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Justo Serna: Héroes alfabéticos. Por qué hay que leer novelas (Valencia, PUV, 2008)

Justo Serna: Héroes alfabéticos. Por qué hay que leer novelas (Valencia, PUV, 2008)

    AUTOR
Justo Serna

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Valencia, 1959

    BREVE CURRICULUM
Profesor Titular de Historia Contemporánea. Su área de especialización es la historia cultural e historiografía de la historia cultural. Entre sus numerosos trabajos destacan Pasados ejemplares. Historia y narración en Antonio Muñoz Molina (Madrid, 2004). Conjuntamente con Anaclet Pons ha escrito La ciudad extensa (Valencia, 1992), Cómo se escribe la microhistoria (Madrid, 2000), La historia cultural (Madrid, 2005) y Diario de un burgués (Valencia, 2006)




Tribuna/Tribuna libre
Héroes alfabéticos. Por qué hay que leer novelas
Por Justo Serna, lunes, 1 de diciembre de 2008
Los personajes literarios nos ayudan a pensar en los otros. Son nuestros héroes alfabéticos: por delegación nos muestran qué deseamos o qué tememos. Con ellos vivimos e incluso hablamos: forman una populosa demografía de tipos admirables o ruines con los que tratamos. Héroes alfabéticos. Por qué hay que leer novelas (Valencia, PUV, 2008) de Justo Serna empieza con los Adúlteros de novela y acaba con los Vampiros de cuento: de Bovary a Drácula. Los capítulos son ensayos ordenados alfabéticamente: una crónica personal, la del historiador que lee ciertas novelas como documentos culturales. Sin duda se trata de un elenco subjetivo, aunque no arbitrario: además de los Vampiros y los Adúlteros, también pasan por aquí los Espías, los Licántropos, los Monstruos, entre otros. Viven en algunas de las novelas que más nos han conmocionado, aquellas que expresan un contexto al tiempo que lo rebasan. Ese hecho los convierte en materia de historia cultural, pero también en objeto de disfrute.
La imaginación moral es la capacidad que tenemos para ponernos en el lugar de otro, pero no para pensar con sus categorías, sino para discernir los motivos de su elección y para dar cuenta de lo que aquel sujeto histórico no vio o no estaba en condiciones de ver. La imaginación moral es el tesoro que hace valer un observador lleno de experiencia y de conocimientos, el patrimonio de alguien que se sabe también ignorante, que se enfrenta sin arrogancia al pasado y a los antepasados.

Eso es lo que he pretendido hacer con los personajes que pueblan este libro, a los que he apelado como si de interlocutores se tratara. Me los imagino como testigos raros, informados y poco fiables de un mundo al que yo no puedo acceder, como documentos excepcionales de un archivo dudoso. Antiguamente se llamaba tentativa al examen previo que se hacía en algunas universidades para tantear la capacidad y suficiencia del graduando. A lo largo del tiempo he ido retratando a algunos de mis héroes alfabéticos preferidos, justamente a quienes por cargar con algún estigma o alguna rareza profeso mayor cariño. Las taras por las que a alguien se persigue dicen mucho: revelan qué concepto de normalidad hay en un lugar determinado, qué idea de lo patológico, de lo malformado, tiene una sociedad. Que sean personajes imaginarios no resta dolor o inquietud a su experiencia y, sin duda, nos muestran qué deseamos o padecemos los humanos…

Esos personajes literarios ejercen poderes inmateriales sobre los lectores, hasta el punto de convertirse en interlocutores a veces más importantes que las personas de carne y hueso. Con ellos vivimos, soñamos, incluso hablamos. En efecto, no sólo convivimos con nuestros contemporáneos, esos que están censados en el Registro Civil. Convivimos también con individuos fantasmagóricos que se nos parecen o a los que queremos parecernos, una populosa demografía de tipos admirables o ruines a los que interpelamos y con los que debemos aprender a tratar para no perder los papeles: precisamente lo que le sucedió a la joven burguesa que protagonizaba Madame Bovary. En numerosos ensayos, Umberto Eco nos enseña a reflexionar sobre esa convivencia, pero es en Sobre la literatura en donde nos proporciona un breviario en cuatro lecciones, que son el pórtico de mis héroes alfabéticos.

Primera lección. La novela crea un mundo interno, materializado en un texto, un mundo en el que rige un régimen de verdad y en el que determinadas proposiciones son ciertas y otras no. En efecto, como señala Umberto Eco, “hay algunas proposiciones que no pueden ponerse en duda, y [la literatura] nos ofrece, por lo tanto, un modelo (todo lo imaginario que quieran) de verdad”. O, en otros términos: si alguien nos dijera que Emma Bovary sobrevivió a su pasión desenfrenada, que evitó el suicidio, “podríamos contestarle siempre que en los textos a los que nos referimos”, en este caso en Madame Bovary, de Gustave Flaubert, “no es posible encontrar ninguna afirmación, ninguna sugerencia, ninguna insinuación que nos permita abandonarnos a esas derivas interpretativas”, a esas cábalas. “El mundo de la literatura es un universo en el cual es posible llevar a cabo tests para establecer si un lector tiene sentido de la realidad o si es presa de sus alucinaciones”.

