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Pablo-Ignacio de Dalmases: Oficio de carroñero. Un periodista en la calle (Ediciones Carena, 2009)

Pablo-Ignacio de Dalmases: Oficio de carroñero. Un periodista en la calle (Ediciones Carena, 2009)

    AUTOR
Pablo-Ignacio de Dalmases

    BREVE CURRICULUM
Licenciado en Periodismo, en Publicidad y Relaciones Públicas y Master en Hª Contemporánea. Fue director del diario La Realidad y de Radio Sáhara, Jefe del Gabinete de Prensa de RTVE, Jefe de los servicios Informativos de Radiocadena en Cataluña y editor de numerosos programas de radio y televisión. También ha ejercido como subdirector de las revistas Viajeros y Viajeros Cuba y editor de Destino Cuba y Caribbean Travel News




Tribuna/Tribuna libre
Oficio de carroñero. Un periodista en la calle
Por Pablo-Ignacio de Dalmases, lunes, 4 de mayo de 2009
Pablo-Ignacio de Dalmases supo que quería ser periodista desde muy joven y nunca se ha arrepentido de su decisión (aunque a veces haya padecido ligeramente por esta causa). En Oficio de carroñero. Un periodista en la calle (Ediciones Carena, 2009) nos explica aspectos de su peripecia profesional, que ha incluido lances más o menos aventurados, momentos divertidos, muchas satisfacciones y también contratiempos, un par de procesamientos y hasta alguna descalificación, como cuando fue tachado -él cree que injustamente- de carroñero. Dalí, Alfonso Guerra, Tàpies, Fraga, El Lute, Obiang, Gutiérrez Mellado, Cela, Bella Dorita, Antonio Gala, Pasqual Maragall, Celia Gámez, el presidente argentino de la Rúa, Ibarretxe, Luis Mariano, Juan Marsé, Stephen Hawking, Tania Doris, Habib Burguiba, Jordi Pujol, Mario Conde, Loyola de Palacio, Escamillo, Fidel Castro, Terenci Moix y un largo etcétera en el que no faltaron niños prodigio, engreídos sin razón, famosos por un día, vendedores de ilusiones, viceptiles complacientes y travestis tentadores, fueron algunos de los personajes que compartieron minutos de su vida con el autor y le explicaron cosas interesantes.

CARROÑEROS DE PAPEL

Los editores saben muy bien la importancia que tienen una portada atractiva y un título sugestivo para vender un libro, de igual modo que lo primero que se enseña –o enseñaba- a los que quieren ser periodistas es la importancia de un titular para atraer la atención del lector. Con estos antecedentes parecerá que la elección del título de este libro ha sido una decisión oportunista, pero no hay tal. Responde a un hecho ocurrido hace ya bastantes años y que tuve la ocasión de vivir con un buen amigo, prematuramente desparecido.

Me refiero al fotógrafo Juan Cid Cordero, a quien todos llamábamos Juanito. Juanito era alto, desgarbado, cargado de espaldas y peludo. Yo diría que no resultaba especialmente atractivo, pero poseía una notable capacidad de seducción para con las mujeres. Extraordinariamente sociable y simpático, sabía conectar con todo el mundo y hacer amigos, sea cual fuere su origen y forma de pensar. Y lo conseguía a pesar de confesarse falangista de toda la vida –en sus últimos años puntualizaba “anarcofalangista de derechas”-, lo que demuestra fehacientemente que en la vida importa más el talante individual que la presunta ideología que se profese, acaso porque aquél es un rasgo inmutable de la personalidad de cada cual y ésta algo que muta con suma facilidad.

Trabajé con Juanito durante muchos años y creo haber sido uno de sus mejores amigos, al punto de que actué como testigo de su enlace matrimonial –muy efímero, todo hay que decirlo- y de muchos de sus amores, anteriores y posteriores, como él lo fue también de buena parte de mi peripecia personal. En consecuencia, hicimos la calle, que es lo que debe hacer todo periodista que se precie, es decir, vivimos la bohemia nocturna de Barcelona, participamos en toda suerte de cuchipandas y compartimos numerosos viajes.

