Tráiler de Rashomon, de Akira Kurosawa (vídeo 
colgado en YouTube por janusfilmsnyc)Cuando Akira Kurosawa murió 
el 6 de septiembre de 1998, los homenajes al director de 
Rashomon, 
Los 
siete samuráis y 
Yohimbo llovieron de todas partes del mundo. Steven 
Spielberg le llamó «el Shakespeare pictórico de nuestro tiempo», mientras que 
Martin Scorsese comentó: «Su influencia es tan profunda que puede calificarse de 
incomparable. No hay nadie como él». En un panegírico que escribió para “Time”, 
Scorsese añadía: «[Era] uno de los grandes tesoros de la historia del cine». 
Cuando le preguntaron cuál era su película de Kurosawa favorita para un 
documental japonés en vídeo, un divertido Francis Ford Coppola dijo: «Bueno, hay 
tantas fantásticas que podemos preguntarnos cuáles son las grandes y cuáles son 
sólo muy, muy buenas». 
En Kurosawa Production, en Yokohama, cuatro mil 
amigos, parientes y colegas fueron invitados a un funeral que se celebraría en 
la “Sala Dorada” que se conservó de los decorados de 
Ran. 
Aparecieron treinta y cinco mil. 
Los periodistas informaron 
debidamente sobre la procesión de rostros famosos que entraban y salían del 
estudio del difunto director. Tatsuya Nakadai, el protagonista de 
Kagemusha 
y 
Ran, que empezó como extra en 
Los siete samuráis cuarenta y 
cinco años antes, recordó tristemente su última conversación con el director; 
dijo que habían hablado de hacer una última película juntos. El cineasta Nagisha 
Oshima estaba allí, el director de la “Nueva ola” cuyo trabajo visionario y 
radical había contribuido a desplazar a Kurosawa de los ojos de muchos críticos 
japoneses se mostraba ahora frágil y preocupado ante los diversos periodistas: 
«Parecía que hubiera alcanzado un lugar celestial... Respetaba al señor Kurosawa 
por su devoción de toda una vida al trabajo». 
Tráiler de Los siete samuráis, de Akira 
Kurosawa (vídeo colgado en YouTube por ScarVsEthan)
«La 
muerte de Kurosawa marca el fin de una era, pero debemos seguir adelante», dijo 
el director Nobuhiko Obayashi, como si se estuviera recuperando tras una 
catástrofe natural. «Era una figura paternal en el mundo del cine.» Spielberg 
dijo a una agencia de noticias japonesa: «No estoy seguro [de que haya ningún 
otro] cineasta contemporáneo de la Edad de Oro del cine que [fuese] más grande a 
los setenta y tantos». En su panegírico, Scorsese se maravillaba de cómo, a los 
ochenta y dos años, Kurosawa seguía trepando por las escaleras en los platós. A 
los setenta y pico y a los ochenta dirigió, sorprendentemente, cinco películas 
notables, cada vez más reflexivas. 
Pero parecía que el Kurosawa tan 
admirado en Occidente hubiera sido rechazado en su propio país durante la mayor 
parte de las tres últimas décadas. Tras su ruptura con el actor Toshiro Mifune 
–con el que hizo sus mejores películas–, el fracaso en taquilla de 
Dodes’ka-den (1970) y su consiguiente intento de suicidio, una insondable 
dicotomía se alzaba sobre el valor de sus trabajos posteriores. 
¿Quién 
era aquel hombre que dirigía en el plató con tanta autocracia que se le puso el 
mote de 
Tenno, “emperador” en japonés? En su libro de 1982 “Some -thing 
Like an Autobiography” (“Una especie de autobiografía”), el propio Kurosawa 
escribió: «Creo que lo que me pertenece sólo a mí no es lo bastante interesante 
como para dejar constancia y que quede después de mí. Más importante es mi 
convicción de que si tuviera que escribir algo, acabaría siendo nada más que 
palabras sobre películas. En otras palabras, tómese “yo mismo”, réstese 
“películas” y el resultado es “cero”». 
Pero la vida de Akira Kurosawa y 
del actor con el que se le asocia más estrechamente están llenas de dramatismo y 
misterio. ¿Por qué, por ejemplo, pusieron fin Kurosawa y Mifune a su 
artísticamente lucrativa colaboración? ¿Y cómo pudieron las carreras de aquellos 
dos gigantes del cine mundial hundirse de manera tan total en los años setenta? 
