino Hernández Llergo había 
revolucionado el periodismo en México y se había convertido en punto de 
referencia, pues sabido es que durante su exilio en Los Ángeles como director de 
La Opinión pudo empaparse de las técnicas del periodismo norteamericano 
que trajo consigo a México, entre ellas y notablemente, un nuevo uso de la 
fotografía. Luego de la publicación de la serie, cuando Valadés se presentaba en 
el café “La Habana”, los contertulios murmuraban entre sí: “Mira, ya llegó el 
del 
Cuatro Vientos”. 
Existe una corriente e incluso una moda 
argumentativa sobre la tarea periodística que defiende la objetividad del 
periodismo y de los periodistas, la obligación de informar sobre lo que sucede 
en “la realidad”. Lo que algunos periodistas nos preguntamos cuando se habla del 
tema es: ¿La realidad de quién? ¿La realidad en qué momento? Al igual que la 
narrativa psicologista, el periodismo tiene como primer sustento la selección. 
Esta es una de las enseñanzas que todo reportero debe aprender para reportear. 
Sobre un hecho concreto, selecciono lo que digo, escojo qué narro de lo que vi y 
doy mi opinión sobre ello. 
En el periodismo, como en las ciencias 
sociales, no existe la objetividad. A cada momento se recrea una parte de la 
realidad sobre la base de un contexto, de una carga de información y cultura, de 
la relación con los protagonistas de los hechos informativos y de la selección 
que de todo ello se hace en los propios medios. 
He escuchado decir a un 
lector de 
En busca del tiempo perdido que una de las dificultades que 
ofrece la novela es la lectura de capítulos largos y con una notable ausencia de 
diálogos. Y resulta que esto es materia común para la redacción de los 
periodistas más que en otro tipo de textos: la cotidianeidad vertida en una 
secuencia narrativa. No se trata de textos de historia sino de pequeñas 
historias que se plasman día a día en los medios de todo el mundo o de las 
mismas pequeñas historias que recuerda el narrador de 
Swann y que va 
hilvanando para contar la sola y simple historia del señor Swann. 
Tengo 
la certeza de que aún quienes no han leído a Proust lo han conocido por su 
presencia en obras posteriores de diversos autores que simplemente han seguido 
el dictado de la evolución artística y han producido obras que en diferentes 
momentos condensan la historia y las enseñanzas de historia de la literatura. 
Como en el registro eléctrico del funcionamiento de un corazón, la historia de 
la literatura muestra crestas que son ineludibles, que avasallan y deben ser 
conocidas por todos. Quien las ignore, si a la producción artística se debe, 
estará en grave riesgo de incursionar en terrenos que otros recorrieron y nos 
han mostrado, para marchar con mayor seguridad y explorar nuevos caminos. 
Por eso afirmo que se debe ser cauteloso con la compulsión por la 
originalidad en la creación literaria, pues obras centenarias como 
Por el 
camino de Swann todavía están allí para enseñarnos mucho del alma humana y 
todavía más sobre cómo conocerla a través de un texto 
escrito.