Durante algún tiempo pusimos en marcha una agencia de colaboraciones llamada Novopress, a través de la que comercializábamos reportajes de diverso tipo, algunos políticos. Nuestro scoop  más celebrado fue una entrevista al ultraderechista Alberto Royuela, perseguido por la justicia y escondido, al que Juanito localizó gracias a sus contactos con los miembros de la antigua Guardia de Franco, a la que había pertenecido. Debo decir que no le sacamos todo el jugo económico que hubiéramos podido porque, acaso peores negociantes que periodistas, sucumbimos a las artimañas de mi compañero de promoción de la Escuela Oficial de Periodismo, Jaume Serrats, a la sazón director del vespertino Catalunya expréss y le vendimos el reportaje a un precio muy inferior a su valor real.

Pero la política acabó siendo para nosotros una actividad secundaria ya que con la normalización habida tras la culminación de la transición entró en una mayor especialización periodística, de modo que accedieron a dicha tarea los que de verdad estaban interesados en ella, amén de numerosos arribistas con vocación de convertirse, cuando ganara su poltrona algún amiguete, en jefe de prensa de cualquier covachuela de la administración.

Reorientamos rápidamente el trabajo dirigiendo nuestros esfuerzos a la cobertura de lo que hoy en día se denominan “temas del corazón”, por aquel entonces tratados de forma mucho más light, ingenua y respetuosa que ahora, lo que nos obligó a acudir a guateques y presentaciones, escarbar cotilleos y organizar improvisadas persecuciones de presuntos famosos.

Compartimos esta labor con periodistas de la talla de Jesús Mariñas, que todavía no había trasladado su residencia de Barcelona a Madrid, José Manuel Parada y Chelo García Cortés, pareja profesional y de piso, María Teresa Berengueras, José María Romaguera, más conocido como Ámbar, el incombustible José María Bayona, de Hola, a quien nadie osaba toser en temas de alta sociedad, Raimundo Martínez, que lucia unos bigotes dalinianos, el simpático Julián Peiró, el epicúreo Jaime Beltrán y, en fin, el insustituible y divertidísimo Tony Monka.

Añado que con nosotros y en Novopress debutó como periodista una jovencísima Karmele Marchante, hija del comandante de infantería del mismo apellido, buenísima persona, por cierto, que ejercía como Jefe de Prensa del Gobierno Militar y al que las modernidades de su hija le asustaban un tanto. Karmele despuntaba ya como la periodista descarada y atrevida que luego sería, pero como todavía no salía en televisión cuidaba menos su imagen, en la que destacaba la rotundidad de unas piernas algo gruesas. Juanito, siempre al tanto de los pormenores de la fisonomía femenina, le llamaba, a sus espaldas por supuesto, la mariscala Goering (dando por sentado, ignoro con qué fundamento, que el aviador alemán debió tener unas pantorrillas acordes con su corpachón).

Andando en estos menesteres tuvimos que cubrir una información sobre cierto accidente ocurrido en la atracción de una feria ambulante y a consecuencia del cual había fallecido una niña. Juanito y yo indagamos sobre el origen de la avería y la forma en que se había producido el deceso, provocando involuntariamente la reacción indignada de alguno de sus familiares que, agobiado por la tensión del momento, nos espetó a voz en grito:

   -¡Carroñeros! ¡Todos los periodistas sois unos carroñeros!

Nos miramos, algo asustados por el dramatismo del momento, aunque a la postre hubimos de contener la risa por el epíteto que nos habían dedicado, a todas luces desproporcionado con nuestros modestos méritos.

A partir de entonces recordamos de vez en cuando el rotundo calificativo con buen humor y cuando a alguno de los dos nos parecía que el otro se propasaba en el trabajo le recordábamos con ironía:

   -¡No seas carroñero!

Qué no hubiera dicho nuestro olvidado interlocutor de saber la incontinencia verbal y el grado de intromisión en la vida de los demás que vendría luego. Antaño los temas que en catalán se denominan de sang i fetge (literalmente sangre e hígado, pero figuradamente cualquier tema morboso o sanguinario) se trataban con exquisita delicadeza, generoso uso de eufemismos y circunloquios y cuando el tema lo requería, en el reducto de publicaciones especializadas (bastará con recordar el semanario El caso de la familia Suárez, donde veló sus mejores armas la aguerrida Margarita Landi o el Por qué de Enrique Rubio, tan caballeroso y educado).