¿Por qué fracasaron los dos proyectos de Kurosawa en Hollywood de modo tan 
desastroso? ¿Por qué, en 1971, Kurosawa intentó suicidarse? ¿Cómo pudieron los 
japoneses, según dijeron los medios de comunicación occidentales, rechazar hasta 
tal punto las últimas obras de este cineasta magistral ante el clamor 
prácticamente unánime de aprobación que recibía en todos los demás puntos del 
globo? ¿Fue su estilo cada vez más expresionista? ¿Fue resentimiento japonés por 
sus influencias occidentales? 
Y en lo que se refiere a Mifune, si su 
personaje en la pantalla y su fama expresan, como dice el escritor Michael 
Atkinson, «ideas de japonesismo de posguerra, “inescrutables”, poco escrupulosas 
y listas para la batalla», ¿cómo pudo estar el auténtico Mifune a la altura y 
cómo pudo enfrentarse con la poco envidiable tarea de simbolizar, para el resto 
del mundo, el ideal japonés de posguerra? En Occidente se sabe muy poco de la 
vida personal y profesional de Mifune; es increíble que por ahora no exista una 
biografía en inglés. Los artículos de periódicos y revistas nos informan 
solamente de que creció en Manchuria, China, de padres japoneses, y no pisó 
suelo nipón hasta los veinte años. Se hizo actor casi por casualidad: Mifune, 
que fue fotógrafo aéreo durante la II Guerra Mundial, fue a los Estudios Toho 
después de la guerra con la esperanza de conseguir un trabajo como ayudante de 
cámara. No se sabe cómo, acabó participando en el concurso “Nuevos rostros” del 
estudio, y fue prácticamente rechazado por un jurado que se sintió insultado 
ante la aparente falta de respeto del actor. La actriz Hideko Takamine, el 
director Kajiro Yamamoto (mentor de Kurosawa) y el propio Kurosawa vieron un 
talento en estado puro y poco corriente en aquel vagabundo obstinado y sencillo. 
Llegó al estrellato con 
Yoidore tenshi (1948), de Kurosawa, que sólo era 
su tercera película. Fue como si hubiera surgido de la nada, una idea que el 
actor fomentó en todas las entrevistas que daba. 
Tráiler de Yojimbo, de Akira Kurosawa (vídeo 
colgado en YouTube por ren48185)La mayor parte de las ciento 
veintiséis películas de Mifune y las diecisiete hechas para televisión se 
distribuyeron muy poco o nada en Estados Unidos. Aparte de un puñado de 
películas que hizo para el director Hiroshi Inagaki (la trilogía del 
Samurái), la carrera de Mifune en Japón está unida de manera singular a 
las dieciséis películas que hizo con Kurosawa. Por desgracia, la cobertura 
mediática americana de su muerte se centró menos en sus películas con Kurosawa 
que en el papel coprotagonista en la miniserie americana 
Shogun, junto a 
Richard Chamberlain. Sus películas con otros grandes directores, como Kenji 
Mizoguchi, Kihachi Okamoto, Yoji Yamada y Masaki Kobayashi fueron prácticamente 
ignoradas. 
Para muchos periodistas, Mifune era una imitación asiática 
del Duque (ciertamente, se hablaba muchas veces de él como de «el John Wayne 
japonés») que cambiaba el rifle por una espada y se convertía en el arquetípico 
samurái de la pantalla en aquellos 
westerns japoneses. Como escribió 
Clyde Haberman en “The New York Times”: «Igual que Wayne en cierto momento dejó 
de ser solamente un actor que sabía cómo subirse a un caballo y se convirtió en 
“el” 
cowboy americano, del mismo modo el señor Mifune es el 
shogun, una imagen que la gente del mundo cinematográfico japonés cree 
que a él le gusta fomentar». Clint Eastwood, que se convirtió en estrella 
imitando los movimientos de Mifune en el 
remake de 
Yohimbo de 
Sergio Leone, 
Por un puñado de dólares, reconoce de buen grado la 
influencia de Mifune: «[Él] me sirvió sin duda de inspiración. Siempre será para 
nosotros el gran samurái». Pero las comparaciones entre Mifune y Wayne fueron 
groseramente exageradas e irreflexivas, y el propio Mifune dijo una vez que 
«John Wayne era una auténtica estrella, un gigante. Se alzaba por encima de 
todos. Yo no soy más que polvo de estrellas a sus pies». 