Segunda lección. “Los personajes migran”, dice Eco: sus rasgos son inestables porque aparecen y reaparecen en diferentes textos, porque sobreviven intertextualmente, escapando a la determinación de un discurso clausurado. Por eso, a pesar de que esta o aquella afirmación, de que esta o aquella proposición sobre Bovary sean inciertas, erróneas, si tomamos la literalidad de lo dicho por Gustave Flaubert en su novela, la verdad es que podrán ser correctas en otros textos posteriores en los que retorne ese personaje. Por ejemplo, podríamos añadir, es literalmente cierto que el monstruo de Frankenstein es mudo en la versión cinematográfica de James Whale, pero ese enunciado es absolutamente incierto si pensamos en la criatura de Mary Shelley. “De esta manera, Caperucita Roja, d’Artagnan, Ulises o Madame Bovary se convierten en individuos que viven fuera de sus partituras originales, y pueden pretender hacer afirmaciones verdaderas al respecto incluso personas que nunca han leído la partitura arquetípica”.

Tercera lección. Sobre ellos, sobre esos personajes a los que llegamos a conocer por sus propias palabras o por el discurso interpuesto de un narrador, hacemos “inversiones pasionales”, añade Eco. ¿Qué significa eso? “Por procesos de identificación y proyección, podemos conmovernos por el destino de Emma Bovary”. Es decir, hay “un espacio del universo”, de nuestro universo emocional, “en el que estos personajes viven”, más allá del texto en que aparecieron. Y eso puede ocurrir hasta el punto de que “determinan nuestras conductas, ya que los elegimos como modelo de vida (de la nuestra y de la ajena)”. Esto significa que los tomamos como espejos de conducta en los que quizá se reflejan nuestros actos y, sobre todo, nuestros deseos, nuestras fantasías, nuestras frustraciones, nuestras inmoralidades.

Cuarta lección. Los personajes de la ficción novelesca sobreviven entre la jam session y el destino fatal. Es decir, dichos caracteres “corren el riesgo de volverse evanescentes, móviles, inconstantes y perder esa fijeza propia” que les es característica a partir de un texto que está cerrado. Como los vampiros, vaya. ¿Y por qué? Porque, al decir de Eco, la lectura puede modificar los textos con una semántica libre. Ahora bien, como inmediatamente sugiere el ensayista italiano, la partitura está escrita y de lo dicho en ese texto se harán enunciados más o menos documentables, fundados o infundados, que la erudición, la crítica, la historia o la filología nos permitirán comprobar.

En todo caso, estos grandes personajes que mudan, que se desvanecen, que migran, que aletean hasta convertirse en mito, que se adueñan de distintas narraciones, siempre acaban regresando al lugar original, al texto en que fueron alumbrados. Por eso, yo también regreso a la Madame Bovary, de Flaubert. “La función de los relatos ‘inmodificables’ [como son las obras literarias que se consuman en ese artefacto material que llamamos libro] es precisamente ésta: contra cualquier deseo nuestro de cambiar el destino, nos hacen tocar con nuestras propias manos la imposibilidad de cambiarlo”. No hay una eternidad textual, sino un cierre. Es decir, frente a los hipertextos de Internet, las novelas que leemos en papel nos hacen tropezarnos otra vez con el destino de lo inmodificable o, mejor, con el curso inexorable de la vida, una lección que por la actual omnipotencia técnica podemos olvidar.

Con la hipertextualidad muchos han aprendido a ser libres y creativos, a alterar las palabras siempre provisionales, a cambiar los discursos. “Está bien”, añade Eco, “pero no lo es todo. Los relatos ya hechos nos enseñan también a morir” como Emma. Nos enseñan a rebajar la omnipotencia del hipertexto. Por eso, la lectura de las novelas, que es o puede ser un acto de libertad, de libertad interpretativa, nos obliga a respetar lo escrito, a guardarle fidelidad. Con una obra literaria no podemos hacer lo que se nos antoje, lo que queramos, “leyendo en ella todo lo que nuestros más incontrolables impulsos nos sugieren”, advierte Eco. Así leía Emma Bovary y ya ven, ya ven cómo acabó. Cuando operamos de esa manera, triturando los textos, haciéndoles decir lo que, en principio, no dicen, los sobreinterpretamos indebidamente comportándonos como lectores indisciplinados. Tal vez, cuando obramos de ese modo, no nos resignamos a la decepción de las palabras, a la contrariedad de que esas palabras no digan todo lo que querríamos que dijeran. Quizá, cuando leemos así, nos negamos a aceptar que el relato se cierre y que sus personajes, nuestros calcos, también mueran: como cada uno de nosotros, como Emma Bovary”.

Publicaciones de la Universidad de Valencia

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Nota de la Redacción: Este texto corresponde a uno de los capítulos del libro de Justo Serna, Héroes alfabéticos. Por qué hay que leer novelas (PUV, Valencias, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento al autor su gentileza por facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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