Como el periodismo en general, y el español muy en particular, ha ido evolucionando hacia cotas de mucha mayor permisividad, parece que el calificativo adjudicado tan apasionadamente por aquel hoy olvidado personaje adquiere todavía mayor justificación, habida cuenta de las sentinas a las que no han dudado en descender algunos presuntos periodistas, todo hay que decirlo con gran complacencia de un público mayoritario, que ha ido perdiendo el sentido del buen gusto. De ahí que me divierta observar el empecinamiento de nuestras insignes corporaciones profesionales (Asociaciones de la Prensa, Colegios Profesionales, consejos asesores de las tropecientas administraciones españolas) en redactar y promover normas deontológicas que nadie está dispuesto a cumplir y que ellas mismas jamás se han atrevido a exigir a nadie por la cuenta que les trae o porque quién esté libre de culpa que tire la primera piedra.

Las páginas que siguen son por tanto el relato de las experiencias de un periodista del montón que no llegó a estrella mediática –¡por Dios, qué cosa más aburrida!-, ni se hizo millonario, pero tocó todas las teclas de este oficio, menos la información deportiva, que es como el principado de Andorra, un rancho aparte. No profundicé, como se verá, en las más morbosas, que son los sucesos, el corazón y visto lo que corre, tampoco en la política y poco a poco fui decantándome hacia el periodismo cultural, que es menos conflictivo, sobre todo cuando no interfieren los políticos, capaces de negar la evidencia, aunque esto no quiera decir que no intervengan pasiones, intereses, egoísmos, zancadillas y oportunismos, sobre todo esto último. En resumidas cuentas, que nuestro acusador de antaño no fue buen profeta, porque en el fondo he sido muy poco carroñero, lo que no quiere decir que este oficio no tenga algo –y en algunos casos mucho- de esto.

Les confieso que he disfrutado mucho como lector conociendo las experiencias de otros periodistas que me precedieron en el relato de su vida profesional (*) y pido a los hados que quien tenga este libro entre sus manos sea capaz de llegar a la última página sin haberse aburrido demasiado y con la magnanimidad necesaria como para otorgar su perdón a este modesto aspirante a carroñero que no llegó a serlo, pero hurgó sin malicia, escribió con la mayor corrección posible, trató de mantener una cierta dignidad en una profesión como ésta en la que no es siempre posible hacerlo y disfrutó mucho ejerciendo un oficio que nadie con sentido común aconsejaría a sus hijos. Porque, en resumidas cuentas y parafraseando lo que dijo Churchill sobre la democracia, el periodismo es la peor de las profesiones… excepción hecha de todas las demás.  

EL INVENTO DE FRANCO

Mientras cursaba el Bachillerato Superior fui dilucidando sobre mi futuro profesional y llegué a la conclusión de que quería ser periodista, carrera entonces poco definida e incluso algo marginada. En efecto, la Universidad española giraba todavía sobre las Facultades tradicionales de Derecho, Filosofía y Letras, Ciencias, Medicina y Farmacia y la todavía bastante novedosa de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales. Ingenierías y Arquitectura tenían la condición de escuelas especiales, los Conservatorios de Múisca eran rancho aparte y había una serie de centros raros que ni tan siquiera estaban bajo la égida del Ministerio de Educación, tales las Escuelas Sociales, que dependían de Trabajo, las Oficiales de Náutica, que eran de Comercio, y Periodismo, que funcionaba bajo la tutela del Ministerio de Información y Turismo, un totum revolutum que intervenía desde la promoción de la naciente industria turística al ejercicio de la censura de prensa y espectáculos.

Un día di el paso decisivo de anunciarle tal propósito a mi padre. Cuando lo oyó torció el gesto en signo inequívoco de disconformidad. Le hubiera gustado que mi decisión girara en torno a alguna de las carreras clásicas, preferiblemente Derecho, que era la que habían hecho todos mis hermanos varones, aunque ninguno de ellos la llegara a ejercer de forma permanente. Mantuvimos un largo tira y afloja que duró meses, en el transcurso del cual intentó que cambiase de opinión o, en el peor de los casos, que hiciese Periodismo como complemento de otra carrera más respetable.

Esto del periodismo es una cosa que se ha inventado Franco”  sentenció, como queriendo dar a entender que era algo pasajero que no podía durar. Mi padre, que había nacido a finales del siglo XIX, tenía del periodismo una imagen muy devaluada, acorde con la realidad de la anteguerra, que han descrito con tanta propiedad algunos profesionales de aquella época.