De todos modos, 
no hay ningún otro actor japonés tan conocido como él en Occidente. La extraña 
imitación de John Belushi del personaje de Mifune en 
Yohimbo, para el 
programa 
Saturday Night Live, parecía no tanto una parodia como un 
homenaje de un antiguo admirador. El escritor Stephen Hunter, en un comentario 
para “The Washington Post”, dijo: «Fuese o no fuese inmediatamente reconocible 
su nombre, [Mifune] era una estrella de cine sin igual». Al propio Mifune le 
gustaba decir: «No siempre estoy genial en las películas, pero siempre soy fiel 
al espíritu japonés», y una encuesta de 1984 en una revista japonesa nombraba a 
Mifune «el hombre más japonés». Pero esto tampoco tiene en cuenta gran parte de 
sus mejores trabajos. Mifune, actor dramático camaleónico más parecido a De 
Niro, Jack Nicholson o Marcello Mastroianni, se sentía igualmente a gusto en 
papeles contemporáneos, como los ejecutivos actuales de 
Tengoku-to jigoku 
(
El infierno del odio) o 
Warui Yatsu hodo yoku nemuru. El 
escritor Michael Jeck recordaba cómo un compañero de universidad había asistido 
a una función doble de Kurosawa y Mifune, 
Donzoku y 
I kimono no 
kiroku. En la última Mifune, que tenía treinta y cinco años, interpretaba a 
un hombre de setenta obsesionado con el miedo a un holocausto nuclear. Cuando 
Jeck preguntó entusiasmado a su compañero si le había gustado la interpretación 
de Mifune, el compañero contestó: «Ah, ¿es que también salía en ésa?». 
Esto es comprensible, pues pocos actores (cuando les dirigen bien) han 
tenido el registro o la intensidad de Toshiro Mifune. Interpretó a un magnate de 
la automoción y a un mecánico, a un campesino mejicano, a modestos soldados del 
ejército y a importantes almirantes de la Marina Imperial. Como fanfarrón 
aspirante a samurái en 
Los siete samuráis, Mifune es sucesivamente 
alocado, valiente, incrédulo, extravagante y finalmente casi insoportablemente 
trágico. En contraste con este papel rigurosamente físico está 
El infierno 
del odio, con Mifune como rico ejecutivo que debe decidir si sacrifica las 
ganancias de toda una vida –en el momento en que más necesita todos sus 
recursos– para salvar al hijo de su chófer de un secuestrador psicótico. En su 
papel, Mifune despliega todas las difíciles complejidades de esta complicada 
decisión de manera casi totalmente visual. Ningún rostro era más expresivo, 
ningún actor más económico. (Mifune hubiera sido una gran estrella en el cine 
mudo.) 
A medida que el poder de Mifune crecía en Japón, él formó su 
propia compañía, Mifune Productions, que cofinanció muchas de sus últimas 
actuaciones en películas, veinte en total. Abrió una escuela de interpretación e 
incluso dirigió una película, 
Gojuman-nin no isan (1963). Fue a Méjico 
para protagonizar 
Ánimas Trujano (1961), y su valoración fuera de Japón 
le permitió recibir ofertas para aparecer en películas hechas en todo el mundo. 
Tráiler de Ran, de Akira Kurosawa (vídeo 
colgado en YouTube por charlatanfilms)A los cuarenta y pocos 
años, Mifune intentó sin éxito cambiar su imagen de gran bebedor fuera de la 
pantalla por una más seria, aunque, al igual que Frank Sinatra, siguió siendo la 
personificación del machismo duro durante el resto de su vida. A pesar de su 
matrimonio en 1950 y de sus dos hijos, Mifune no ocultó que tenía una amante 
durante mucho tiempo a la que casi doblaba la edad, con la que tuvo una hija a 
los sesenta años. Su separación de su primera esposa tuvo como consecuencia 
apariciones en la prensa amarilla semejantes a su película de 1950 para Kurosawa 
Shubun (
Escándalo). En los años ochenta y noventa, el actor 
recibió prácticamente todos los premios internacionales habidos y por haber: su 
oficina estaba cubierta de premios de todo el mundo, incluyendo una nominación a 
los Emmy y un título honorífico de la UCLA (Laurence Olivier fue el único actor 
con tantos premios). Entre rumores de que padecía la enfermedad de Alzheimer y 
de una salud precaria, el actor siguió trabajando, aceptando pequeños papeles en 
pequeñas películas como 
Picture Bride (
La foto del compromiso, 
1994) y 
Fukai kawa (1995), y aunque estaba prácticamente moribundo 
–en su última película se le ve impresionantemente demacrado y anciano–, su 
imponente imagen en la pantalla nunca decreció. 