Intenté convencer a mi progenitor de que lo del periodista bohemio, autodidacta y muerto de hambre había pasado a la historia del costumbrismo y que el periodismo se estudiaba en las Universidades de medio mundo desde hacía décadas, pero no hubo forma de que cambiase de criterio. En algunas cosas, mi padre era inamovible. Al final transigí y como peaje previo me matriculé en la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, en la que hice un par de cursos, mientras me inscribía también en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid.

Las escuelas de periodismo

En 1964 únicamente funcionaban en toda España tres centros en los que se pudiera cursar dicha carrera: la ya citada Escuela Oficial, que había tenido una sucursal en Barcelona, luego clausurada (cómo estaría de valorada que el ayuntamiento le había prestado el edificio de Santa Mónica, hoy elegante museo, pero que entonces acogía la muy respetable sede de la administración de los mingitorios municipales), el Instituto de Periodismo del Estudio General de Navarra, que dependía del Opus Dei y la Escuela de Periodismo de la Iglesia, que tenía su sede en Valencia y puso una delegación en Barcelona, a la que iban los que no lograban ingresar en la Oficial.

Como deferencia descentralizadora, el tribunal que juzgaba los exámenes de ingreso –había numerus clasus y no era fácil entrar, a mí me costó tres años- se desplazó durante unos años a Barcelona y nos convocaba en un aula de la universidad. Las pruebas empezaban con un test de curiosidad periodística en el que se preguntaban cuestiones de actualidad, a cuál más peregrina. Advertidos de ello, los aspirantes nos pasábamos las semanas anteriores leyendo todos los periódicos hasta en los detalles más nimios e irrelevantes, tratando de evitar, como solía ocurrir, que nos cogieran por sorpresa. Como anécdota cabe recordar que cada año se repetía una extraña pregunta: “¿Qué significa ongi etorri?” , una expresión vasca que nadie conocía, entre otras razones por la muy poderosa de que el vasco no era lengua vehicular de la enseñanza de aquellos tiempos, lo que constituía sin duda una sutil ironía de los redactores del famoso test. Luego había una prueba de redacción y no recuerdo cuál otro examen más, acaso de cultura general.

Cuando superabas esta carrera de obstáculos dejabas de ser un Don Nadie y adquirías la condición de alumno de la Escuela Oficial, con  derecho al carné del centro. Para conservarlo adecuadamente vendían unas carteras parecidas a las de los periodistas, que exhibían en su portada el escudo nacional y la leyenda “Dirección General de Prensa”, lo que te confería una cierta respetabilidad. No era una patente de corso, ni otorgaba los privilegios del carné oficial de periodista, pero lo podías exhibir sin desdoro en determinadas circunstancias. Cabe recordar que los poseedores del carné oficial de periodista gozaban entonces de algunos privilegios nada despreciables.

Después de haber tenido otras ubicaciones, cuando yo ingresé en aquel centro estaba situado en la trasera del Ministerio de Información y Turismo, una mole de granito construida en la prolongación de la Castellana –entonces, avenida del Generalísimo- que, con el tiempo, se ha convertido en sede del Ministerio de Defensa. La parte posterior daba sobre la calle del Capitán Haya, cuya otra acera, en mi primer curso de carrera, era una sucesión de solares sin edificar y cuando la terminé, estaban todos construidos. Excusado es decir que la zona situada más allá del Ministerio hasta la Plaza del Castilla tenía el aspecto de un páramo solitario. Por supuesto íbamos y veníamos desde Cibeles en tranvía.

La carrera constaba de tres cursos –luego la alargaron a cuatro- con asignaturas teóricas y otras de carácter práctico y finalizaba con una tesina y un examen de grado, que debían realizar también los alumnos de las otras escuelas. En el programa se entremezclaban materias variopintas: las había de carácter general (historia de España y universal, historia de las ideas políticas, geografía política y económica, cultura contemporánea, sociología, literatura, etc) y muchas de contenido profesional (redacción, reporterismo, historia del periodismo, técnicas del periodismo impreso y audiovisual, ilustración, fotografía, publicidad, teoría de la opinión pública, etc). No faltaban cuestiones especializadas como agencias informativas, crítica teatral, cine, periodismo deportivo y materias propias del momento, como “doctrina social católica”, en la que debo confesar que obtuve el único sobresaliente de mi expediente.

Un profesorado excelente

No quiero pecar de nostalgia, porque todo el mundo cree que cualquier tiempo pasado fue mejor, lo que es una gran mentira, pero la comparación entre los planes de estudio de la Escuela Oficial de Periodismo y los de las actuales Facultades no desmerecen en nada a aquellos e incluso los dejan en muy buen lugar. El contenido de las enseñanzas, sin olvidar, como queda visto los aspectos humanísticos, era esencialmente práctico y orientado específicamente al posterior ejercicio de la profesión.   
 
Esta misma orientación se reflejaba en la composición del profesorado, en el que coincidían una amplia representación de las figuras más señeras del periodismo español con un grupo de destacados profesores universitarios. Tuve, entre otros, a Juan Beneyto, que era director de la Escuela y presidente del tribunal de ingreso el año en que lo aprobé y me examinó luego de “Historia de las ideas políticas”, Jesús Fueyo, director del Instituto de Estudios Políticos –precedente del actual Centro de Estudios Constitucionales- y catedrático de universidad, que daba “Mundo actual”, Luis González Seara, que lo era del de la Opinión Pública y dictaba la materia propia de su especialidad, la historiadora Carmen Llorca para la Historia Universal, José Altabella, Emiliano Aguado, el publicitario García Ruescas, Victoriano Fernández Asís, un gurú de la televisión y el mítico Juan Aparicio, que había sido anteriormente el gran pope de la prensa, con poderes omnímodos que al decir de los que le conocieron íntimamente no sólo utilizó para ordenar y censurar, sino también para favorecer en algunos casos a personas que habían quedado marginadas o en entredicho por culpa de la política.

Había algunos “cocos”, como José Bugeda, que dictaba sociología utilizando el manual de Ogburn y Nimkof y no te daba el pase sin que acreditaras un conocimiento más que mediano de tal mamotreto. Tras dos penosos suspensos, me salvé porque cuando fui a examinarme por tercera vez el tal Bugeda se había ido a un congreso en el extranjero y me calificó en su nombre el entonces director, Bartolomé Mostaza, mucho más benévolo, quien no sólo me aprobó, sino que me dio ¡un notable!.

Otro docente muy temido era Luis Fernando Bandín, director del diario Informaciones, que daba una asignatura de “Técnicas del periodismo impreso”. La prensa estaba todavía anclada en la tecnología tipográfica y por tanto de lo que se trataba es que la domináramos en todos sus extremos. Para ello planteaba siempre un examen en forma de ejercicio práctico al que debíamos acudir provistos de tipómetro Didot. Para los lectores de las generaciones actuales aclararé que tal adminículo era una regla que consignaba la altura en cíceros y puntos –las dos medidas base de la tipografía- correspondiente a los diferentes cuerpos de letra, con su equivalencia en sistema métrico decimal. La prueba consistía en calcular en centímetros el bloque de una información cuyo contenido nos daba señalando los espacios e indicando los diferentes cuerpos de letra en que debía ir el titular y los sumarios. Aquí no valían elucubraciones, ni fantasías literarias. Había que dar los números exactos y precisos o no aprobabas.

Pedro Go y su historia del periodismo español
  
El caso más polémico era el de Pedro Gómez Aparicio, conocido a sus espaldas como Pedro Go. Director durante tropecientos años de la Agencia Efe y especialista en política internacional, el alias le venía porque colaboraba en el “Diario hablado” de Radio Nacional con unos comentarios de actualidad política que la audiencia reputaba como especialmente plúmbeos y era leyenda establecida que cuando el locutor daba paso a su intervención los oyentes se apresuraban a apagar el aparto sin tener tiempo de oír su nombre completo, con lo que resultaba una frase interrumpida que decía “Y a continuación, comentario de actualidad internacional a cargo de Pedro Go…” (y el clic del interruptor).

Pues bien, Gómez Aparicio estaba enfrascado en escribir la gran historia del periodismo español y para superar su asignatura, que versaba precisamente sobre este tema, habías de pasar por la piedra y hacerle un trabajo monográfico sobre cualquier periódico, pero no el que tú quisieras, sino el que él expresamente te indicaba. Dicho de otra manera, disponía con absoluta liberalidad del alumnado de la Escuela Oficial para investigar pro domo sua en bibliotecas y hemerotecas de toda España, lo que facilitaba mucho su tarea, le evitaba incómodos desplazamientos y le ahorraba gastos.

El problema surgió cuando empezó a publicar su historia del periodismo en cuya redacción había utilizado como base los trabajos de sus alumnos. No sé si por indicación de alguien o por honestidad propia, resolvió la papeleta citándonos a pie de página tras la utilización de la documentación aportada por cada cual. El resultado no deja de ser divertido porque la obra enciclopédica está plagada de referencias a los alumnos de la Escuela Oficial de Periodismo que en realidad le habíamos hecho el trabajo más ingrato.