Toshiro Mifune 
protagonizó dieciséis de las treinta películas de Akira Kurosawa. Ninguna pareja 
–ni Buñuel con Fernando Rey, ni Ingmar Bergman con Max von Sydow, ni Scorsese 
con De Niro– puede igualar su increíble récord (el director Yasujiro Ozu y el 
actor Chishu Ryu en cierto modo eclipsan a Kurosawa y a Mifune en términos 
numéricos, pero los papeles de Ryu no eran tan fundamentales en las películas de 
Ozu). E igual que Kurosawa influenció a varias generaciones de directores y 
guionistas, el personaje escénico de Mifune abrió camino a treinta años de 
guerreros vagabundos y pendencieros. ¿Podría haber habido un Clint Eastwood, un 
Harrison Ford o un Chow Yun-Fat sin Mifune? En mis entrevistas con actores, 
directores y otras personas que trabajaron con Mifune, la personalidad del actor 
fuera de la pantalla se compara a menudo con la de un lobo o la de un león. 
Igual que Kurosawa, Mifune era un gran bebedor, y a semejanza de los personajes 
que interpretaba a menudo, era, sin duda en su juventud, enorme y de gran 
personalidad. Al repasar su interpretación en 
Rashomon, “The Times” de 
Londres escribió: «Toshiro Mifune corretea por la pantalla como un Puck loco y 
feroz, lanzando risas enloquecidas». Aunque sus interpretaciones fueron en gran 
parte instintivas, también era un consumado profesional; siempre muy preparado, 
aportaba una callada intensidad a todos los platós. 
Kurosawa, que rara 
vez admitía sentir admiración por ningún actor de cine, se sentía asombrado ante 
la habilidad extraña de Mifune para generar interesantes caracterizaciones a 
partir de los gestos más económicos. «Mifune tenía una clase de talento que 
nunca encontré antes en el mundo del cine japonés», dijo en su autobiografía. 
«Por encima de todo era la velocidad con la que se expresaba lo más 
sorprendente. El actor japonés normal puede necesitar diez pies de película para 
conseguir una impresión; Mifune necesitaba sólo tres pies.» Con su sorprendente 
talento se combinaba su buen aspecto rudo, de clase obrera, y su actitud viril y 
orgullosa en un momento en que la mayor parte de los actores protagonistas de 
las películas japonesas tenían unos rasgos delicados, incluso andróginos. Frente 
a semejante competencia, Mifune resultaba alegremente magnético, y se convirtió 
en un ídolo de la pantalla prácticamente de la noche a la mañana. 
A 
medida que crecía su popularidad, Mifune se vio amenazado por el encasillamiento 
en los papeles de gángster, pero Kurosawa, dándose cuenta de su talento, le 
utilizó en una gran variedad de papeles. No obstante en la cumbre de su 
capacidad, Kurosawa y Mifune se fueron cada uno por su lado. Después de 
Akahige (
Barbarroja), en 1965, nunca volvieron a trabajar juntos. 
«[Kurosawa] tiene aún mucha energía y ganas», dijo Mifune en 1983, «y me 
gustaría hacer dos o tres películas [con él] antes de que se vaya a otro mundo». 
Pero eso no llegaría a suceder. Y aunque protagonizó varios interesantes films 
japoneses aquí y allá, Mifune pasó gran parte del resto de su carrera aportando 
clase a una gran variedad de películas “épicas” japonesas de poca calidad o 
desperdiciando su talento en pequeños papeles en producciones internacionales 
mediocres, como 
Inchon! (1982) y 
Shadow of the Wolf (1993). Mifune 
se quejaba en “Los Angeles Times” de que «en la sociedad japonesa ahora todos 
son jóvenes. No tienen un nivel intelectual para esa clase de cine. Les 
interesan los grupos de rock. Lo único que ven es la televisión». 