Justo es reconocer, sin embargo, que daba algunas facilidades y casi siempre procuraba asignarte algún periódico de tu propio ámbito geográfico. A mí me correspondió un órgano republicano de Barcelona aparecido a mediados del siglo XIX que no me apetecía demasiado. Le presenté una contraoferta: estudiar el diario anarcosindicalista Solidaridad Obrera, portavoz de la CNT en la misma ciudad condal desde principios del siglo XX hasta 1939 y aceptó. Aquella investigación fue la base de mi posterior tesina de Licenciatura en la Universidad Autónoma.

Raquel

Pero el personaje más importante de la escuela no era el director, el secretario, ni ninguno de los profesores, sino Raquel Sierra, la oficial de secretaría, que permanecía incansable horas y horas –muchas más de las que tenía obligación- tras el mostrador. Raquel era toda una institución, cuya opinión ningún director se atrevía a contradecir. Atendía a todo el mundo con profesionalidad, pero se decía que lo hacía mucho más amablemente con los chicos que con las chicas, lo que yo creo era una maldad puesta en circulación por alguna alumna desairada. En todo caso no era recomendable indisponerse con ella, porque su autoridad era indiscutida e indiscutible y de ahí que todo el mundo hubiese de templar gaitas.

Tras un ceño aparentemente adusto Raquel tenía un gran corazón y era capaz de actos de generosidad sorprendentes e inimaginables en funcionario análogo de cualquier otro centro docente. Ahí va una prueba. En cierta ocasión me desplacé a Madrid en mi primer coche, un pequeño pero eficaz SEAT-600 que sufrió algún tipo de avería. Consultada sobre la forma de resolver el incidente, Raquel no se limitó a indicarme dónde podía llegar a arreglarlo cerca del Ministerio, sino que además ¡se ofreció a dejarme su propio coche si lo necesitaba para mis quehaceres! 

Vida de estudiantes

Empecé la carrera con un grupo de compañeros entre los que recuerdo a la luego acreditada novelista Cristina Fernández Cubas, Pilar López Surroca, Alicia Marsillach, hermana del famoso actor y director teatral, Rafael Pradas –luego concejal comunista- y Leopoldo Espuny y la acabé en septiembre de 1967 con María Asunción Guardia, Jaime Serrats –titular a lo largo de su vida profesional de numerosos cargos, no sólo periodísticos- y, según compruebo en el librito de las promociones del centro que se editó cuando éste desapareció para dar paso a la nueva Facultad, Ricardo de la Cierva, Pedro Erquicia, Antonio Aradillas, Lucio del Álamo Gómez y Luis Escobar de la Serna.

Los alumnos libres constituíamos una especie de francotiradores que aparecíamos por la Escuela en los meses de junio y septiembre para acudir a los exámenes. Nuestra formación era, por tanto, autodidacta porque, a pesar de que cada año se nos prometía la impartición de directrices para que pudiéramos preparar los contenidos “a distancia”, tan buenos propósitos nunca llegaron a materializarse. Al principio fuimos a examinarnos en grupo, e incluso nos alojamos en la misma pensión. El primer año, en la pensión Nuria de la calle Fuencarral, que todavía existe. Nadie podía adivinar entonces que la calle, entonces popular y provinciana, se convertiría con los años en uno de los ejes del Madrid gay.

Pero parábamos poco por esta zona porque nos pasábamos el día en los locales de Capitán Haya, de aula en aula, para presentarnos a cada una de las convocatorias de examen, orientados en tal trance por Joaquín, el conserje bajo, bigotudo y simpático, que también regentaba el bar del segundo piso, auxiliado por un botones llamado Alejandro. Como a mediodía disponíamos de muy poco tiempo, almorzábamos en el comedor del Ministerio, al que se nos permitía acceder gracias al carné de la Escuela y cuyo menú costaba 35 pesetas. Ahora mismo parecerá un precio módico pero en su momento no lo era tanto. Por ello y en los días en que íbamos más holgados de tiempo y menos de dinero tomábamos el tranvía y nos desplazábamos hasta la sede de la Delegación Nacional de Sindicatos, en el Paseo del Prado –hoy, Ministerio de Sanidad y Consumo- en cuyo sótano funcionaba un comedor más proletario con menús a 19 y 26 pesetas, según los posibles de cada cual. No diré que fueran días de bohemia, pero sí de vida estudiantil, que completábamos con alguna visita a los teatros de la capital. En todo caso y si Adolfo Marsillach estaba actuando en alguno de los locales, la visita en compañía de su hermana Alicia era cosa obligada.  

De periodista a licenciado

Poco después de haber acabado la carrera y siendo José Luis Villar Palasí Ministro de Educación, éste propuso dar un vuelco al anquilosado sistema educativo y promovió la aprobación, previa una amplia consulta nacional, de una nueva Ley General de Educación. Coincidió con la etapa en que ejercía la dirección de la Escuela Oficial de Periodismo el mítico director del diario Pueblo Emilio Romero quien, con muy buen juicio, creyó que era una oportunidad de oro para incorporar los estudios de periodismo y demás medios de comunicación social a la Universidad, lo que se consiguió con una de las disposiciones finales o transitorias de la mencionada ley. Fue el punto de partida de la creación de las Facultades de Ciencias de la Información.

A consecuencia de ello la administración dictó una norma legal en la que se establecía la estricta equiparación entre los antiguos títulos de Periodista que expedía el Ministerio de Información y los nuevos de Licenciado y contempló también la posibilidad de que los graduados con arreglo al sistema anterior pudiésemos obtener el título que se creaba. A tal fin se estableció un proceso de convalidación en el que cada Facultad hizo de su capa un sayo y alguna se esmeró en poner las máximas dificultades imaginables porque ya se sabe que los parvenus son siempre los jueces más severos.

La Universidad Autónoma de Barcelona obligó a la generalidad de los convalidantes a pasar por las humillantes horcas caudinas de cursar tres asignaturas, como si su formación hubiese quedado coja y precisase de este complemento indispensable. A algunos nos eximieron de tan vejatorio requisito porque habíamos desempeñado funciones docentes –yo había sido profesor titular de cátedra en la Escuela Oficial de Publicidad-, lo que parecía avalar nuestra idoneidad académica y sólo nos sometieron a un examen de grado de tipo general, al que me presenté, entre otros, con Josep Pernau y a la redacción de una tesina de licenciatura. Recordé mi investigación sobre la prensa anarcosindicalista realizada quince años atrás y la retomé como propuesta para superar este nuevo trance, con el beneplácito de Nazario González, decano de la Facultad de Ciencias de la Información, que me favoreció con su consejo e incluso con algunas pautas para llevar a cabo una investigación más ambiciosa que la anterior.

Investigador de la prensa anarcosindicalista

Dicho y hecho: pedí un par de meses de permiso en el trabajo y me encerré en la Hemeroteca Municipal, donde viví, mientras exhumaba la colección de Solidaridad Obrera para “vaciar” documentalmente el diario, la intriga que estaba gestando por quien aspiraba a suceder a Pedro Voltes Bou, yerno del marqués de Castell Florite, antiguo presidente de la Diputación y embajador de Franco en Londres, como director de esta institución, cuya destitución estaba cantada desde la constitución del nuevo ayuntamiento democrático. La venganza es un plato que se come frío y Voltes, catedrático de universidad y autor prolífico de una obra de divulgación histórica siempre muy interesante, la ha ejecutado años después, dedicando en sus divertidas memorias “Furia y farsa del siglo XX” ácidos juicios sobre el interfecto y su poco elegante comportamiento en tal trance.

La fortuna me favoreció porque hay que ver lo longevos que han sido algunos anarcosindicalistas, a pesar de lo asendereada que fue su vida y aún tuve tiempo de entrevistar, antes de su muerte, a significados personajes que podían contribuir con su testimonio a enriquecer la documentación de mi tesis. Así conocí a Federica Montseny –la primera mujer ministra en la historia de España, aunque según alguno de sus coetáneos se dedicó más a viajar y mitinear que a regir su efímero departamento-, Rafael Vidiella, José Clara, Severino Campos, Igualdad Ocaña, José Robusté y Hermoso Plaja, entre otros. Todos estaban muy viejos, pero conservaban fresca la memoria, aunque Montseny se había quedado casi ciega.