Kashiko Kawakita, el difunto director de la Biblioteca Cinematográfica 
Kawakita Memorial en Japón, contó a “The New York Times” en 1982: «[Mifune] 
tiene talento, pero sin Kurosawa no ha trabajado igual de bien. Tiene muchas 
preocupaciones con sus negocios, y es una lástima. No puede concentrarse tanto 
en su manera de actuar». A pesar de tener algunos momentos brillantes, sus 
últimos años se parecieron tristemente a los de otros grandes actores como 
Olivier, Orson Welles y Henry Fonda, que abarataron la obra de su vida 
comerciando con su fama, con la esperanza de financiar otras películas mejores o 
establecer un patrimonio para sus familias. Para conseguir dinero, tanto Mifune 
como Kurosawa vendieron cerveza, whisky, colchones y productos farmacéuticos en 
anuncios para la televisión japonesa. 
Tráiler de Kagemusha, de Akira Kurosawa (vídeo 
colgado en YouTube por Danios12345)Igual que Mifune, Kurosawa se 
sintió atraído por Occidente, donde fue a dirigir su guión de 
Runaway Train 
(
El expreso hacia la muerte) para el magnate de las películas de 
serie B Joseph E. Levine, y a continuación la mitad japonesa de una filmación 
inicialmente ambiciosa sobre el ataque a Pearl Harbor, 
Tora! Tora! Tora! 
(1970). Ambas películas se hicieron finalmente sin Kurosawa. 20th Century 
Fox, el estudio que produjo la película, imponente aunque sin gran interés, 
achacó maliciosamente la partida de Kurosawa a la enfermedad mental. Esas 
acusaciones parecieron confirmarse tras el fracaso en taquilla de su siguiente 
película, 
Dodes’ka-den y el consiguiente intento de suicidio del 
director. 
En parte porque sus películas eran tan caras (para la media 
japonesa), fue necesaria la ayuda financiera de la Unión Soviética para producir 
su siguiente película, 
Dersu Uzala, y la intervención y garantía 
financiera de George Lucas y Francis Ford Coppola para hacer 
Kagemusha 
cinco años después. Y aunque esas películas, al igual que 
Ran, 
financiada por Francia, ganaron gran cantidad de premios internacionales y 
resultaron muy populares en todo el mundo, el director no pudo escapar a la 
situación de vieja gloria en su propio país. Para muchos críticos japoneses, a 
Kurosawa no le quedaba nada nuevo o interesante que decir. Esta actitud tuvo su 
momento álgido en 1985 cuando, a pesar del gran éxito de 
Ran, la 
Asociación de Productores Cinematográficos de Japón pareció despreciar al 
director, presentando otra película como participante oficial en la categoría de 
Película Extranjera a los Oscar de aquel año. Una protesta de la Directors Guild 
of America hizo que se nominase a Kurosawa como Mejor Director, pero para 
entonces el daño ya estaba hecho. 
Kurosawa y Mifune murieron con menos 
de nueve meses de diferencia, y en Occidente las necrológicas y los homenajes 
comparaban su trabajo, como había ocurrido durante décadas, con los 
westerns 
americanos. Pero las películas que hicieron juntos, y muchas de las que 
hicieron por separado, son mucho más profundas. Para empezar y sobre todo, las 
películas de Kurosawa fueron sumamente humanistas, films que trascendieron sin 
esfuerzo culturas y siglos. La distinción de Coppola entre las grandes obras de 
Kurosawa y las que eran sólo «muy, muy buenas» es bastante apropiada. Para 
cualquier cineasta, producir una gran obra es un logro, pero Akira Kurosawa 
coescribió y dirigió una docena de obras maestras, e incluso sus películas más 
flojas tienen momentos soberbios de habilidad e inventiva. La encuesta que hizo 
el difunto John Kobal en 1988 entre críticos cinematográficos internacionales 
para su libro “Top 100 Movies”, que trataba de hacer una lista de las mejores 
películas que se hubieran hecho nunca, no sólo colocaba a 
Rashomon en el 
puesto 10, a 
Los siete samuráis en el 24 y a 
Ikiru (
Vivir) 
en el 34, sino que 
Dodes’ka-den, Kagemusha, El infierno del odio y 
Ran 
también aparecían en el panel de Kobal. 