Por cierto que en alguno de los numerosos puestos callejeros que abundaron en los años de la transición política había encontrado un libro con la reedición de algunas de las novelitas que la llamada por sus enemigos “Miss FAI” escribió y que editaba su padre para solaz de la clase obrera. Se trataba de novelitas románticas con la singularidad, frente a las convencionales, de que defendían el llamado amor libre, es decir, el amor si papeles ni bendiciones. Las leí con interés y me sorprendió comprobar que, en el fondo, eran de una ingenuidad y, si mucho se me apura, de un conservadurismo, impresionante.

Aún sin ser historiador, tuvo la gentileza de avalar mi trabajo como director Lorenzo Gomis. Lo presenté con su aval al tribunal y mereció un sobresaliente “por mayoría”. Siempre tuve la sospecha de que me regatearon esa misma calificación “por unanimidad”, que le da mayor brillantez académica, porque osé rectificar a un miembro del tribunal un dato erróneo que aparecía en alguno de los trabajos que había publicado. Como cabe suponer, lo hice mucho antes de conocer que el rectificado iba a ser uno de los jueces de mi aptitud porque hubiera evitado el enfrentamiento, por lo demás irrelevante. En España y en la China atreverse a enmendar la plana a quien ha de examinarte es temeridad harto imprudente.

De este modo la prensa anarcosindicalista me permitió enlazar mis dos experiencias académicas en una misma carrera y me dio la oportunidad de colgar un vistoso título de Licenciado en Ciencias de la Información, sección de Periodismo, que la verdad es que nunca me ha servido para nada.

Y de técnico de Publicidad a licenciado en Publicidad y Relaciones Públicas

Puedo añadir que viví otra experiencia análoga en la Universidad Complutense, en cuya Facultad de Ciencias de la Información convalidé la carrera de Publicidad, que había realizado cuando estuve vinculado a la entonces Escuela Oficial de esta materia. En la Complutense me tropecé con una sorpresa: la rotunda oposición del director del departamento de Publicidad, de cuyo nombre no quiero acordarme, quien, saltándose la ley a la torera, se negaba a tramitar ningún expediente de convalidación porque no era partidario de dicho trámite. En todos los lugares del mundo la disconformidad con una norma legal se resuelve con la dimisión del discrepante. Eso es lo que hacen la personas decentes. Las que no lo son permanecen impertérritas en su puesto disfrutando de todas las gabelas del mismo, pero negándose a cumplir la ley y fastidiando al personal.

Resolvió la chusca e ilegal situación el decano, Ángel Benito, uno de los profesores más prestigiosos y respetados de España en su materia y hombre sensato. Me concedió su amparo con generosidad, al extremo de ofrecerse él mismo a aparecer como director de la tesis de convalidación (en un gesto que suponía la rotunda descalificación de su compañero de claustro). La defendí el mismo día que mi compañero José Luis Pécker, una de las figuras más señeras de la radio española, que también hubo de pasar por tal trance y ambos nos licenciamos en esa misma jornada, en su caso en Periodismo y yo en Publicidad y Relaciones Públicas.

Con estas credenciales pensé incluso en hacer el doctorado, pero el programa de cursos de tercer ciclo en el Departamento de Periodismo de la Universidad Autónoma me parecía muy poco sugestivo. Afortunadamente había cambiado la regulación del tercer ciclo universitario, y una de las novedades introducidas era la posibilidad de realizarlo en cualquier departamento que pudiera considerarse afín a la formación del doctorando. Pedí y obtuve hacerlo en el de Historia contemporánea y aunque luego no llegué a redactar la tesis doctoral, los cursos realizados me fueron validados para la obtención del Máster en dicha especialidad.

Todos estos créditos académicos no remediaron el flagrante incumplimiento de los deseos de mi padre porque nunca llegué a licenciarme en Derecho que sí era, en su opinión, una carrera respetable y no le faltaba razón. Puedo decir en mi descargo que fui consecuente con mi decisión, porque he ejercido la profesión que elegí, cosa que no todo el mundo puede alegar.

(*) César González Ruano puntualiza que escribió sus memorias Mi medio siglo se confiesa a medias (Nogue, Barcelona, 1952) a los 47 años, es decir cuando “está uno en los mismos umbrales de la vejez” por lo que el autor de estas páginas, que ha incorporado el número 6 a su calendario vital, se considera legitimado para hacer lo propio ya que supone que ha atravesado holgadamente dichos umbrales…


Nota de la Redacción: el texto pertenece al libro de Pablo-Ignacio de Dalmases, Oficio de carroñero. Un periodista en la calle (Ediciones Carena, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento al director de Ediciones Carena, José Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.

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