Yoidore tenshi (1948), 
Nora Inu (
El perro rabioso, 1949), 
Kumonosu jô (
Trono de 
sangre) y 
Donzoko (ambas de 1957), 
Kakushi torite no san Akunin 
(
La fortaleza escondida, 1958), 
Tsubaki sanjuro (1962) y 
Dersu Uzala (1975) son igualmente consideradas como obras maestras. 
Esta es la primera biografía en lengua inglesa de Kurosawa (y de Mifune, 
en realidad), algo necesario desde hacía mucho tiempo. Se ha escrito muchísimo 
sobre las películas de Kurosawa y el mejor ejemplo es “The Films of Akira 
Kurosawa”, de Donald Richie. El libro de Richie, junto con sus escritos sobre el 
director Yasujiro Ozu, representa probablemente el análisis más completo y 
reflexivo sobre la obra de un solo director. Sin embargo Richie, 
voluntariamente, no detalló (ni lo ha hecho nadie) la historia de la producción 
de sus películas, especialmente los proyectos inacabados; ni proporciona datos 
sobre sus colaboradores ni sobre sus relaciones con diversos estudios; ni 
examina su lugar dentro de la industria cinematográfica japonesa en conjunto, la 
financiación, presupuestos y recaudaciones de sus películas; ni proporciona 
información sobre su carrera como ayudante de director y guionista; ni detalla 
sus proyectos secundarios. No investiga cómo llegaron a proyectarse en el 
extranjero las películas de Kurosawa, la recepción por parte de la crítica 
dentro y fuera de Japón, el impacto profundamente personal que tuvo sobre 
aquellos que estuvieron cerca de él o las reacciones de los que vieron sus 
películas cuando eran nuevas. Esos aspectos, hasta ahora, se han ignorado en 
gran medida. El propio director escribió “Something Like an Autobiography” 
(publicada en Estados Unidos en 1982), pero por razones personales decidió 
contar la historia de su vida sólo hasta el año 1950, deteniéndose en el momento 
en que empezó a tener prestigio internacional y dio comienzo la etapa más 
fructífera de su carrera. Por otra parte, Mifune ha sido casi totalmente 
ignorado: de muchas de las películas comentadas aquí no se ha hablado nunca en 
Occidente, y nunca se ha escrito con cierta extensión sobre su carrera, aparte 
de su trabajo con Kurosawa. 
Toda biografía de un artista asume la 
primacía de su papel como autor/
auteur, pero este libro evita 
deliberadamente el colocar la obra de Kurosawa en el contexto de la teoría del 
auteur. Con la posible excepción de Chaplin, ningún director ha ejercido 
mayor control sobre cada aspecto de su trabajo como Kurosawa aunque, como todos 
los grandes cineastas, Kurosawa delegaba en un puñado de colaboradores 
(especialmente sus coguionistas y ayudantes como Teruyo Nogami e Ishiro Honda, 
por no hablar de sus directores artísticos, actores y compositores) para hacer 
que sus películas fueran lo que fueron. De igual modo, evité deliberadamente 
otras ramas de la teoría cultural establecida por gente como Noël Burch, 
Jean-Louis Baudry, Laura Mulvey o “Cahiers du Cinéma”. Yo tenía enormes deseos 
de entrevistar a Mifune y a Kurosawa, pero cuando fui por primera vez a Japón a 
finales de 1994, Mifune ya se encontraba muy delicado de salud. De nuevo igual 
que Sinatra, su vida agitada le había acabado atrapando y en los medios de Japón 
corrían los rumores de una senilidad debida al Alzheimer. 
Tráiler de Dersu Uzala, de Akira Kurosawa 
(vídeo colgado en YouTube por Danios12345)Yo había organizado una 
entrevista con Kurosawa por medio de la viuda de uno de sus más íntimos y 
antiguos amigos, el director Ishiro Honda, que conocía a Kurosawa desde mediados 
de los años treinta. Pero cuando llegó el momento, el gran director, que ya 
tenía ochenta y tantos años, estaba demasiado enfermo para recibirme. Cuando 
volví en 1996 se organizó otra entrevista, pero de nuevo Kurosawa la canceló en 
el último minuto. Finalmente, mi única, breve, pero satisfactoria entrevista se 
hizo a través de un fax unos meses más tarde, gracias a la amabilidad de su 
hija. 
Pero no todo estaba perdido, ya que casi todos los cuarenta y 
cinco actores, directores y otros artesanos que entrevisté en aquellos primeros 
viajes habían trabajado con Kurosawa, Mifune o los dos en algún momento de sus 
propias carreras y tenían mucho que decir sobre el tema. Esas entrevistas forman 
la base de este libro. 
Las mejores películas de Kurosawa trascienden el 
arte cinematográfico; fue uno de los pocos cineastas cuyo trabajo tiene un 
efecto casi religioso en los espectadores. Seguramente, una de sus más grandes 
películas, 
Vivir, sobre un funcionario moribundo que se enfrenta a su 
vida y a su muerte es, para muchas personas, una experiencia capaz de cambiar la 
vida. Pero casi todas las alabanzas que han vertido sobre sus películas críticos 
y teóricos del cine que admiran su uso del color, de las lentes de telefoto, del 
montaje, de la puesta en escena y de las múltiples cámaras, casi nunca mencionan 
el impacto profundamente personal de esas películas. El escritor Bill Warren se 
encontró a Kurosawa y a su intérprete delante de la biblioteca de la Academia de 
Artes y Ciencias Cinematográficas. Se sentía tan abrumado por aquel inesperado 
encuentro que pronto se dio cuenta de que, mientras expresaba su admiración por 
el director (recordando los muchos años duros que Kurosawa había soportado), le 
caían las lágrimas por la cara. Cuando advirtió que el intérprete no estaba 
traduciendo nada, le preguntó por qué. La respuesta del intérprete fue: «Él sabe 
exactamente lo que está usted diciendo». 
Este impacto no se ha examinado 
nunca antes en un libro en inglés, y es algo que han ignorado incluso eruditos 
del cine japonés como Donald Richie. En 1990, Richie admitía ante el escritor 
James Bailey: «¿Siento algo emotivo por estas películas, algo cálido? No, no 
mucho. Creo que mi problema es que me he convertido en alguien demasiado cercano 
a él en la mentalidad de la gente y en realidad no estoy tan cerca. Nadie lo 
está. Utiliza mucho a las personas, hombres y mujeres, que le sirven de algo. Es 
un utilizador nato, como Orson Welles o Von Stroheim. Es muy parecido a ambos». 
Pero así como hay mucha gente que encuentra en los films de Kurosawa una 
profundidad visceral, a veces epifánica, están aquellos para los cuales el 
impacto de haber trabajado junto a él, el lazo emocional, eran igualmente 
fuertes. 
Se ha dicho que en las películas de Alfred Hitchcock, Cary 
Grant representaba una faceta idealizada de la personalidad de Hitchcock, 
mientras que James Stewart representaba el lado más oscuro del director. De 
igual modo, John Ford y François Truffaut tenían relaciones paternales y 
laborales con John Wayne y Jean-Pierre Léaud respectivamente. La unión entre 
Kurosawa y Mifune era semejante y no menos fuerte. Como dijo Richard Corliss de 
Mifune, que podía igualmente aplicarse a Kurosawa: «En una sociedad de voces 
suaves y profundas reverencias, [él] interpretaba al insurrecto, una explosión 
de ego y de id. Era un hombre de película de acción... [Su] despliegue de 
humores volubles –hundiéndose en la desidia y luego explotando de rabia– hacía 
sentir al público que eso sí que era un hombre». 
Para muchos, entre 
ellos este escritor, Kurosawa era un 
sensei, un maestro, quizá de manera 
deliberada en sus últimas películas, cuyas lecciones sobre la vida influenciaron 
no sólo a otros cineastas sino a espectadores de todo el mundo, 
independientemente de clases, razas y culturas. Para Kurosawa, Mifune era menos 
un alter ego que un instrumento por medio del cual sus guiones eran mejor 
interpretados. Su mutua fe en el otro era el resultado de su propio 
autodescubrimiento. En esta obra espero poder destapar la esencia de estos dos 
grandes artistas.  
Tráiler de Akahige (Barbarroja), de Akira 
Kurosawa (vídeo colgado en YouTube por ennemme)
Nota 
de la Redacción: este texto corresponde a un fragmento del libro de 
Stuart 
Galbraith. Akira 
Kurosawa, El emperador y el lobo (T&B 
Editores, 2010). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a T&B 
Editores por su gentileza al facilitar la publicación en 
Ojos de 
Papel.